La espiritualidad como fuerza de sublevación
El feminismo (como movimiento múltiple) pone en escena de manera permanente la disputa por la soberanía de los cuerpos. Y claro está: de los cuerpos feminizados en términos de su jerarquía diferenciada. De esos cuerpos que históricamente fueron declarados no-soberanos. Sentenciados como no aptos para decidir por sí mismos. Es decir: de los cuerpos tutelados.
Por Verónica Gago para Emergentes
El feminismo habla de los cuerpos al mismo tiempo que pone en disputa una espiritualidad política. Y que es política justamente porque no separa el cuerpo del espíritu, ni la carne de las fantasías, ni la piel de las ideas. El feminismo (como movimiento múltiple) tiene una mística. Trabaja desde los afectos y las pasiones. Abre ese campo espinoso del deseo, de las relaciones amorosas, de los enjambres eróticos, del ritual y la fiesta, y de los anhelos más allá de sus bordes permitidos. El feminismo, a diferencia de otras políticas que se consideran de izquierda, no despoja a los cuerpos de su indeterminación, de su no-saber, de su ensoñamiento encarnado, de su potencia oscura. Y por eso trabaja en el plano plástico, frágil y a la vez movilizante de la espiritualidad.
El feminismo no cree que haya un opio de los pueblos: cree, por el contrario, que la espiritualidad es una fuerza de sublevación. Que el gesto de rebelarse es inexplicable y a la vez la única racionalidad que nos libera. Y que nos libera sin volvernos sujetos puros, heroicos ni buenos.
La Iglesia ha entendido esto desde todos los tiempos. Podemos referirnos una vez más al ya clásico Calibán y la bruja, de Silvia Federici, para recordar por qué la quema de brujas, herejes y sanadoras fue una escena predilecta para desprestigiar el saber femenino sobre los cuerpos y aterrorizar su efervescencia curadora y su fuerza de tecnología de amistad entre mujeres. O al aún más clásico Witches, Midwives and Nurses. A History of Women Healers (Brujas, Parteras y Enfermeras. Una historia de las mujeres curanderas) de Bárbara Ehrenreich y Deirdre English donde, por ejemplo, se analiza la guía de quema de brujas del siglo XV que aseguraba que “Nada le hace más daño a la Iglesia Católica que las parteras” (The Malleus Malificarum), que por supuesto son también las aborteras.
Hoy vemos en las calles, en las casas, en las camas y en las escuelas una batalla por la espiritualidad política (que, en su movimiento masivo, tiñe todo de verde, como un principio-esperanza). Y por eso, de nuevo, la Iglesia Católica, a través de sus representantes y voceros varones siente que tiene una misión que cumplir, una tarea de salvación de almas que se traduce en una guerra por el monopolio del tutelaje sobre los cuerpos femeninos.
Las palabras que el cura “villero” Padre Pepe expuso en el Congreso condensan todos los condimentos para cartografiar la batalla. Su intervención se realizó el mismo día que también expuso la joven Karen Torres, de la villa 21–24 y Zavaleta (donde Pepe trabajó durante años). Coincidencia sintomática, ya que la referente de la villa dijo exactamente aquello que desmiente los argumentos de la Iglesia. Y lo dijo en la voz propia de muchas mujeres por las cuales la Iglesia pretende hablar. Argumentó Karen: “En nuestros barrios intervienen instituciones como las iglesias que se encargan de moralizar nuestros cuerpos, nuestras decisiones y que operan para que las mujeres no tengamos acceso al aborto legal. Sin derechos sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas estamos condenadas a seguir siendo vulneradas”.
La intervención del cura “villero” muestra dos maneras de despreciar lo que estas jóvenes que viven en las villas están diciendo. Por un lado, al decir que “el FMI es aborto” (título con el que circuló mediáticamente su discurso), la Iglesia pretende instalar que la autodeterminación de las mujeres, el propio derecho a decidir sobre el cuerpo, es una cuestión neoliberal. Desconocen y falsean tanto las luchas históricas por el aborto como la actualidad del movimiento feminista donde esta demanda está asociada a un reclamo de vida digna y contra el ajuste neoliberal, y en cuya amalgama, se hicieron pañuelazos en muchos barrios y villas.
En su pretensión de mostrarse como los únicos anti-liberales, los voceros de la Iglesia refieren esta argumentación especialmente a las “mujeres pobres”: a quienes ellos consideran que deben tutelar especialmente, a quienes quitan la capacidad de decisión en nombre de su condición social, a quienes visibilizan sólo como resistentes si son madres. De este modo, en la línea del Vaticano que también enarbolan dirigentes como Juan Grabois (MTE), la trampa que tienden se dice “clasista”. Intentan trazar una distinción de clase que justificaría que a las mujeres pobres no les queda más opción que ser católicas y conservadoras porque sólo tienen como opción su maternidad. De este modo, abortar (es decir, decidir sobre el deseo, la maternidad y la propia vida) intenta ser reducido a un gesto excéntrico de la clase media y alta (que, claro está, puede poner en juego recursos económicos diferentes).
El argumento “clasista”, que por supuesto existe en términos de posibilidades diferenciadas para acceder a un aborto seguro, se invierte: pasa a funcionar como justificación de la clandestinidad. El derecho a decidir, para la Iglesia, debe permanecer así alejado de los barrios populares. Esta cruzada por infantilizar a las mujeres “pobres” es la punta de lanza, porque si se desarma, la Iglesia misma se queda sin “fieles”. Lo más brutal es el modo en que, para sostener esto, tienen que hacer oídos sordos –desconocer y negar- lo que dicen las propias mujeres de las villas y las organizaciones que trabajan en ellas. Aun cuando ellas están insistiendo en todos lados con la consigna “dejen de hablar por nosotras”.
La argumentación, para el tutelaje paternalista, tiene una vuelta de tuerca más: el Padre Pepe evoca a las mujeres detenidas-desaparecidas en la ESMA para decir que ellas, incluso en esa situación extrema, eligieron parir. Con esta imagen, no sólo está evadiendo mencionar la apropiación de sus hijxs por la cual se lxs consideró “botín de guerra”, sino que también está falazmente recordando a esas mujeres presas y torturadas sólo como madres abnegadas. No es casual este corrimiento a los años 70: justo cuando hoy, gracias también al movimiento feminista, se está re-leyendo el ensañamiento de las torturas sexuales contra los cuerpos de las detenidas-desaparecidas en relación al disciplinamiento que los genocidas querían hacer para “castigarlas” por ser militantes, por no quedarse en sus casas, por probar otros modos de los lazos familiares y afectivos. No es casual que la escena vuelva a los años 70 en el mismo momento en que las ex hijas desafiliadas de sus progenitores genocidas estén marcando una continuidad entre el campo de concentración y la escena de violencia doméstica.
¿Pero qué más dice esta analogía entre la ESMA y la villa? ¿Que las villas son los campos de concentración de la actualidad? ¿Que a las mujeres de uno y otro espacio no les queda otra que empeñarse en la maternidad a costa de sus propias vidas? Queda claro que la Iglesia, a través de sus voceros varones, no quiere dejar de legislar sobre el cuerpo de las mujeres y que encuentra en el movimiento feminista una amenaza directa a su poder, edificado sobre el control de los cuerpos y las espiritualidades feminizadas. Porque es el control de la vida y de los modos de vida (toda una guerra se despliega sobre el propio vocablo “vida”) lo que está en juego para hacer de la espiritualidad un sinónimo de obediencia y de renovadas formas de tutelaje.
Claro que en el Congreso la Iglesia tiene sus aliadxs: el texto del PJ hablando del aborto como sinónimo de “cultura del descarte” tiene el mismo fondo de asociación del feminismo con liberalismo. Pero es justamente un feminismo anti-neoliberal lo que se ha venido fortaleciendo en los últimos años y que pone en jaque esta falaz argumentación de la institución eclesial. El diagrama de fuerzas, sin embargo, se despliega en la calle.
*Por Verónica Gago para Emergentes.
*Integrante del Colectivo NUM.