Protestocracia (carta abierta a quienes protestan)
La protesta social es uno de los fenómenos más complejos que atraviesa nuestra democracia contemporánea. Aquí analizaremos algunos argumentos que la cuestionan y, en especial, aquellos que la consideran un derecho político irreductible.
Por Tomás Allan para La Vanguardia
Uno de los tantos temas controvertidos que tiene lugar asiduamente en el debate público es el de la protesta social. Me interesa aquí inspeccionar (y contestar) algunas de las principales críticas que realizan “los que protestan la protesta” como dice Martina Kaniuka en un texto titulado Elogio a la protesta. Tal es así que analizaré algunos de los argumentos que se utilizan como base de las embestidas, por un lado, y como sostén de la resistencia, por el otro.
Siguiendo la línea que presenta para el análisis el doctrinario Roberto Gargarella (en obras como Carta abierta a la intolerancia y El derecho a la protesta: el primer derecho), algunas de las críticas que pueden identificarse se apoyan en: (a) que todos los derechos tienen un límite ; (b) que hay medios, lugares, modos y tiempos inapropiados; (c) que muchas veces incluyen violencia. Y agrego también: (d) que en cualquier lugar “normal” del mundo se procede a desalojar las protestas que conllevan cortes de calle.
Sobre límites, medios y más
La crítica que hace referencia a los límites de los derechos y la que refiere al carácter inapropiado de los medios (así como de tiempo, modo y lugar) para protestar, son corrientemente presentadas conjuntamente. ¿Por qué? Porque, generalmente, el método elegido comienza a tener rechazo cuando perturba la tranquilidad de los demás (como en el caso de los cortes de calle), es decir, cuando por el medio elegido se produce un choque de derechos, entre el derecho a peticionar o protestar, y el derecho a la libre circulación vehicular o el derecho a trabajar, por ejemplo.
Es en ese instante que se invoca el límite de los derechos (más precisamente constitudo por los derechos de los demás). Y es cierto, ningún derecho es absoluto. Pero, como dice Gargarella, eso no nos dice mucho: ante la colisión de derechos que se ha generado, ¿Cuál será el que se retire primero? ¿Quién decidirá? ¿Bajo qué criterio? ¿Por qué el derecho a peticionar debe ser el primero en ceder y no otros como el derecho a la libre circulación?
Nos encontramos entonces ante la tarea de jerarquizar derechos, a los fines de ver cuál prevalecerá. Para esto, el doctrinario establece su propio criterio, diciendo algo amparado por la jurisprudencia y apoyado por organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional: debe permanecer aquel derecho que se encuentre más cerca del nervio democrático o el corazón de la Constitución. Es decir, el derecho a peticionar (consagrado en el artículo 14). ¿Por qué motivo? Porque tiene que ver con las reglas básicas del juego democrático, entre las que se encuentra la libre expresión. El derecho a peticionar ante las autoridades configura un subtipo del derecho a la libertad de expresión.
Como bien sostiene Amnistía, es a través del ejercicio de la libertad de expresión que las personas tienen la posibilidad de expresar sus opiniones e ideas e incidir en las políticas públicas, relacionadas a asuntos que las afectan directamente. Es ahí donde cobra importancia la posibilidad de ejercer la crítica política, interpelando a las autoridades que se encuentran desempeñando un mandato o función, ¿o no es esto parte esencial del carácter representativo de la democracia?
Resignarse a concebir la democracia como un juego en el cual únicamente tenemos algún poder de influencia cada dos o cuatro años es aceptar una concepción muy escueta de lo que puede y debe ser la democracia. Así como ningún derecho es una carta en blanco para hacer lo que se quiera con él sin límite alguno, tampoco lo es el mandato que le otorgamos a nuestros representantes, y menos aún el que reciben otros funcionarios de manera indirecta (como los ministros). Por eso el tan importante rol que juega la protesta en un sistema de democracia representativa.
Así lo ha manifestado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su Informe Anual (2015), en el capítulo referido al uso de la fuerza por parte de los Estados. Dice allí que estos se inclinan rápidamente a deslegitimar la protesta social por afectarse, por ejemplo, las vías de tránsito, “desconociendo la importancia de los derechos de expresión y petición en juego y su estrecha relación con la democracia”.
Y agrega algo por demás interesante, al sostener que “el uso del espacio público que hace la protesta social debe considerarse tan legítimo como su uso más habitual para la actividad comercial o el tráfico peatonal y vehicular”. Es más: ordena implementar mecanismos y procedimientos adecuados para garantizar que la libertad de manifestar pueda ser ejercida en la práctica. Todo esto en abierta oposición a la limitada concepción de democracia manifestada por ejemplo por la Cámara de Casación Penal en el paradigmático caso Schifrin (2002).
Por lo demás, es lógico que en sociedades en las cuales no abundan los canales institucionales para que la ciudadanía tome control directo en los asuntos públicos, o tenga una incidencia directa en el proceso de toma de decisiones, o al menos se prevean instancias eficaces de diálogo, sucedan estas cosas. Si los canales institucionales se encuentran bloqueados, probablemente las peticiones se expresen por vía extra-institucional (las calles, por ejemplo). Como también es entendible (y de hecho es de esperar) que en países con grandes niveles de pobreza y desigualdad, violencia social generalizada, y derechos humanos violados sistemáticamente, se vean protestas sociales de gran magnitud y con tanta frecuencia. Pasado al criollo: mirá si no habrá cosas por las cuales protestar en estas tierras. Es por eso que debemos tener especial tolerancia y prestarle especial atención a aquellas protestas que exigen la satisfacción de derechos fundamentales, como pueden ser necesidades básicas sin cubrir.
En tal sentido, el derecho a la protesta no sólo representa un valor en sí mismo, sino también un medio por el cual los individuos pueden asegurar la protección de sus otros derechos. De ahí su gran poder.
A su vez, con respecto a los medios apropiados o inapropiados, debemos tener en cuenta las posibilidades reales de las personas y grupos que peticionan para poder expresarse. Como bien sabemos, no todos tienen la posibilidad de pagar un espacio en un canal de televisión o de radio, o bien en internet (y mucho menos de hacer lobby que, podríamos entender también como una forma de comunicar demandas) para hacer llegar sus pedidos o comunicarle algo al resto. No basta, como bien dice Gargarella, con tener otras alternativas posibles al corte de calle para poder reprochar esa conducta. Para eso es necesario que existan alternativas razonables por medio de las cuales los peticionantes puedan eficazmente hacer llegar sus demandas y además obtener una respuesta certera (¿qué sentido tendría para grupos abiertamente discriminados, expresarse y ya, sin ningún tipo de respuesta contundente para solucionar el problema?).
Suele suceder que los reclamantes deciden proceder a una medida de fuerza (paro, corte de calle) luego de agotar varias instancias de diálogo. Si los funcionarios a los que acuden no los escuchan, o convierten los pocos canales institucionales en meros formalismos ineficaces, es lógico que recurran al corte de calle como única forma efectiva de llamar la atención; de salir del estado de invisibilización. Por su parte, la subestimación de las deficiencias que este proceso previo tiene contribuye en gran medida al cuestionamiento y rechazo de una posterior medida de fuerza.
Por supuesto que no es deseable el nivel de conflictividad social que hoy por hoy germina en torno a las protestas y la frecuencia con que lo hace. Y si bien podemos aspirar a regular el tiempo, lugar y modo de la protesta, estableciendo ciertas pautas a los fines de generar menores molestias al resto de las personas, intentando armonizar los derechos en tensión, debemos proceder con estricto cuidado, en procura de que esta regulación no afecte la protesta de modo tal que la torne obsoleta o que desnaturalice su propio fin. Ningún sentido tendría protestar a las tres de la mañana o en un lugar inhabitado, por poner ejemplos burdos.
En el documento “El derecho a la protesta social: posición de Amnistía Internacional”, esta organización sostiene respecto a este punto que, si bien las huelgas, cortes de ruta, copamientos del espacio público e incluso los disturbios que se puedan presentar en las protestas sociales pueden generar molestias o incluso daños que es necesario prevenir y reparar, “los límites desproporcionados de la protesta, en particular cuando se trata de grupos que no tienen otra forma de expresarse públicamente, comprometen seriamente el derecho a la libertad de expresión”.
La violencia y el anhelo de normalidad
Otro argumento frecuentemente escuchado para deslegitimar la protesta social: el que impugna el uso de la violencia. A diferencia de los otros, éste representa quizás un mayor grado de tolerancia. Es decir, no se manifiesta un cuestionamiento respecto de la protesta en sí, siempre y cuando no haya actos de violencia. El problema está cuando por la violencia de algunos se impugna la protesta en su totalidad (perjudicando al resto de manifestantes pacíficos), o cuando actos de violencia aislados nos distraen de lo verdaderamente importante: el contenido de la protesta.
Por su parte, no debemos esperar a que no haya más actos de violencia para empezar a valorar su contenido. Siempre pueden suceder y posiblemente sigan sucediendo. Ello es así por la propia naturaleza de la protesta social masiva: decenas, cientos, miles o incluso cientos de miles de personas, que concurren voluntariamente al espacio público en busca de hacer valer sus demandas. Generalmente no vemos, ni podemos exigir tampoco, una coordinación perfecta de semejante movimiento. ¿Qué culpa tiene “María” de que “Pedro” haya provocado desmanes a cien metros de su posición, cuando su voluntad poco tenía que ver con eso? Es fundamental comprender la naturaleza del fenómeno para evitar caer en la absurda costumbre de impugnar un movimiento entero por hechos aislados de violencia, subordinando su validez a lo que una minoría pudiera llegar a hacer.
Es posible también que más de una vez haya burocracias intentando sacar algún rédito personal de esta dudosa legitimidad, que es otra de las críticas que se realizan. Pero ese tipo de imperfecciones o irregularidades no puede obnubilarnos ni desenfocarnos, llevándonos a anular los legítimos pedidos de base que hay detrás; ni debe impulsarnos a promover la criminalización como respuesta, cuando es mucho más fructífero una política de diálogo y apertura a las tantas demandas que se presentan en sociedades con tamañas deficiencias en materia de satisfacción de derechos básicos, como son las latinoamericanas en general y la argentina en particular.
También sucede que los Estados proceden a realizar detenciones y/o disuasiones masivas en vez de identificar individualmente a quienes realizaron los actos de violencia. En ese sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos sostuvo que “una detención masiva y programada de personas sin causa legal, en la que el Estado detiene masivamente a personas que supone podrían representar un riesgo o peligro a la seguridad de los demás, sin indicios fundados de la comisión de un delito constituye una detención ilegal y arbitraria”. En tal sentido, la CIDH recomendó a los Estados abstenerse de dicha práctica.
Para terminar, respecto al argumento de la normalidad, por lo general lo vemos expresado vulgarmente cuando se dice que “en cualquier país serio o normal las fuerzas de seguridad no duran ni dos minutos en desalojar las calles ocupadas por protestantes”. Este argumento cae tan rápidamente como aparece, ni bien advertimos su criterio. Quiero decir, cuando valoramos una conducta, a los fines de establecer si es adecuada o no, por lo general lo hacemos en términos éticos, tratando de hacer un trabajo reflexivo que nos permita encontrar principios para tomar postura y decidir sobre su justificación o no. En cambio, este argumento acude a una comparación: justifica una conducta (en este caso, la represión de la protesta) a partir de lo que otros hacen ante la misma situación.
Supongamos que mañana se extiende una oleada neofascista por todos esos países “serios”, en donde democráticamente son elegidos gobiernos de esa índole. ¿Eso lo torna automáticamente justo, siquiera razonable, para aplicarlo en nuestro país? No podemos justificar la agresión a “Pedro” basándonos en que “Juan” también lo agrede. No creo que lo más acertado sea seguir ese criterio, sobre todo cuando hay otros mucho más interesantes para atender. Sin mencionar la generalización que se hace sobre una cantidad de países que posiblemente no conozcamos en profundidad y sin evidencia empírica consistente.
Las críticas aquí presentadas son sólo algunas de las realizadas a la protesta social en general y a sus variaciones en particular. La tendencia en el ámbito de los derechos humanos (y esto puede constatarse también en la producción de más órganos, como el Comité de Derechos Humanos, el Consejo de Derechos de Derechos Humanos, entre otros) promueve no sólo a no rechazarla sino a cuidarla, entendiéndola como una herramienta fundamental de nuestro sistema democrático. Más aún cuando se trata de personas o grupos que sufren vulneraciones a sus derechos fundamentales, o que pueden verse permanentemente excluidos, o tener dificultades para expresarse por otro medio más idóneo o eficaz, o todo eso junto. Es esto lo que amerita una especial tolerancia y una aguda atención y cuidado al trasfondo de cada uno de estos reclamos.
*Por Tomás Allan para La Vanguardia / Fotografías: Colectivo Manifiesto