El 8 de marzo también paramos en las canchas

El 8 de marzo también paramos en las canchas
9 marzo, 2018 por Redacción La tinta

Pasó el #8M y al igual que todas nuestras compañeras de La tinta, las chicas del Taller de escritura y fútbol “La música de los domingos” se sumaron al Paro Internacional de Mujeres. Tras una semana cargada de luchas, debates, reuniones y movilizaciones en las calles, nos regalan una selección titular de 11 exquisitos textos que nacen de ahí, de la efervescencia militante. Por qué paramos también en las canchas. Por qué el fútbol es un terreno de disputa. Por qué nos ponemos los botines y marchamos. Las respuestas son anécdotas, reflexiones, poemas e historias que atraviesan sus vidas como amantes del fútbol.

Por el taller “La música de los domingos” para La tinta

Somos once pibas que entrenamos y jugamos al fútbol en Mafalda las que escribimos hoy acá. Algunas nos conocíamos de antes, del laburo, de la militancia, de la vida. Otras nos vimos por primera vez en una cancha de cemento de fútbol cinco del barrio de Almagro o un sábado a la mañana en medio de un viento de otoño en Villa Crespo, pateando al arco o tomando una birra cuando el partido ya había terminado. Somos trabajadoras, docentes, historiadoras, sociólogas, politólogas, artistas, profesoras de educación física, comunicadoras, abogadas, artistas, bailarinas. Nos junta la pasión por el fútbol y nos encuentra el deseo por reflexionar sobre nuestras prácticas, sobre el juego, sobre nuestros espacios, nuestros derechos y nuestros cuerpos.

Por qué paramos también en las canchas. Por qué el fútbol es un terreno de disputa. Por qué nos ponemos los botines y marchamos. Nos preguntamos esto y las respuestas son anécdotas, reflexiones, poemas e historias que atraviesan nuestras vidas como amantes del fútbol.

Paremos la pelota

Porque todavía las pibas no llenamos las plazas de pelotas y de nosotras. Ni las canchas de 5. Ni menos las 7, 8 o 9. Ni los patios de las escuelas. Ni de arquitos de buzos las calles. Ni de transpiración nuestros cumpleaños. Ni hemos copado aún los medios. Ni las radios. Ni los diarios. Ni la tele. Ni los vestuarios. Ni las dirigencias de los clubes. Ni la de los equipos. Ni la del arbitraje. Ni tampoco los estadios grandes. Ni de jugadoras. Ni de tribunas. Ni de amor. Ni de feminismo. Ni de sororidad.

Paremos.

No vaya a ser cosa que la gilada piense que ya nos conformamos.

Andrea “Bebu” García

Colores, juegos y deportes sin género

Siempre me gustó mucho el fútbol. Desde que tengo recuerdos que veo partidos junto con mi papá. Ya sea desde la tribuna o mirándolo por tv, entre él y yo no hay diferencias.

Si existiera aquella ley que dijese que todes tenemos derecho a disfrutar el fútbol, podríamos asegurar que en lo que hace a la contemplación futbolística, la igualdad formal –según la cual todes somos iguales ante la ley– se cumple a rajatabla. Lo admiramos, sufrimos y gritamos por igual. Sin embargo, bien sabemos que la cosa es muy distinta si nos referimos a nuestra participación activa en este deporte.

Desde que somos chicas el patriarcado disciplina nuestros cuerpos, de manera física y también simbólica. En la escuela nos separaban (¿separan?) para jugar deportes. Tan absurdo como que los colores tengan género, es el hecho de que los juegos y los deportes también lo tengan. Con la excusa de que los niños tienen más fuerza, nos dividen y se nos excluye a las niñas de los deportes de contacto. Cuando lo queremos ver, cuando efectivamente lo vemos, ya nos retiraron: ya lo vemos desde afuera. Por esta exclusión que opera a través de diversas estrategias, la posición social real en la que nos encontramos las mujeres también en la cancha es de desigualdad.

Si existiera aquella ley que dijese que todes tenemos derecho a disfrutar el fútbol –ley que, cabe aclarar, estuvo-está-estará siempre vigente para toda persona fanática de este juego–, es evidente que no existe todavía igualdad material. ¿Por qué, sino, siendo futbolera desde que tengo memoria, tardé más de veinte años en tocar una pelota?

Paloma Dulbecco

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Con vehemencia y pasión

De chica me decían que era un varoncito, por cómo me vestía (prefería las remeras azules de mi hermano antes que los vestidos rosas de mi hermana) y por los juegos que jugaba. Me aburría rotundamente jugar con las muñecas y me encantaba jugar a los penales, usando las camas marineras. Jugaba a la pelota con mi hermano o me trepaba a los árboles con una amiga. En la escuela, jugaba carreras contra los varones y me encantaba sumar en una listita imaginaria a cuántos les había ganado.

Sabemos desde muy chicas que los lugares tenemos que ganarlos. Sí, suena como el orto, así se siente también. Pero la realidad demuestra que es verdad. Ya en la escuela, existe un lugar que está prohibido: el patio. Ese espacio lúdico tiene sus límites bien marcados. Los nenes tienen derecho a ocupar la cancha y las nenas mejor que se encuentren algún rincón donde jugar, por supuesto, a algún juego que requiera poco espacio. Qué osada aquella niña que quiera jugar a la pelota y ni hablar de aquella que quiera despojar totalmente a sus «dueños», aunque sólo sea por un rato, de ese rectángulo delimitado por barreras invisibles. Aprendemos desde muy chiquitas a disputar espacios, esos que los hombres creen tener apropiados. Las canchas de fútbol son uno de esos tantos lugares. Y aunque siempre supe que un color no te define como así tampoco los juegos que elegís, tengo que decir que de chica no pude ganar el patio. Me conformé con el rincón. Hoy, después de muchos años me paro en una cancha de fútbol y me la apropio, me adueño de cada centímetro, con vehemencia y con pasión, por todos esos años que me la negaron. La siento tan mía como siempre la sintieron esos nenes del colegio que en los recreos no me dejaban jugar con ellos.

Hoy no estoy sola rompiendo barreras invisibles, hoy somos un montón. Y nos paramos.

Paula Fumagalli

Como a los quince

A los veintidós años aprendí a patear una pelota. Se me cayó el orgullo de haber sido la primera piba que elegían en el grado cuando armaban los equipos. Yo no jugaba bien, jugaba bien para ser piba que es distinto. De ahí en más, mirar de reojo a los pibitos que a los cinco ya la pisan y amagan para qué lado van a salir. Admiración y bronca; yo a los cinco armaba policiales con mis muñecas y las tortugas ninjas que heredé de mi hermano.

Entré a trabajar de maestra, jugué al fútbol en la terraza con pibites de ocho que ahora tienen doce. Los devolví a sus familias rojos y transpirados, pero libres de gilada como que gol de mujer vale doble. Empecé a jugar con pibas mucho mejores que yo, entendí de asociaciones y posiciones en la cancha. Vi el mundial de Brasil con un entusiasmo que me era desconocido, me peleé con mi hermano menor para que en vez de bardearme, me explique. Volví a ir a la cancha, volví a tener ganas de saber todo sobre algo como a los quince, cuando me gustaba la música uruguaya.

Ahora llevo siempre la pelota bajo el brazo, porque hay conversaciones que ya no tengo ganas de tener. «A las mujeres no les llegan los corners al área porque tienen menos fuerza». Pelotazo a la cara. «Los maestros varones estamos muy ansiosos por saber si se va a pasar el mundial en la escuela». Pelotazo a la cara, de volea. «Mirá gordo, estas pibas juegan mejor que vos». Dejalo al gordo tranquilo, él no tiene la culpa de que hayamos vivido equivocadas y que jugar bien a la pelota no tenga nada que ver con tener pito.

Maia Slipczuk

Una camiseta de fútbol feminista

“Equipo chico” eran las dos palabras que más bronca me daban y lograban que saliera con los botines de punta a discutir. No importaba si era contra alguien que conocía hacía diez minutos o de toda la vida, en un cumpleaños, fiesta o almuerzo. Sentía que debía sacar todos mis conocimientos. Me aprendía los técnicos, las formaciones, el nombre y los mil sobrenombres de los equipos, jugadores, saber cuántas copas aproximadamente tenía cada equipo. Porque tenía que discutir con convicción, tenía que demostrar que era una mujer a la que le gustaba el fútbol, algo impensado para la mayoría de los hombres que desde los once años ya me ponían a prueba.

La primera vez que me sentí acompañada, segura de mis ideas y amor al fútbol, fue cuando dos amigas en la primaria me dieron el “sí” para juntar algunas chicas y armar un taller de fútbol femenino, después de hora. Ya no era la única queriendo aprender a cabecear y hacer jueguitos. Hasta llegaron a venir chicas de otra escuela. El deseo estaba, los lugares y posibilidades faltaban. La segunda fue cuando una amiga me propuso jugar al fútbol mientras nuestros papás hacían partido todos los lunes. Íbamos a hacer lo que nos gustaba, no importaba el entorno. Nosotras dos rodeadas de chicos cuatro, cinco y seis años menores, a los cuales les llevábamos más de dos cabezas.

La tercera fue cuando entré en la secundaria y una compañera era hincha del mismo equipo que yo. Ya no era la única que se sabía el número de cada jugador. La cuarta, cuando aceptó la invitación para ir a la cancha conmigo. Ya no estaba rodeada de mi familia futbolera, tenía una amiga para aprender las canciones y discutir sobre los jugadores que se vendían.

La quinta fue cuando descubrí el fútbol femenino por la tele, de casualidad. La sexta, cuando escuché a periodistas mujeres hablando sobre fútbol. Muchas veces me vi reflejada en ellas, cuando con quince años dejaba toda mi voz para dar mi opinión respecto al mal arbitraje del clásico.

Todas estas experiencias desembocaron en ponerme una camiseta. Pero no cualquiera, una camiseta de fútbol feminista. A la que defiendo con más convicción que a ninguna otra, de la cual no tengo que estudiar nada porque la vivo, la viví desde el día que pedí una pelota y me senté a ver el partido. Es una camiseta de lucha, de reivindicación, pero sobretodo de disfrute, de haber encontrado el lugar que me faltaba desde tan chica. De poder dejar de discutir qué equipo es más grande, porque ya no dudo que es el mío y el de todas las que se ponen los botines, saliendo a conquistar canchas y espacios.

Rocío Arias

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Mi mamá y Matilda también

Segundo año, agosto de 2017. Entro al aula y comienzo la clase. Matilda se sienta al fondo, al lado de Juana. En general, charlan y se ríen de temas que poco tienen que ver con la materia. Es un curso intenso y la clase cae en el último bloque de los viernes, prácticamente ya comenzado el fin de semana. Llega el momento de dar el tema “discriminación” y elijo poner un video de Mónica Santino, ex jugadora, directora técnica e impulsora de un proyecto de fútbol femenino en la 31. Como pocas veces, en el aula no se escucha más que el sonido del video. La veo a Matilda con los ojos bien abiertos, escuchando atentamente. Mónica habla del fútbol como metáfora de la vida, sobre cómo jugar durante su adolescencia no estaba bien visto, pero ella no se resignaba a ser espectadora, quería ser protagonista del juego. Habla también de este juego como un ejercicio de militancia, que habilita para muchas el hecho de darse cuenta que los momentos de ocio no tienen por qué ser privilegio masculino, que el trabajo de los cuidados no tiene por qué ser responsabilidad femenina. Cuenta también su lucha en la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), con la consigna “el libre ejercicio de la sexualidad es un derecho humano”. El aula explota de preguntas y a mí se me enciende el corazón.

Ese día, por primera vez, Matilda se me acerca. Quiere contarme que ella también juega y lo hace desde chica. Me hace pensar que las cosas están empezando a cambiar y que es más común lo que antes era rarísimo. Me acuerdo el orgullo que sentí cuando me contaron que mi vieja en la facultad jugaba a la pelota entre todos los varones. Hoy juego pensando que ella estaría orgullosa de mí. Porque como dice Mónica, jugar hoy es un acto de militancia. Es seguir abriendo un espacio que nos estaba vedado. Pienso entonces en estas pequeñas revoluciones y me acuerdo de una colega docente, que mientras discutíamos la implementación de la ley de Educación Sexual Integral (ESI), decía algo sorprendida: “Pero entonces hay que cambiarlo todo”. Si, queremos cambiarlo todo.

Paula “Pipi” Erijman

Machito que jugás a la pelota, te tengo una mala noticia

Es un lunes de enero, a la noche, calor del soportable, amigas, conocidas, desconocidas, música, botines, canilleras, pecheras, camisetas de equipos, camisetas improvisadas, tops, corpiños deportivos. Del otro lado del alambrado, los partidos del torneo de fútbol de verano organizado por las pibas. En eso estamos, cuando un grupo de varones se cruza con una jugadora en el pasillo y al pasar suspira con enojo: “Hasta esto nos robaron las mujeres”.

Esto.”Esto” y el mundo de posibilidades de la referencia del muchacho: ¿habla del fútbol? ¿De las canchitas? ¿Del club? Hasta. El “hasta” indica que hubo otros robos previos. ¿Qué otros robos incluye? ¿El voto? ¿La voz? ¿Algún que otro derecho civil? ¿La política? El espacio público. Al machista le molesta que ocupemos el espacio público y que no nos quedemos en nuestros ámbitos privados, domésticos. Es de las premisas del patriarcado: varones a la cosa pública, mujeres a la casa, a atomizarse.

Si hay algo que me marcó este 2018 fue la enorme masividad y transversalidad de las asambleas feministas. Mujeres que de su vida personal identifican los dolores que les produce el patriarcado y los traducen en organizaciones, consignas, dibujos y canciones.

Machito que jugás a la pelota, te tengo una mala noticia: no te estamos robando, estamos haciendo algo mucho más heavy. Estamos dando vuelta todo y creando una cosa totalmente distinta, en la calle, en la cancha y en tu vida. Otra cosa totalmente distinta, como el juego que juego yo hace algunos años en Mafalda. No se llama futbol a secas, se llama futbol feminista y anti patriarcal. Y es un golazo que cada vez ocupa más canchas.

Natalia “Rifle” Saralegui

Juanete Desastre

Ya son varias las noches que me desvelo buscando soluciones mágicas en internet y me levanto 6:30 AM para dar clases en un colegio con tres horas de sueño. Todo comenzó con la frase de mi jefa: “Tenés el pie deformado, el fútbol no es para cualquiera y menos para las mujeres”. Trato de convencerme de que su desaire proviene de la autoridad de su puesto y no del asco de quien se cree una princesa que mira a otra mujer no serlo, pero no hay caso. Tampoco quiero pensar en las cabezas de mis compañeras, mucho más grandes que yo, que afirmaron esa sentencia.

En la semana juego al fútbol tres veces por semana y los sábados voy a un torneo como otra gente va a misa. Con tanta insistencia en la cancha mejoré un montón y siento que el juego se pone cada vez mejor. Conocí a muchas pibas y todas son muy piolas, formamos una enorme comunidad del bien y descubrí las famosas ventajas de jugar un deporte en equipo. Por primera vez en mi vida me siento bien físicamente, mis pulmones pueden correr y mi cuerpo se siente más fuerte. Incluso empecé a usar el fútbol en mis clases de Lengua y ahora logro capturar la atención de más alumnos. Lo único malo es que la dureza de los botines y la frecuencia con la que los uso hicieron evolucionar a pasos agigantados el tamaño de mi juanete hasta convertirlo en algo paranormal.

Internet y un médico que consulté me dijeron que es mucho más común en las mujeres que en los hombres y que puede ser hereditario. En mi caso, todas las mujeres de mi familia lo sufren así que estaba destinado, no sólo por haber nacido en el bando con más números para la rifa sino que además soy tataranieta de esta desgracia. Encima no es el juanete común del dedo gordo, sino que está en el chiquito, en la cara externa del pie. Lo llaman “Juanete de Sastre”, pero a mí me gusta decirle Juanete Desastre. Es una bola enorme, un dedo más, que con su presión me rompe todos los zapatos y las zapatillas. No escuché ni un testimonio de post-operatorio que no haya visto las estrellas y, por eso, aplazo la operación.

A veces el dolor es tan fuerte que no pasa un segundo del día en el que no piense en él, es como un dolor profundo de muela pero en el pie. Sin embargo, nunca me tomé el día ni llegué tarde a clase y es por eso que me duele que me digan que el fútbol no es para nosotras. No entiendo qué hay de malo en correr para abrazar a una amiga que metió un gol o para evitar que le metan uno a mi equipo. Correr de un colegio a otro porque con uno no alcanza el sueldo o caminar rápido por las calles cuando volvemos de noche son ejemplos, que se me ocurren, que no son para nosotras.

Nuestra movilidad tiene que dejar de ser propiedad privada de los quehaceres de la casa o de la desigualdad de las condiciones de trabajo. No caben las categorías genéricas en el derecho de practicar un deporte ni en el uso del tiempo libre. El 8 de marzo salimos a la calle a exigir no solo la igualdad sino también el reconocimiento de la libertad de nuestros cuerpos. Esto incluye a nuestros pies que quieren patear una pelota cuando se les da la gana, a pesar de que a algunas mujeres no les parezca adecuado y muchos hombres lo crean un chiste. A la marcha voy con Juanete Desastre hasta que arda y el viernes, a primera hora, rengueo hasta el colegio para contarles a mi jefa y a mis compañeras cómo estuvo la movilización.

Noelia Pistoia

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Jugamos contra él

Ayer lo ví
Jugaba para él
“Estoy”, “paso”, “voy”
Una mano levantada en el segundo palo
Un gesto que anuncia mi diagonal
Nada. Era invisible
Por ahí, un pase al área
Primer contacto con la pelota
Levanto la vista. Ni el arquero
Sola contra el arco
Gol
Pasé de ser invisible a incompetente
Él parecía que le pegaba fuerte
Era preciso
Conmigo se disponía diferente
La cara se le transformaba:
De guerra a caridad
Me la jugaba, sí, claro
A un metro de distancia, por las dudas
Y cobraba foules en mi contra
Que en cualquier reglamento
De cualquier fútbol, en todas sus adaptaciones
Era una situación de juego
Totalmente legítima
Ayer lo vi
También antes de ayer, los viernes
Los días que empiezan con 1, años nuevos, marzos, noviembres
Dos décadas enteras, casi tres
Decidiendo qué
Cuándo, cómo, dónde
Acá, allá, así
Configurándome, configurándonos
A nosotras, las pibas
Que ahora, organizadas, jugamos contra él
Contra este patriarcado encarnado
Ni invisibles, ni incompetentes, ni débiles
Juntas, empoderadas
Dando patadas, metiéndola en el ángulo, o revoleando la pelota
Con nuestras cuerpas decimos basta
Paramos para hacernos grito
Ahora somos una en las canchas

Luz Aramendi

Al ángulo del patriarcado

¿Por qué dejar afuera a las mujeres del fútbol? No es inocente que sea justamente ahí (entre otros lugares) donde no quieren aceptarnos. Y es que el fútbol es símbolo de comunión, de compañerismo, de la suma de las partes por encima de un todo. Es el lugar en el que el más débil se fortalece y el más fuerte se baja del pedestal. Es donde la unión hace la fuerza. Por sobre todas las cosas, es un lugar donde no importa tu posición socioeconómica, tu historia, tu origen, tu color de piel. En la cancha, somos todes iguales y de eso sobran ejemplos en nuestra historia. El fútbol es todo eso y mucho más, ¿cómo van a permitir que nosotras les robemos la pelota, gambeteemos prejuicios y estereotipos sociales y se la clavemos al ángulo al patriarcado? Sin embargo, hay algo con lo que no cuentan y es que nosotras ya transpiramos la camiseta hace rato y no hay tarjeta roja que nos saque de esta cancha. El jueves paramos la pelota para que entiendan que de los tablones no nos bajamos nunca más y que nuestras gargantas ya no van a callar.

Anahí Zitare


Un partido que se juega en todo el mundo

Ella se ata los botines hasta sentir el dedo gordo contra el cuero. Ella se desajusta las zapatillas. Ella anda en patas. Se sube las medias con tres rayas blancas, se las baja, se las saca. Se pone canilleras, las revolea. Se venda apretándose fuerte el tobillo, deja el esguince en libertad, se acomoda la muslera. Ella, con short, con pantalón largo, con calza de colores, con pollera de tela liviana. Ella con la remera del equipo, con pechera transpirada por otras, con top deportivo, en tetas. Ella autopercibida, ella construida. Ella llega sobre la hora, cuarenta y cinco minutos antes porque es manija y obsesiva, después de la entrada en calor, cuando empezó. Se fuma un puchito antes de, prepara la botella de agua, se moja el cuello, toma un mate, empina la cerveza, muerde un limón. Ella está preparada. Ella levanta el pulgar. Ella está lista. Ella también.

El partido arranca.

El sonido de los bombos rompe el aire caliente. Las banderas flamean de cara al cielo. Los cantos son en cánon y reverberan ecos.

Hoy el partido no es en una cancha. Ni en una de pasto natural, ni de césped artificial, ni en un potrero de tierra seca, ni en una placita de barrio. Hoy el partido se juega en las calles, en la marcha. Se juega sin pelota. Se juega sin arcos. Se juega contra un rival enorme que no lleva número en la espalda, que tiene nombre y tiene mil caras. Se juega en caravana. Se juega abrazadas. Se juega con las manos en alto, con el puño cerrado, con lágrimas que caen desparejas, con purpurina en los párpados, con consignas de pintura violeta escritas en el cuerpo. Se juega con besos de labios y lenguas. Se juega con pañuelo verde. Se juega con el pecho de fuego, con la cara enrojecida, con la garganta abierta. Se juega en todos lados. En el mundo entero.

Analía Fernández Fuks

*Por el taller de escritura y lectura sobre fútbol “La música de los domingos” para La tinta

Palabras claves: feminismo, Fútbol Femenino, literatura

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