A mover el culo
Por Marta Dillon para Página/12
El anuncio lo hizo el boliche Cocodrilo, panal de la farándula nocturna que suele animar programas de chimentos, ahí donde van a libar figuras cuyo mérito para que conozcamos sus nombres no está del todo claro; valga para ejemplo el de Jacobo Winograd, aunque seguramente hay otros que ahora no llegan a la memoria. “Adiós al caño” publicaron en sus redes, para “no crear una idea de cosificación del género femenino y en concordancia con el colectivo #NiUnaMenos”, como si este hubiera sido alguna vez un reclamo del colectivo. Por supuesto es una estrategia de venta de su próximo espectáculo que ya se anunció circense y con todos los condimentos de “nivel Revisteril” (sic para la mayúscula), nivel un poco romantizado cada vez que se evocan los shows de revistas de décadas más que pasadas y que siempre, pero siempre, incluían avivadas de los capo cómicos sobre las bailarinas que muy pocas veces salían del registro del adorno.
Pero sin entrar en las críticas de qué significaría el nivel revisteril, lo cierto es que el anuncio de Cocodrilo parece más un chiste de mal gusto que una acción destinada a evitar la cosificación de las mujeres. ¿Y si ellas quieren seguir bailando en el caño? ¿Y qué se hace con las decenas de miles de clases de baile en el caño que proliferan en los gimnasios? ¿Ahora vamos a tener que convencer a todas las que aprendieron acrobacias aéreas que eso debe ser eliminado porque así se cosifican?
— OMAR es COCODRILO (@omisuarez) 30 de octubre de 2017
Cosificación, habría que aclararle a los dueños del boliche, es quitar subjetividad y convertir en cosa, objeto sin identidad ni voluntad propia a una persona. ¿Habría que entender entonces que las bailarinas que se trepaban al caño lo hacían obligadas para poder conservar su trabajo? Una aclaración del mismo local sobre el sostenimiento del trabajo “en blanco” de las que ya no mostrarán sus habilidades en altura podría ayudar a inferir esto. Si no se tratara de una evidente estrategia de marketing, podría leerse el anuncio como una salida apurada, puritana y prohibicionista a una turbulencia social que convirtió a una pintada clásica en las marchas feministas en brevísima crónica de época: “el miedo está cambiando de bando”.
Aun sin suscribir la literalidad de la consigna –no se puede reducir a eso una frase que puesta sobre las paredes habla más de la manada que desafía en conjunto esa advertencia que siempre iba dirigida a las mismas, a las que se reconocen en femenino, de no salir de noche, de no aventurarse a perseguir su deseo, de llevar las piernas siempre cerradas…–, ni tampoco creer qué hay bandos bien definidos; es cierto que, al menos, el miedo está fluyendo desde el lado de las victimas de abuso hacia sus victimarios, que la voz de unas vierten su potencia en las de otras y a los acusados no les queda otra que ponerse en la vereda del miedo. Ya no hay vacas sagradas, ni el comunicador estrellado del macrismo espiritual Ari Paluch, ni Kevin Spacey al que también le llegó el disciplinamiento o Dustin Hoffman cuya foto estuvo esta semana en todos los diarios también acusado de abuso.
Pero ¿por qué poner límites a los abusos o denunciar la cosificación de las mujeres –que mucho más que en el baile del caño se ve sobre todo en la ausencia de voces femeninas a la hora de opinar en los medios de comunicación, por ejemplo, sobre todo en los diarios hegemónicos– tiene que implicar una salida puritana? Tomemos lo de Cocodrilo como ejemplo de banalidad, no es el único, hubo otros más graves, como prohibir los avisos de oferta sexual como si así se terminara con la trata. O penalizar a quienes se reivindican como trabajadoras sexuales como si en ese acto de voluntad y emancipación estuvieran obligando a alguien más a ser prostituidas o, peor, compradas y vendidas como objetos.
Digámoslo, mover el culo no es sólo responder a los deseos de los otros ni convertirse en una cosa. Mover el culo, treparse en un caño, exponer el cuerpo también pueden ser actos de libertad en los que no están implicados otros consumidores. Actos políticos a veces, deseos personales otras, expresiones de libertad frente a los deber ser que se imponen cotidianamente sobre todo a las mujeres, pero también a las travestis, a los gays, a los trans, a cualquiera que no quepa en la manera correcta de encarnar los cuerpos para ser perfectamente legibles según las normas heterosexuales y patriarcales de comportarse.
Sobre el final del Encuentro de Mujeres en Resistencia tomé improvisadamente unas clases de twerking, la que fue mi docente, odiando no estar en mini short para hacer una demostración acorde a sus habilidades, me dijo que siempre había tendido a taparse el culo porque el suyo estaba calificado como muy grande, que aprender a moverlo fue un desafío, darle vida; dejar que la carne trémula se bambolee fue algo parecido a encontrar un poder del que antes se avergonzaba. He ahí una señal para entender de qué se trata la cosificación: de creer que todas tenemos que entrar en los mismos talles infantiles que se nos proponen, como si estuviéramos seriadas, como si fuéramos muñecas, cosas.
Fue muy poco lo que aprendí de esa manera de bailar meneando las cachas, pero lo que es seguro es que me divertí en grande y que me encantaría tener la suficiente conciencia de mi cuerpo como para poder mover por separado las tetas y las caderas y que todo eso suceda al ritmo de la música.
El problema no es el caño –y voy a insistir, jamás salió del colectivo Ni Una Menos nada parecido a pedir que se lo censure–, el problema en todo caso es dar por supuesto que si una mina se sube al caño quiere decir que su cuerpo está disponible para deseos ajenos. El problema es pensar que al caño sólo se pueden subir minas jóvenes y siempre minas y siempre flacas –si son gordas, la acrobacia pasará al terreno de la proeza o la valentía; qué fiaca moral.
¿Por qué no dejan el famoso caño para que se suba quien quiera?
El problema no es ni la abundancia ni la ausencia de carnes, el problema no es ser mujer, no es ser piba, no es ser trava, no es ser lesbiana; no es la ropa ni la hora en que andes por la calle, ni la compañía ni la cantidad de alcohol o lo que sea que consumas en sangre. El problema es que nos expropien de nuestras decisiones, por la fuerza o por el juicio moral. El problema es ver antes el molde en que debe entrar una mina antes que a una mina.
El problema, como siempre, es el patriarcado.
*Por Marta Dillon para Página/12.