Una historia común
Olga Díaz es sobreviviente de un intento de femicidio. Su historia es de las tantas que están en la base de ese iceberg que es la violencia machista que se cobra una vida cada 30 horas. Todo se cumplió para ella, todo lo que no debería pasar nunca más: la sordera de la justicia, los prejuicios de vecinos y vecinas, la doble moral de un tipo que iba a la Iglesia pero siempre se supo capaz de matar. Claro que la única que le creía era ella. Vivió para contarlo, para mostrar las marcas que quedarán en su cuerpo y ella no quiere maquillar, para decir Ni Una Menos, ella, que casi es descontada de la vida por un tipo con el que tuvo dos hijas y un hijo, con el que convivió 36 años.
Por Marta Dillon para Página/12
Esta historia no se cuenta sólo a sí misma. Tiene una protagonista, se llama Olga Díaz y nació dos veces. La primera fue hace 61 años, en un hogar cristiano evangélico, con una abuela que le heredó la casa donde todavía vive en Villa Urquiza, en el límite de la ciudad. La segunda tiene una fecha imprecisa entre el 24 de marzo y el 7 de abril de 2017, entre el día en que el hombre que había convivido con Olga durante 36 años le cortó el cuello con un cuchillo y el que finalmente se animó a mantener los ojos abiertos, en vigilia aunque todavía con miedo, sin saber del todo qué había pasado pero emergiendo de una pesadilla atrás de la otra que las personas que la atendían calmaban con drogas para darle tiempo a su cuerpo a que se recuperara. Todavía está en eso. Todavía la fragilidad la obliga a trabajar sólo algunos días de la semana, todavía no puede desayunar con frutas como le gustaba porque los anticoagulantes que toma se lo impiden, todavía tiembla ahora que una cámara de segunda instancia delibera sobre la apelación que presentó la defensa del tipo que intentó matarla, el mismo que convivió 36 años con ella y con las tres hijas y el hijo que criaron.
Esta historia no se cuenta sólo a sí misma. Cuenta también lo que hay debajo de la cifra que repetimos: una mujer muerta cada 30 horas, Melina, Micaela, Araceli, Ayelén, Erica, Ángeles, Wanda; algunos, pocos nombres de los casi 300 que se descuentan por año, los que es posible retener porque eran jóvenes, porque estaban solas a la noche, porque fueron en pantalón corto a una cita de trabajo, porque los medios y los discursos sociales las estigmatizan o las santifican, carroñean en su intimidad como si allí hubiera alguna razón que explique su final. Y no, las razones están en los perpetradores, pero a esos nombres no los retenemos. En muchísimos casos ni siquiera llega a conocérselos.
Olga sobrevivió, su nombre no llegó a decirse cuando el pedido urgente de donación de sangre empezó a circular por grupos de chats, esos que quedan armados por complicidades feministas que tejen redes cada vez más amplias. Había llegado al hospital Pirovano, su pulso apenas se sentía, que había sido víctima de violencia machista lo supieron después de salvarle la vida porque hay profesionales ahí que también participan de esos chats y pudieron entender mejor por qué cada vez que se despertaba, todavía intubada, los ojos dilatados por el pánico reclamaban un sueño narcótico que le permitiera la reorganización de su resistencia.
La historia de Olga no es sólo suya porque cuenta también de las noches siempre en vigilia en la Oficina de Violencia Doméstica (OVD) de la Corte Suprema de la Nación, de la convivencia constante con la violencia de los machos que creen que reponen su jerarquía cuando matan, cuando amenazan, cuando hieren. “Yo techo y comida voy a tener en la cárcel, pero vos vas a estar tres metros bajo tierra y tus hijas en un orfanato”, le decía él y ella era la única que le creía. Ni siquiera cuando consiguió que la Justicia lo sacara de la casa con una orden de exclusión, vecinos y vecinas de ese barrio lindero con la General Paz creyeron en el poder de muerte de hombre al que veían derrotado y ayudaban a que siguiera cerca de su presa “por humanidad”, “porque nosotros les tenemos cariño a los dos”. Pero en esta historia si algo no hay es imparcialidad, porque ese es el lado del opresor. Lo dramático, porque no hay por qué disimular los adjetivos, es que el opresor muchas veces usa la máscara de la Justicia.
—Pero señora, usted no puede venir a pedir esto. ¡36 años de casada! Si fueran dos o tres, todavía, pero después de todo ese tiempo esto se arregla con mediación. Déjeme que hablo con este señor.
Así la recibió la secretaria del juzgado a donde Olga fue a llevar las órdenes de exclusión del hogar y restricción de acercamiento. Ella tiene su nombre anotado, era el juzgado de familia 85 y el nombre de la magistrada, María Elisa Arias.
—¡Adelante mío lo llamó! Y él le dijo que estaba muy nervioso porque se había enterado que la mayor no era hija suya, ¡mentira! Si nos conocimos cuando yo ya tenía a la nena. Nos citó a los dos para el lunes, era un jueves. Yo no quería encontrarme ahí con él, había pasado toda la noche en la OVD, ya me había ido de mi casa, me tomó muchos años esa decisión.
Era 23 de febrero de 2017 cuando dijo basta. Ya había intentado la denuncia antes de las fiestas de fin de año, pero se desalentó por esa proximidad de una felicidad impostada macerada en alcohol y brindis con ninguna promesa. Prefirió quedarse en el hotel familiar que le había conseguido su hijo, irse de vacaciones con su hija mayor, separada, y sus nietos. Pero se había ido con poquitas cosas después de haber abandonado el dormitorio conyugal, de cansarse de dormir en un sillón mientras él disfrutaba de la cama común conseguida a fuerza de amenazas. La última: “Si se te ocurre denunciarme o echarme vas a amanecer colgada del ventilador”. La imagen le resultó demasiado y sus hijas e hijo ya estaban grandes, y aunque Esteban recibía el desprecio de su padre por no ser un macho como él, ella consideró que ya era demasiado. Sintió algo de paz viviendo a su aire en el cuarto de hotel, aunque sentía la injusticia de la apropiación de la casa en la que se había criado. Ni siquiera así retomó la decisión de denunciarlo. Pero cuando el verano empezaba a menguar y la falta de sus cosas le complicaba la vida cotidiana, le pidió a la menor, Antonella, que le fuera a buscar ropa a la casa familiar. Unas horas después recibió dos llamados consecutivos, el novio de Antonella y una amiga, preguntando si estaba ahí con Olga, escuchó preocupación en las voces amigas, no habían entendido desde dónde la joven llamaba alarmada.
Enseguida llegó la hija, tenía el cuello marcado por las manos de su padre. Ese fue el límite, el que no había terminado de marcar para ella.
La orden de exclusión del hogar la consiguió recién el 4 de marzo, se la arrancaron al juzgado dos abogadas que la acompañaron, recomendadas por el jefe de Olga, porque su primera estrategia de sobrevivencia había sido conseguir un trabajo, diez años atrás, cuando el primer hecho de violencia concreta le hizo abrir los ojos. Pero, claro, algo hecho a regañadientes dejó cabos sueltos y no le dieron la medida perimetral. El tipo quedó viviendo de prestado en una remiseria donde le tuvieron compasión, a dos cuadras de la casa de Olga. El 24 de marzo, delante del hijo de los dos a quien también atacó, la tomó de los pelos y la acuchilló cinco veces, siempre en la zona de la carótida. Estaba decidido y fue casi certero.
—En 2002, él me quemó el auto. Sí, me destruyó toda la casa y me quemó el auto. Vino la policía y todo, se fue un tiempo de la casa. Pero me terminaron convenciendo de que lo dejara volver. Después no fue lo mismo, pero mi hija más chiquita tenía 4 añitos y él siempre lo mismo, que me iba a matar, él iba a ir preso, y los chicos a un orfanato. Yo le creía, y estaba bien que le creyera, porque lo hizo. Pero nadie más me creía.
—¿Cuál fue la excusa para quemarte el auto?
—Lo del auto fue porque vino un día una chica paraguaya a reclamar su documento, que lo tenía él. Yo sabía que andaba en algo y se lo decía, él me basureaba y me decía si yo quería escribir un libro con mis inventos. Pero cuando se apareció la chica en la puerta de mi casa se volvió loco y se la agarró conmigo, como si yo hubiera tenido algo que ver. La chica se fue corriendo, no sé ni por qué tenía el documento ni si alguna vez se lo devolvió. Para mí todos estos años fueron de un camino muy sola, de buscar ayuda y no encontrarla.
—¿Tu familia no te acompañaba?
—En ese momento vivía mi abuela todavía, pero ella y también mis hijos, que eran chicos, me insistían con que el papá había cambiado, que le tenía que dar otra oportunidad. Y me dejé vencer.
El tipo al que Olga le niega hasta el nombre está preso ahora, tiene 20 años de condena, la Justicia llegó sobre las heridas ya cicatrizadas que ella quiere mostrar así como quiere contar su historia al mismo tiempo que sueña con alguna vez intentar otra, bajarse el Tinder en su celular, sentir las palpitaciones de un romance. Aunque no todavía, ahora es tiempo de libertad. Y siente que tiene que aprovecharla ahora que camina sobre sus dos pies sin ayuda del andador con que salió del hospital. Porque después de su segundo nacimiento no sólo tuvo que reaprender a caminar, también usó pañales.
—Yo siempre me cuidé mucho, soy una mujer sana, como bien, no tenía nada, nada; ni un remedio tomaba. Por eso creo que fue más duro todavía sentirme tan débil, pasar dos meses en el hospital y tanto tiempo de recuperación; porque nada de eso me pertenece, me lo hicieron y hasta que no estuve así, casi muerta, no me tomaron en cuenta.
Ese 4 de marzo en que finalmente logró que la policía fuera a sacar de su casa al hombre que quiso matarla, Olga tuvo que escuchar sus lamentos y la empatía de la misma policía que se suponía tenía que aleccionarlo. Su ropero estaba atado con alambres tal como había quedado ese día en que su hija intentó sacar ropa para la madre. Junto a la cama había un machete, pero las fuerzas de seguridad no lo vieron amenazante.
—¡Lo escuchaban a él! Me decían: “Pero señora, ¿le parece echarlo a la calle porque no tiene trabajo?” Porque ese era su verso, que yo quería que él trabajara y él no conseguía. La misma policía fue a pedirle al vecino de enfrente que le guardara sus cosas para que el “pobre hombre” no quedara tirado. Después me decían que le llevaban comida, plata, que lo iban a ver por compasión. ¡Pero yo había pasado meses fuera de mi casa y nadie preguntó por mí!
—¿Cómo evaluabas esas reacciones en los vecinos?
—Como que estamos en una sociedad que es muy machista, que las mujeres tenemos que estar atrás de los hombres; porque entre ellos se entienden, se sostienen pero a nosotras nos juzgan. Como siempre se dice y es tan real, el hombre que sale con mujeres tiene muchos amigos; en cambio si salís con muchos hombres no quieren andar con vos porque sos una puta. Nos catalogan, nos adjetivan, es más, en determinado momento, él me hablaba de la gente con la que trabajo diciendo “todos esos putos”. Y yo le dije: “¿Sabés que vos sos puto? Sí, porque si una mujer que se acuesta con varios hombres es puta, un hombre que se acuesta con muchas mujeres deber ser puto, ¿no?”.
De esas pequeñas rebeldías, de esas contestaciones airadas había vivido demasiados años para no sentirse tan sumisa al miedo.
Ella sabe bien cuando empezó a descomponerse la vida en común. Sitúa esa marca cuando “ese tipo” se quedó sin trabajo durante la crisis del 2001 y decidió meterse en la Iglesia a la que iba su compañera. Se convirtió casi en un predicador, cuenta ella, “sabía más que todos, quería que todos fueran a la Iglesia; yo no soy así, creo en la voluntad de las personas, no voy a andar convenciendo o diciendo verdades reveladas. Mi hijo es gay, por ejemplo, y eso la iglesia no lo considera bien, entonces…” Pero el que era su marido tenía la palabra dispuesta para aleccionar a cualquiera menos a su propia conducta.
Esta historia también habla de esa doble moral que ahora está tan en la superficie de lo cotidiano, esa que habla de “salvar las dos vidas” pero es indiferente a la vida de las personas concretas, esa doble moral que habla de dios pero es capaz de atacar a golpes a jóvenes que usan pañuelos verdes por el aborto legal o de mandar a niñas violadas al psicólogo o “qué se yo” antes de permitirles decidir si quieren seguir adelante con un embarazo forzado. En esta historia hay un tipo que mientras imponía rectitud evangélica mantenía relaciones con una niña de 18 que también era parte de la misma comunidad y cuidaba a sus hijas.
—Yo sabía lo que pasaba pero ahí las amenazas eran por si lo delataba en la Iglesia. Que me iba a quemar como a una bruja, lo de siempre. Y no fui yo la que lo delató, la madre de la niña fue un día al templo con todos los mensajes que descubrió en el celular de su hija, con los lugares donde se iban a encontrar. Y él ahí pierde un poco su poder, pero lo del auto ya había pasado. La Iglesia es de querer unir a la familia, a la pareja, pero para mí ya no era mi pareja, no quería saber nada con él.
—¿Dejaste de ir a la Iglesia?
—Y sí, dejé de ir a Rey de Reyes, pero volví a otra que iba de chica. Porque yo me llevo lo que necesito de la palabra de Dios, yo ya sé que los que están ahí y predican son humanos.
—¿Y de qué maneras pediste ayuda?
—Había hecho terapia cuando pasó lo del auto, con una psicóloga del Pirovano. Me dio el alta a los seis meses. Y yo pensaba estoy como entré. Un día se lo comento a los médicos con los que trabajo, y me dijeron de otro centro, en la calle Beiró. Yo buscaba una ayuda, necesitaba que alguien me dijera cómo desprenderme de esta persona sin llegar a la violencia. Pasé por varios lugares y siempre te cuestionan. En uno que fui había una mujer que tenía un botón antipánico y a la salida del colegio de la hija él le pegó muy mal, hasta que pudo apretar el botón, el tipo desapareció. Entonces yo pensé “este me mata y desaparece”. Yo pensaba “¿no hay otra manera?”. Nos decían que había que fortalecerse. Y yo decía “pero ella tenía el botón, él fue y le pegó, ¿y se tiene que fortalecer ella?”.
No es posible negarle el derecho al escepticismo, aun cuando ahora mismo es Olga la que mira con ojos de esperanza. Como sea, en recuperación todavía, con el miedo de que en el proceso de apelación le acorten la pena, ella está libre. Se siente libre.
Del día del femicidio que no fue, Olga no recuerda nada. Cree que es un mecanismo de defensa, aunque ahora cree que preferiría recordar. Como si en las marcas que tiene en el cuerpo no hubiera memoria suficiente. Ni siquiera leyendo las cien páginas de los fundamentos de la sentencia condenatoria para su agresor vuelven los hechos. Tiene, sí, los sonidos que quedaron grabados en el chat familiar, cuando Esteban, también herido por defender a su mamá, le gritaba a sus hermanas para que vinieran a la casa que había sido de todos. Y de fondo la voz de Olga que sólo decía “me duele”. El tipo había salido corriendo de la escena, antes de recorrer las tres cuadras hasta la General Paz había tirado la remera manchada de sangre y se había puesto otra, limpia. Estaba a punto de tomar el 21 cuando lo interceptó un vecino, del cuchillo todavía no se había desprendido. La policía y las ambulancias, porque para él también pidieron una después de que fingiera un ataque cardíaco, llenaron el barrio de sirenas y relatos, de una curiosidad que nadie antes había sentido por saber lo que pasaba dentro de la casa de Olga Díaz, que había crecido ahí y un día no estuvo más y cuando volvió la miraban raro por haber echado al supuesto compañero de toda una vida. Aun con el telón de fondo de las cada vez más masivas movilizaciones feministas, aun con los sonidos de emancipación de las que no quieren volver más al silencio de las violencias que ya se suponen desnaturalizadas.
—Yo, cada vez que fue Ni Una Menos puse cosas en el Facebook, y no por mí, porque en algún momento pensé que ya no tenía chances para mí. Pero para mis hijas, para mis nietas, para todas. Y al final casi fui una menos. Pero viví, viví para contarlo.
*Por Marta Dillon para Página/12 / Foto de portada: Sebastián Freire.