Masacre de Pergamino: siete ausencias más presentes que nunca
Los 15 meses de la masacre de Pergamino llegan con noticias en el plano judicial: el juez César Alejandro Solazzi rechazó el pedido que la defensa de los policías imputados había presentado para que no se eleve a juicio oral y público la causa de la Masacre, ocurrida el 2 de marzo de 2017 en la Comisaría Primera de Pergamino. Ahora entonces, sólo resta esperar la definición del inicio del juicio, que todo hace suponer que será por marzo del 2019, cuando se cumplan los dos años de la masacre.
Por Antonella Alvarez para FM La Caterva
Crónica de un día en Pergamino a 15 meses de la Masacre
Es 2 de junio de 2018, hace mucho frío y así, como de golpe, pasaron 15 meses de aquel 2 de marzo de 2017, cuando cerca de las siete de la tarde las pantallas de televisión rezaban “motín en la comisaría primera de Pergamino”. Ya nadie habla de motín en Pergamino, lxs amigxs y familiares, sobre todo las madres de los 7 pibes víctimas ganaron esa primera batalla: que a las cosas se las llame por su nombre y que la ciudad asuma que en ese lugar sucedió la masacre.
Aquel 2 de marzo, se iniciaba un pequeño fuego, controlable, que luego empezaría a tomar la celda N° 1, donde estaban los siete pibes. Los policías de la Comisaría Primera nunca llamarán a los bomberos. 25 minutos después de iniciado el incendio, cuando el fuego ya estaba dentro de la celda 1, otra dependencia llamará, ante el humo que empezaba a invadir. «No salió ningún llamado a los bomberos desde la Comisaría, ni de ningún teléfono particular de los policías. Cuando el fuego ya estaba dentro de la celda otra dependencia llamó. Antes no, nadie llamó» señala Andy, hermana de Sergio Filiberto. La llave de la celda 1 y de las rejas de ingreso no aparecerán durante otros 20 minutos, porque los policías que no habían llamado a los bomberos, tampoco les permitían hacer su trabajo. Un humo negro empezará a inundar la calle. Los pibes morirán gritando auxilio, en los oídos de la inhumanidad de los integrantes de la fuerza policial, que luego saldrá a gritar el listado de nombres, de los “fallecidos”. Son siete.
Venir a Pergamino no es sólo participar de la marcha que todos los meses vuelve a las puertas de la Comisaría Primera (ex centro clandestino de detención durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica) para denunciar que allí ocurrió la masacre. Algo de la elección de la comunicación popular hace que “las coberturas” estén envueltas de recuerdos, de momentos compartidos, de asado, de charlas, abrazos, besos, llantos.
De a veces poder escribir, y otras no. De recordar una y otra vez a los pibes, de saber un poco más de ellos, cada vez. De sentir conocerlos, de sentir quererlos, de sentir profunda su falta, aunque, no los haya visto nunca. Los 15 meses no fueron la excepción. La terminal siempre es el primer lugar distinto del viaje. Sus perros, que varían entre los de siempre y los que se van sumando viaje a viaje, siempre reciben a cualquiera que les quiera dar un rato de amor, de la mejor manera. Desde que se cumplieron los siete meses de la masacre, la primera vez que vine a Pergamino, hasta estos 15 meses, uno negro de la terminal es incondicional.
En viaje, me avisan, me esperan con un asado. Me buscan de la terminal. Ahí llegan Ludmila, Silvia, Franchesca y Ari (prima, mamá, hijita y ahijada de Fernando Latorre, uno de los pibes masacrados el 2 de marzo). En viaje ya, empezamos a charlar de cómo está todo, de Alberto Donza, comisario prófugo que se entregó hace pocos días. De su declaración, de la movida que hicieron desde Justicia x los 7 cuando se enteraron lo trasladaban a la fiscalía para escracharlo, de que nunca les avisan primero a ellas, las familiares, y de que los medios siempre lo saben antes. También de que dentro de estas dos semanas será la audiencia en la que se define si le otorgan a Alberto Donza el beneficio de prisión domiciliaria, cosa que sería irrisoria luego de permanecer más de un año prófugo, pero con la justicia nunca se sabe.
Llegada a la casa de Silvia, que desde que la masacre sucedió, es la casa de toda la familia. Allí están la abuela Lolo y la tía Karina que imprimen y doblan los volantes que se entregarán más tarde en la marcha, y Claudio, compañero de Silvia, que prepara el asado. Una familia entera que se organiza alrededor de la perdida, pero también de la lucha constante, para que sea justicia. Fernando está presente en todos lados de la casa. Hay muchas fotos y su recuerdo se vuelve constante e inevitable. Su cuarto aún guarda su ropa en el placard, sus trofeos, sus juegos.
El ratito que Franchesca, que está por cumplir dos años y tenía 8 meses al momento de la masacre, durmió, hablamos tal vez de las cosas más duras de esta historia, de cómo quedaron los cuerpos de los pibes, que las autopsias se realizaron sin ninguna parte de las víctimas, que no fueron filmadas, sólo fotografiadas, y en una cantidad irrisoria, para tamaño crimen. Se tendría que haber aplicado el mismo protocolo que se aplicó con Santiago Maldonado, porque lo que se investiga es un crimen donde el involucrado es el Estado, a manos de la policía de Pergamino. Pero no.
“Fer era una capa de carbón. No lo pudimos ver”, cuenta Ludmila en el mismo momento que se escuchan los llantos de despertada de Franchesca. Y desde que se levante serán juegos con ella los que signen el rato que nos queda antes de ir a la marcha. El lobo que se esconde, bailar “tu cosita”, la escondida. El asado. Los mates luego del asado. Prepararnos para salir, a las 17:00 se marcha desde la peatonal hasta la comisaría primera. Con sus dos añitos Franchesca dice, y se le entiende perfectamente “vamos a la marcha por justicia”. Casi que su primera palabra fue justicia, me había dicho Ludmila un rato antes. Previa salida, nos abrigamos mucho, y cada una de ellas (madre, primas, tía y abuela de Fernando Latorre) lleva su remera con la cara de Fer y la exigencia de justicia. Silvia se agacha a abrigar a Fran, y ella se acerca a la remera, le da un beso a la foto de Fer y dice “papi mío”. Salimos.
En la peatonal ya está dispuesta la bandera, y un puñado de gente. Silvia me cuenta el artesano cercano de la peatonal preguntó si no podían marchar en otro lado, porque él no iba a vender nada. A ese punto llega la indiferencia de la ciudadanía de Pergamino, que mira, a través de vidrios de locales comerciales repletos por ser Sábado, ese puñado de, pensarán, locas, preparadas para marchar un mes más. Me voy a acompañar a Ludmila a estacionar, mientras vamos pasa el camión de bomberos, es el día del bombero, y los recuerdos recrudecen. Estacionamos. El regreso es caminando y de charla. De cómo se enteró ese día: “por la tele. Salí corriendo a la casa de mi tía. De ahí a la comisaría”. Su mamá, cuenta, le decía en la tele habían dicho Fernando Latorre estaba entre los “fallecidos”. Ella se negaba a creerlo, llegó a la puerta de la comisaría y entre empujones quedó frente al policía que gritaba nombres, que justo gritó Fernando Latorre en su cara. Hasta ese momento ella no sabía nombres de qué, qué era esa lista. Su papá se lo confirmó. Hacía frío esa noche, se venía una tormenta. No lloraba. No entendía. También, recuerda, reprimieron esa noche. Un policía casi le dispara con la escopeta, que de tan ida que estaba, no alcanzó a ver. Su papá la corrió.
El último día que lo vió a Fer fue el 13 de noviembre, cuando lo llevaron a declarar a Fiscalía. “Lo amaba tanto que no puede ni ponerlo en palabras”, y lo explica “con él aprendí a tomar el colectivo, a hacerme la chocolatada. Él me pasaba en el jardín las golosinas a escondidas porque no se podía. Se fijaba que nadie me moleste en el colegio”. Sentirse vacía, esas palabras definen cómo está Ludmila desde el 2 de marzo. Y es ese vacío el que la contacta, ahora, directo con Fernando.
Llegamos a la peatonal luego de estacionar, con esa charla en el medio. Empieza la marcha. El hermano de Sergio Filiberto, otro de los pibes masacrados, agarra el micrófono y dice es una marcha especial, porque Alberto Donza está preso. Agradece. Empezamos a marchar por una peatonal helada por el clima y la indiferencia de alrededor. Por ahí, el que vende flores se suma al grito de justicia y aminora ese sentimiento de hostilidad total del entorno. Se suceden los cantos y los gritos de cada uno de los pibes: Fernando Latorre, Presente. Federico Perrota, Presente. Noni Cabrera, Presente. Alan Cordoba, Presente. Franco Pizarro, Presente. Jhon Claros, Presente. Sergio Filiberto, Presente. Y los nombres de sus asesinos también suenan. La exigencia de justicia. El reclamo por la indiferencia de quienes siguen ahí, mirándonos pasar, simplemente. La marcha siempre está llena de pibes y perros. Llegamos a la comisaría. Un silencio profundo envuelve el ambiente. Allí estamos, llorando muchxs. En silencio. Las madres se ponen frente a las puertas de este sitio de terror, la Comisaría Primera. Se lee el documento. Se agradece. Mariana, compañera de Fernando Latorre, agarra el micrófono para contar que es el día del bombero y recordar que aquel 2 de marzo muchos bomberos salieron llorando diciendo que no les habían dejado salvar a los pibes. Y al ratito llega el grito de Silvia “A los periodistas les decimos, dejen de preguntarnos por qué nuestros hijos estaban presos. Pregunten por qué los mató la policía”.
Termina la concentración, a ambos lados de la callecita donde está la ex comisaría primera hay policías. Provocadores siempre. Filmándonos, sacándonos fotos. La veo a Ludmila, sentada, contra la pared, de mirada perdida. Juego un poco con Franchesca. Me llevan a la terminal Silvia, Ludmila y la abuela Lolo. Dejamos a Lolo. Última charla de estación, ya esperando mi colectivo para regresar. Y el recuerdo de Fer regresa. La ausencia de su padre que los abandonó a los 7 años, la familia muy unida que son, los días de los chicxs en el jardín, en la primaria. El cuestionarse la existencia de Dios luego de la masacre, las autocríticas que Silvia se hace una y mil veces por lo que se pudo haber hecho y no se hizo. Sólo me sale decirles, nada podría haber modificado la miserabilidad de esos seis policías, el oficial de servicio Alexis Eva, la ayudante de guardia Carolina Guevara, el teniente primero Sergio Rodas, los imaginarias de calabozos Brian Carrizo y Matías Giulietti y el comisario Alberto Donza, que no sólo no hicieron nada para salvarlos, sino que hicieron cosas para que se mueran los pibes: no llamaron a los bomberos, que fueron llamados 25 minutos más tarde, desde otra dependencia cercana, ante el humo que empezaba a invadir, no entregaron la llave que se necesitaba ´para abrirles, no usaron los matafuegos, no usaron siquiera un balde de agua, para apagar un fuego que, en palabras de uno de los sobrevivientes “se apagaba hasta con una meada”.
Se hizo la hora. Llega con retraso el Chevallier. Despedida. “Te sentás en el 13, mi numero favorito. Y el día del cumpleaños de Fernando” me dice Ludmila. El viaje de regreso atravesado de seguir pensando cómo hacer para que sea justicia y que todo el mundo sepa allí ocurrió una masacre.
*Por Antonella Alvarez para FM La Caterva