Viaje al interior de un taller clandestino
Detrás de los regímenes de esclavitud, detrás de miles de mujeres de países limítrofes explotadas, detrás de los incendios que se llevaron la vida de decenas de trabajadores y de sus hijos, están las grandes marcas. Todos las conocemos, excepto la Justicia. Las grandes marcas nunca son molestadas ni presionadas, pero los talleres textiles clandestinos se expanden en la Ciudad de Buenos Aires. El relato de Delia, costurera, nos permite conocer mejor la situación de desamparo e indefensión absoluta que se les impone a las mujeres en los talleres, ante la indiferencia del Estado.
Por Julieta Bugacoff para Revista Sudestada
La lista de marcas de ropa denunciadas por La Alameda supera el centenar: Cheeky, Awada, 47 Street, Mimo y Puma, entre otras. Según los datos de esta misma agrupación, sólo en la Ciudad de Buenos Aires funcionan alrededor de 30 mil talleres clandestinos; medio millón de personas, la mayoría provenientes de Bolivia, trabajan en condiciones de esclavitud.
Para entender la lógica de un taller textil clandestino, es fundamental distinguir entre el tallerista, quien posee los medios de producción, y los costureros, aquellos que venden su fuerza de trabajo a cambio de un sueldo que apenas alcanza para cubrir las necesidades básicas. Por el mismo funcionamiento del ciclo de producción, los costureros apuntan a ahorrar, comprar máquinas, fundar su propio taller y convertirse en talleristas, reproduciendo así el mismo esquema. La dialéctica hegeliana del amo y el esclavo se cumple: para que la relación exista, el obrero debe reconocer al tallerista como tal y es esa misma dependencia la que lleva al costurero a querer acabar con la supremacía del amo y ocupar su lugar.
La gravedad de la situación en los talleres excede por mucho a la descrita por Simone Weil en Experiencias de la vida en fábrica.
El modus operandi de las redes de trata implica reclutar personas de bajos recursos –casi siempre mujeres de entre 15 y 25 años–, prometerles vivienda, comida y un buen salario –la posibilidad de enviar los ahorros a su familia– a cambio de irse a trabajar a la Argentina. Cuando llegan se encuentran con que la realidad es otra: el sueldo es ínfimo e irregular, la casa y el taller son la misma cosa y las jornadas laborales exceden las catorce horas.
El 30 de marzo de 2006 un incendio en un taller de la calle Viale dejó seis personas muertas, cinco de ellas menores. El fuego comenzó en el primer piso, donde se ubicaban las habitaciones en las que descansaban los niños. Sólo lograron escapar los que se encontraban cerca de las escaleras, el resto quedaron aprisionados entre la pared y las llamas. Luis Rodríguez, el papá de uno de los chicos, subió a rescatarlos con un matafuegos. Fue en vano: estaban descargados. Varios testigos comentaron que, apenas comenzó el incendio, la primera acción de los capataces fue llamar a los dueños de la marca e informarles lo que ocurría.
Diez años después Luis Rodríguez y Sara Gómez, los papás de Harry, un nene de 3 años que falleció por el fuego, lograron iniciar el proceso judicial. Actualmente los capataces del taller, Luis Sillerico Condori y Juan Manuel Correa, se encuentran cumpliendo una condena de quince años. La carátula: estrago doloso y reducción a servidumbre. En ningún momento se citó a declarar a los dueños de la marca.
Esta entrevista fue realizada en plaza Irlanda un miércoles por la mañana, poco antes del inicio de la jornada laboral. Delia Colque es la fundadora de Simbiosis, un colectivo de jóvenes costureros cuyo principal objetivo es dar a conocer la situación en los talleres textiles. Durante la hora y media que duró la charla con Revista Sudestada, narró su experiencia como costurera en un taller clandestino y reflexionó acerca de las condiciones laborales de la población migrante en Argentina.
—¿Cómo fue tu experiencia en un taller textil?
—Vengo de una familia machista y patriarcal, con mucha violencia por parte de mi papá hacia mi mamá. En varias ocasiones casi la mata. Ella era casada y, supuestamente por eso, no podía alejarse de mi viejo. La sociedad en Bolivia, en todos los sectores, entiende esa situación como que la mujer fue quien se lo buscó y es su problema. A pesar de que fuimos a las autoridades, no nos ayudaron. Con mis hermanos teníamos que salir de esa situación y necesitábamos dinero. Mi mamá era la única que trabajaba y nos mantenía a todos, incluyendo a mi papá. Justo después de uno de los episodios de violencia, llamó mi tío y me ofreció trabajo en Argentina a cambio de 300 dólares al mes, con vivienda, comida y pasaje incluidos. Con esa oferta cualquiera hubiese aceptado. No lo pensé dos veces, agarré algo de ropa y al día siguiente estaba en Argentina. En ese momento estudiaba Comunicación Social en la universidad, pero todos mis proyectos se terminaron. Si no lo hacía, mi mamá se iba a morir en cualquier momento. El día que llegamos uno de los hermanos de mi tía dijo en broma: «Llegaron tus nuevas esclavas». Nos molestó, pero lo pasamos por alto, pensamos que era una cargada. Con el tiempo nos dimos cuenta de que ahora esa era nuestra realidad.
Al año de trabajo, mis tíos me mandaron de nuevo para Bolivia. Llegamos a la frontera y nos dijeron que el peso se había devaluado. Nos pagaron sólo 300 pesos (en ese momento eran 100 dólares). No pudimos hacer nada, y, después de todo, era algo de dinero. Nunca había ganado tanto. A mi casa pude mandar algo de plata, no más de tres veces…
* Por Julieta Bugacoff para Revista Sudestada
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