La sociología no se mancha

La sociología no se mancha
20 octubre, 2017 por Gonzalo Assusa

A partir de la nota de Florencia Benson en Panamá Revista, Gonzalo Assusa sostiene aquí que la vida de las prácticas sociológicas siempre fue más compleja que la representación en donde un grupo de técnicos armados tan sólo de una tabla de contingencia estadística, pueden hallar una ley de gravedad social que prediga el comportamiento humano.

Por Gonzalo Assusa para La Tecl@ Eñe

¿Ya no existen tipos de votantes? ¿Vamos hacia un tiempo en el que cada quien elige su candidato como elegimos el tipo de cereal que más nos gusta en la góndola de supermercado? Hace algunos días Florencia Benson escribió en Panamá Revista un acta de defunción. Las viejas categorizaciones de votantes como predictivos fieles del comportamiento electoral –sostuvo- ya no sirven para interpretar la dinámica política de nuestros días. Desde el primero al tercero de los mundos, la mera búsqueda de una coherencia entre las prácticas sociales (trabajo, consumo, creencias y elecciones políticas) parece ser un pleno anacronismo.

Pero en el fondo no hay luto posible si nunca hubo vida coherente tal como la imaginamos: la vida de las prácticas sociológicas siempre fue más compleja e intrincada que aquella representación en donde un grupo de técnicos sociales armados sin más que una tabla de contingencia estadística pueden hallar una ley de gravedad social que prediga el comportamiento humano.

Manzanas y peras

De más está decir que la problemática difícilmente pueda negarse. Desde las elecciones presidenciales españolas, pasando por el Brexit en el Reino Unido, el referéndum por la paz en Colombia, las elecciones presidenciales de EEUU y las victorias de la derecha en las últimas elecciones argentinas, las consultoras –amigas y ajenas, domésticas o internacionales- han errado con una sistematicidad que no se le perdonaría a ningún delantero que se precie de sí mismo. El lugar de los sistemas electorales, los indecisos, los muestreos, los sesgos, las interpretaciones y tantas otras dimensiones han sido revisadas, pero el golpe lo ha acusado la más encuestadora de las ciencias sociales según la caricatura capusottiana: ¿La sociología ya no tiene nada para decir? ¿Ya no tiene datos para dar? ¿Era cierto la utopía neoliberal: los individuos se han vuelto tan individuales que no les cabe clasificación ni agrupamiento alguno que no sea la mera singularidad irrepetible?

El primer y más importante problema en el razonamiento del texto de Benson -y de muchos otros que han asumido la difícil tarea de dar cuenta del nuevo mundo del Big Data en la hipermodernidad contemporánea- es que confunden dos dimensiones sociológicas distintas en una misma noción. La idea de “categorías de votantes” ata, por un lado, la condición social (de bajos o altos ingresos, mujer o varón, joven o viejo, etc.) y sus tomas de posición política (votante del peronismo, votante del radicalismo, votante de la derecha, votante en blanco, etc.). Y esta confusión no se justifica.

Alguna vez tuve una discusión acerca de si la condición de mujer era una razón más para desear la victoria electoral de Hillary Clinton por sobre Donald Trump. Mi argumento era que la de “mujer” es una condición sin lugar a dudas subalterna, desprotegida y violentada, pero que bajo ningún punto de vista implica un compromiso per se con una postura progresista ni democrática. Por un lado, además de mujer, Hillary es blanca, rica y liberal. No me atrevo a decir que está comprometida con los principales hilos de la sociedad machista, pero podría estarlo sin cortocircuito alguno. Es más, podría ser mujer, negra y representar lo más rancio de la derecha estadounidense como Condoleezza Rice.

Lo mismo nos cuesta digerir en nuestro país por la frustración de no encontrar confirmación alguna del mito del pobre progresista. Esa sorpresa que nos envuelve los últimos años cada vez que la derecha triunfa en los distritos más pobres sólo se comprende si se asume el presupuesto que confunde condición con acción: si es pobre debería ser peronista/progresista/solidario/de izquierda. Pero ese pensamiento tiene poco o nada de sociológico, porque el punto de llegada de su sorpresa es justamente el punto de partida de la explicación sociológica: los arreglos entre condiciones sociales y tomas de posición son históricos, construidos políticamente y cambian con el tiempo. Cualquier otra expectativa es pereza intelectual.

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Foto: Colectivo Manifiesto

Manzanas verdes y rojas

Un segundo problema es que las condiciones sociales son mucho menos homogéneas de lo que desearían los consultores y los interpretadores compulsivos de encuestas. La expectativa es encontrar que la clase trabajadora argentina (clases populares, para los más técnicos; pueblo, para los más peronistas) vota, si no unívocamente, al menos masivamente a un candidato o un partido. Y allí la sociología tendría una razón de ser: la de predecir un futuro que ya todos conocemos.

La cuestión es que esos “sectores populares” –que según Pablo Semán son más de la mitad de la población, engloban en los deciles de ingresos más bajos a los trabajadores manuales calificados y no calificados, asalariados y cuentapropistas, y suelen autodefinirse como “laburantes” a secas- tienen condiciones tan disímiles como es posible en nuestra sociedad. Allí entran los preocupados por las paritarias de marzo para recuperar algo del salario perdido como los docentes; los trabajadores de menor calificación pero con sueldos elevados preocupados por quitarse de encima la presión del impuesto a las ganancias como muchos empleados municipales, camioneros e industriales; pero también están los trabajadores autónomos que no ven en las paritarias beneficio alguno; y también los trabajadores informales cuyos recursos corren casi siempre en paralelo a las instituciones del trabajo registrado (Asignación Universal por Hijo, subsidios a los servicios públicos, becas de estudio, etc.).

En Comodoro Rivadavia un trabajador de calificación operativa en el petróleo gana un monto muy similar a un abogado o un médico promedio en esa ciudad. Alejandro Grimson y Brígida Baeza cuentan que esto no impide que el abogado trate al petrolero como alguien inferior, con vicios y falta de valores, que evite mezclarse con ellos, asistir a los mismos lugares y compartir los mismos consumos ¿Las categorías sociales no importan? ¡Claro que importan! Porque los individuos hacen de todo para que importen, aun cuando no todas las expectativas predecibles se cumplan al pie de la letra.

Dicho esto ¿Quién puede sostener con seriedad la expectativa de que todas estas fracciones -con condiciones tan disímiles entre sí pero que comparten la condición de vender su propia fuerza de trabajo para sobrevivir- deberían poseer una sola y monolítica orientación político-electoral? Las necesidades, las organizaciones, las demandas y las percepciones de todos estos sectores son radicalmente distintas entre sí, y todo esto antes de incorporar en el análisis el grind and mix de los principales medios de comunicación sobre qué conviene a quién y por qué.

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Foto: Colectivo Manifiesto

Manzanas imaginarias

Un tercer problema es que hay grupos que sólo existieron alguna vez como tales en la cabeza de los sociólogos vendedores de estadísticas a los medios de comunicación. En el último tiempo hubo muchísimas reflexiones sobre el lugar del “voto joven” en la seguidilla de derrotas electorales progresistas en todo el mundo ¿Los jóvenes rebeldes pagan los platos rotos de los viejos de derecha en Europa? ¿Qué pasa con los jóvenes que no pueden cambiar el mundo como los adultos esperamos que lo hagan? ¿Es culpa de la apatía millenial? ¿Qué sucede con la edad que siendo tan numérica y ordinal no nos permite predecir el comportamiento humano como debiera?

La edad -sostienen desde Bourdieu a Lenoir y Thévenot- tiene todas las ventajas del indicador perfecto: producto de la naturaleza, con una escala prefijada sin intervención del investigador, variable numérica por excelencia. Pero no es tarea del sociólogo trazar los límites entre las clasificaciones etarias (niños, jóvenes, adultos y viejos). Más bien se trata de comprender quiénes, cómo, por qué y en qué contexto utilizan la edad para interpelar políticamente a un colectivo.

Las generaciones son mucho más que los meros escalones de la pirámide demográfica, así como la división sexual del trabajo y el sistema heteronormativo es mucho más que los lados izquierdo y derecho de la misma pirámide. Si en determinado momento del tiempo una generación se vuelve tal es porque un conjunto de experiencias compartidas las marca en su identidad. Esto sucedió con la vivencia de la última dictadura en el país, con el retorno a la democracia, con la resistencia de los noventa y con el estallido del 2001, por nombrar sólo algunos de estos hitos generacionales. Pero estas experiencias no reducen la realidad a una sola variable (la edad): además de pertenecer a generaciones, las personas (y las personas-votantes) siguen siendo al mismo tiempo varones o mujeres o algo más, universitarios o expulsados del sistema educativo, del campo o de la ciudad, ricos o pobres, de Buenos Aires, de Santa Cruz o de Jujuy. Es muy común, por ejemplo, leer a sociólogos que no conocen de la existencia de los “sectores populares” por fuera de La Matanza, pero también por eso se sorprenden cuando caen en la cuenta de que no todos los pobres eran peronistas como ellos creían.

Los jóvenes de los setenta –esos que imaginamos con gamulán, autodeclamados comprometidos con la realidad política, masivamente volcados a la opción revolucionaria- además de jóvenes eran –muchos de ellos- de clase media o clase alta y universitarios ¿Acaso no existían jóvenes obreros, conservadores, de derecha o sin compromiso político en la década de los setenta? ¡Claro que sí! Y probablemente fueron más numerosos que los de izquierda, pero nunca se volvieron tan visibles ni activos como grupo en sí mismo.

¿Acaso nuestra juventud es exclusivamente camporista y tomadora de escuelas? Si creemos que la base electoral del kirchnerismo es la “juventud” a secas olvidamos que el PRO tuvo una juventud movilizada desde sus inicios, con las universidades de elite de CABA y el Newman como centros de reclutamiento, y que esa juventud le aportó mucho más que una base electoral: le proveyó un modo de operar, comunicar, twittear y construir políticamente muy característico. En resumidas cuentas: o adjetivamos socialmente la juventud –y miramos más que una de sus aristas- o usamos palabras vacías de contenido y no decimos nada.


El luto sociológico no es más que el lamento nostálgico por un tiempo en el que las constelaciones de condiciones sociales y prácticas políticas fueron más sencillas de leer, porque en aquel momento fuimos capaces de dotarlas de sentido. El problema es que si condiciones y acciones coincidieran siempre de manera mecánica esa sería la verdadera muerte de la sociología: allí efectivamente un analista de big data podría desterrar para siempre a los sociólogos de su oficio. Pero las constelaciones se mueven, y la sociología se mueve con las constelaciones.


Como dice el personaje de ciencia ficción de la novela de Juan Incardona: “Te lo explico. Yo paso casi todo el tiempo en el campito. Para ubicarme, siempre miré las estrellas. Jamás necesité otra cosa. No hay como el cielo para que el hombre sepa en qué lugar de la tierra tiene los pies. Pero ahora este método ya no sirve más, porque las constelaciones se están desfigurando, por cuestiones políticas”.

El asunto es que si viejos y nuevos candidatos no fuesen capaces de tocar las fibras sensibles (en sociología le podemos llamar estructuras del sentir) de distintos sectores de la sociedad -y del electorado-, los grandes datos de big data sólo nos proveerían de una montaña de coordenadas que no sabríamos cómo ordenar, en qué parte del mapa ubicar y hacia dónde enfilar para llegar a destino.

Plantar manzanos otra vez

Probablemente el luto termine cuando dejemos de buscar esas distribuciones –de personas, ingresos y votos- que nos ayuden a hacer lo que en sociología llamamos “reducción de la contingencia”, y que en este caso nos permitiría terminar con la angustia disciplinar. Hay que dejar de buscar la forma de que los datos nos digan lo que queremos escuchar: que los jóvenes votan al progresismo y los viejos a la derecha; que los pobres votan al peronismo y los ricos al PRO; que lo hicieron siempre y que lo seguirán haciendo.

Pero ¿Qué sucede si las categorías de votantes siguen existiendo, sólo que modifican sus prácticas cuando cambia el contexto económico y político? En 2003 buena parte de las familias sostenidas por obreros industriales recibían transferencias de ingresos o ayudas en mercadería, y necesitaban vender parte de sus pertenencias para llegar a fin de mes. Doce años después, con una tasa de desempleo que se redujo a menos de la mitad, las mismas familias pagan ganancias, sufren inflación –porque sus alimentos no los reciben en “cajas” sino que los compran en los supermercados- y tanto tecnología como indumentaria –a las que aspiran sin pudor de clase- les resultan demasiado caras en el país ¿Y esperamos convencerlos con la misma retórica? Ni los miedos son los mismos: en el 2003 la amenaza del desempleo y el desbarranco de clase; en el 2015 la presión fiscal y que “el Estado se quede con lo que es de uno”. No hace falta ser sociólogo para percibir este cambio: cada vez que González Fraga abre la boca en un medio de comunicación es para hablar de esta transformación contextual.

Las figuras sociales que se delinean en los artículos de Martín Rodríguez y Pablo Semán son, a mi entender, categorías sociológicas muy potentes para interpretar los comportamientos electorales y romper con las expectativas del sentido común: el afrikáner argentino –ese pequeño empresariado aventurero, “liquidador de sueldos”, que aparece en boca de todos con la sigla PyME pero que muy pocos conocen en carne y hueso-, el moyanismo social –las capas industriales y calificadas de las clases populares, los “trabajadores meritocráticos” que le “quitaron” su voto al kirchnerismo- y el pobretariado –los trabajadores informales, asistencializados, marginales del mundo popular que en el revanchismo de clase se identifican como “choriplaneros”- son, sin duda, clasificaciones que permiten observar que las regularidades estadísticas efectivamente existen y que las categorías sociales detentan una vitalidad indudable. Lo que hay que abandonar es la ilusión de que estas regularidades se mantengan inoculadas en el tiempo.

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Foto: Colectivo Manifiesto

¿Es posible que el moyanismo social siga votando con la misma lógica? En la era del “que se vayan todos”, los vagos improductivos pueden haber sido identificados con los ciclistas financieros y la Alianza, mientras que el discurso productivista de la economía real, la recolectivización de las relaciones laborales y el crecimiento del empleo de Néstor y la primera Cristina –con sus spots escenificados en grandes astilleros y talleres industriales humeantes- fueron escuchados por esa fracción cuya vida hace centro en el trabajo (en su necesidad, en sus potencialidades, en su cuidado, en su moral).

En un escenario post-2011, si no de vacas gordas, al menos de vacas rellenitas, para los trabajadores meritocráticos los vagos ya no se encontraron arriba sino abajo, y demasiado cerca del propio piso: esas huestes del conurbano beneficiadas por la ampliada y vigorosa política social del kirchnerismo, pero que no consolidaron posiciones basadas en medios “propios”. Promiscuamente cercanos con la ayuda de tanto plan social y tanto regalo estatal que nunca fue –ni antes ni ahora- lo que convencía a la fracción del “moyanismo” -tan caro a “no deberle nada a nadie”- de optar por una u otra oferta política.

Es por lo menos una paradoja sociológica que la actual base electoral de Unión Ciudadana se haga fuerte entre los más pobres y más precariamente prendidos a la estructura social (pobretariado), mientras que encuentra su rechazo más consolidado entre los económicamente más beneficiados en su modelo (al menos en el mundo popular): los trabajadores manuales calificados del moyanismo social. Para esas paradojas la sociología también tiene nombre: le llama consecuencias no deseadas de la acción social. Pero –de nuevo- eso no significa que las categorías sociales no sirvan para pensar.


Es claro que la distribución del ingreso no es lo único que juega en el juicio electoral: la inflación y su engaño, la inseguridad y la indignación contra la corrupción corroyeron como termitas las bases de sustentación legítima del anterior gobierno y su articulación política. Pero ¿Hubo realmente un cambio ideológico en Argentina post-2015 como sostiene Florencia Benson? ¿Eso significa que hubo un viraje previo hacia la izquierda durante la primera década del siglo? Para desencanto progresista y encanto funcionalista, la estabilidad de los patrones culturales es fuerte incluso en contextos de crisis: hay valores y sentimientos encarnados en amplios sectores de la sociedad que no son tan líquidos y efímeros como Bauman y sus repetidores de best-sellers quieren creer.


Lo que sucede es que, al menos desde 2003 a esta parte, se transformó la estructura social (algunos desempleados e informales accedieron a empleos registrados, pero sobre todo muchos de los trabajadores de calificación operativa mejoraron sus ingresos y sus condiciones de vida en general), cambiaron los principales elementos del proyecto político gobernante y, con ellos, cambiaron las capacidades de unos y otros partidos para encarnar y activar estas fibras sensibles de la sociedad.

Suponiendo que todo lo anterior no importa y que la verdad se reduce a la famosa frase de “es la economía, estúpido”: aun así, la paradoja se basa en una creencia en la lógica del “voto con el bolsillo”, cuya inconsistencia en los últimos días se ha dado en llamar “voto aspiracional”: si en el 2015 estaban mejor que en el 2003 ¿Por qué votaron a Cambiemos? ¿Por qué traicionaron a su clase? ¿Por qué fueron contra sus propios intereses? Y si en el 2017 están algo peor que en el 2015 ¿Por qué votaron nuevamente a Cambiemos? Las claves de la búsqueda de respuestas están inscriptas en las preguntas mismas. Si estaban mejor ¿Por qué los votaron? Justamente ¡Porque estaban mejor! Es decir, estaban en otras condiciones, para las cuales no es necesario repetir práctica, pensamiento y elección (“equipo que gana no se toca” sólo vale para el fútbol). Eso no indica que las “categorías” sean inútiles para explicar el comportamiento electoral, sino que a las condiciones sociales hay que medirlas y conocerlas bien, en tiempo y en forma. Y si en 2017 estaban algo peor ¿Por qué votaron nuevamente a Cambiemos? Porque el último gran error del argumento anti-sociológico es pensar que todos los ciudadanos deberían comportarse como sociólogos profesionales y conocer la propia ubicación exacta en la estructura social basados en datos estadísticos. “Estar peor” o “estar mejor” no se trata sólo de curvas en el Índice de Gini, y en un país en donde las encuestas muestran que cerca del 80% de la población se considera a sí misma de clase media, deberíamos saber que una explicación como la del “voto con el bolsillo” tiene que incorporar al menos como factor el modo en que entiende cada uno las dimensiones relativas de su propia billetera.

Probablemente no se haya diluido el electorado que votó y acompañó un Néstor de la reactivación de la economía real contra la valorización financiera y luego votó contra una Cristina de la ampliación de derechos de las minorías, de democratización del acceso a los servicios mediáticos, de la negación sistemática de una corrida inflacionaria evidente, de disputa contra los poderes establecidos de la justicia, de explicitación extrema de la mano redistributiva estatal y de la confrontación abierta con distintos actores políticos. Aquel votante del moyanismo social puede haber seguido votando con criterios bastante constantes, aunque leyendo una realidad política profundamente transformada a lo largo de una década de modos muy distintos. Porque su vida sigue haciendo centro en el trabajo (en su necesidad, en sus potencialidades, en su cuidado, en su moral), pero sus condiciones son otras que la del comienzo de siglo.

La capacidad de encarnar estos valores no es autónoma de las condiciones sociales de las que hablábamos al principio. El poder para reclamarse representante de estos sentimientos y activar estas fibras sensibles del electorado es, a la vez, la posibilidad y capacidad para transformar las condiciones heredadas (algo que viene sucediendo y que seguirá pasando a menos que algo cambie en el devenir político actual). La programación y el procesamiento de big data no puede haber reemplazado la operación de conocer regularidades, interpretarlas e intentar convencer. Si así fuese, bien podríamos decir que la hegemonía ha dejado de existir. Pero las líneas que unen los puntos de la sociedad y la política jamás fueron líneas rectas. Y justamente por eso la sociología está más viva y es más necesaria que nunca.

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*Por Gonzalo Assusa para La Tecl@ Eñe.

*Licenciado en Sociología. Doctor en Ciencias Antropológicas

Palabras claves: comunicación política, Elecciones 2017, sociología

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