El liberalismo conservador frente a la ley de paridad

El liberalismo conservador frente a la ley de paridad
27 septiembre, 2017 por Redacción La tinta

La ley de paridad de género, que prescribe que las listas electorales se conformen en igual cantidad de mujeres que de hombres, y que obtuvo media sanción en el Senado de la Nación y dictamen favorable en Diputados, despertó opiniones a favor y en contra. Las críticas provenientes del liberalismo conservador se basan -principalmente- en un criterio demasiado “formal” de libertad.

Por Tomás Allan para La vanguardia

Los pronunciamientos que se registran sobre la nueva ley hacen referencia a determinadas y diferentes concepciones de igualdad. En este sentido, hay tanto voces que niegan el concepto de igualdad que consagra la medida, como otras que lo afirman. Detengámonos en las primeras: las voces que, en su mayoría liberal-conservadoras, se oponen.

Las críticas que se han escuchado desde esta posición, que no dejan de estar interrelacionadas, son básicamente cuatro: (a) que la medida no genera igualdad, porque igualdad es que nadie “te impida llegar”; (b) que busca igualdad de resultados y no de oportunidades; (c) que, en este sentido, viola la igualdad de oportunidades, en pos de lograr la de resultados; y, por último, (d) que resulta absurdo obligar a diagramar las listas en función del género y no de la idoneidad.

La concepción de libertad del liberalismo conservador

En la primera de las críticas hay, fundamentalmente, una idea explícita de igualdad, y una implícita de libertad. Resulta que los liberales (en su variante conservadora) tienen una concepción de libertad, diría, negativa. Esto es, que el Estado no debe interferir -o debe hacerlo lo menos posible- en la esfera de actuación de las personas. Por tanto, aquí la noción de igualdad aparece atada a una concepción de la libertad consistente en la no interferencia: hay igualdad en tanto a nadie se le impida llegar (en este caso a puestos en las listas electorales).


Sucede que no registran la otra cara de la moneda de la libertad: su faz positiva. Esto es, la necesidad de que, en determinadas situaciones y por determinadas cuestiones, alguien (posiblemente el Estado) interfiere -intencionalmente- para asistir a quien lo necesite y dotar así a la persona -o grupo- de mayores posibilidades de acción (ampliar su campo de libertad material).


A su vez, esto tiene sustento principalmente en su concepción individualista de la sociedad, al hacer enteramente responsables de sus acciones a los individuos. En tanto el medio (las circunstancias económicas y sociales) no condiciona -al menos no demasiado- a la persona, ella es totalmente responsable de llegar o no llegar. Eso, claro, siempre que el torpe Estado no interfiera. Pero no advierten todas las otras interferencias, que afectan la libertad de las personas y también les impiden llegar, y no son directamente promovidas desde el Estado (discriminación de género, racismo, xenofobia, pobreza transgeneracional, indigencia, marginalidad, desempleo, exclusión, concentración de riquezas, desigualdad económica, restricciones en el acceso a salud y educación, etcétera). Fundamentalmente, no ven que exista una falta de la que la sociedad sea colectivamente responsable frente a los padecimientos de los “desaventajados”, como ha explicado Roberto Gargarella.

Por ejemplo, un estudio del Carnegie Institute (Estados Unidos, 1979), reveló que el hijo de un abogado de una gran compañía tenía veintisiete veces más probabilidades que el hijo de un operario empleado de forma intermitente (ambos sentados en el mismo pupitre en la misma clase, haciéndolo igual de bien, estudiando con la misma dedicación y teniendo el mismo coeficiente intelectual) de recibir a los cuarenta años un salario que lo situara entre el 10% más rico del país. Su compañero de clase sólo tenía una posibilidad entre ocho de ganar un salario medio.

Todo esto lleva a no identificar, entonces, la opresión que se pueda generar sobre ciertos grupos (en este caso las mujeres) o personas. Y si no admiten el problema, menos lo harán con sus respuestas: las medidas de discriminación positiva (art. 75 inc. 23 de la Constitución Nacional). De eso se trata: de una respuesta positiva -un hacer activo- del Estado, a favor de un grupo de personas, para corregir una situación desfavorable, de la cual la parte desfavorecida no es responsable. Las causas le son ajenas, pero los efectos le son propios.

Es cierto: estas medidas (por ejemplo, cupos laborales para ex-presos y para personas trans; cupo universitario para minorías raciales en Estados Unidos; cupo electoral femenino; etcétera) implican un trato desigual hacia ciertos grupos. Pero ello es así porque se identifica una desigualdad anterior, que hace necesario medidas especiales para reparársela. En fin, un trato discriminatorio -en este caso, favorable- para contrarrestar un tipo de discriminación –desfavorable- existente. De lo contrario, no sería la acción del Estado lo que causare un perjuicio, sino su omisión (estarse pasivo ante actos y situaciones que se consideran discriminatorias).

Igualdad de oportunidades versus igualdad de resultados

Respecto a las críticas (b) y (c), ha habido tanto un rechazo absoluto a la medida como uno matizado. El primero, efectuado por quienes consideran que no debe haber cupo alguno; el segundo, por quienes sostienen que puede haberlo pero que en este caso (50%) resulta excesivo, posición que se sostiene, principalmente, en el argumento de que los hombres participan en política más que las mujeres. Ergo, se les estaría dando más oportunidades a ellas, en detrimento de las de ellos.

Frente a esto, hay a priori dos cosas importantes para decir: que se presupone una falsa igualdad de oportunidades; y que (suponiendo que efectivamente las mujeres participan menos) se ignora una de las funciones de la medida (estimular -o permitir- la mayor participación de las mujeres en política).

En estas críticas incluyo, junto con los liberales conservadores, a algunos liberales igualitarios que defienden una idea bastante simplista de lo que es la igualdad de oportunidades, y que apenas se alejan de la idea de libertad de aquellos (de que anulada la intromisión estatal, no hay nada que condicione en gran medida a los individuos para realizar sus propósitos; todos parten del mismo lugar y tienen las mismas posibilidades). En todo caso, matizan un poco la idea, deviniendo cuasi-conservadores.


Suele suceder que, quienes levantan orgullosamente la bandera de la igualdad de oportunidades -y presentan como un disvalor la de resultados- aplican, en mi opinión, erróneamente los conceptos.


Pretendo decir, luego de todo esto, que la crítica de que la ley de paridad viola la igualdad de oportunidades en pos de la de resultados es equivocada, en tanto se ignoran todos los otros factores sociales que condicionan la libertad de acción de las personas. Es decir, no habría tal igualdad de oportunidades en caso de no existir la medida, porque esta ya se encuentra distorsionada por esas razones.

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El no aceptar que tales condicionantes existen (en particular, en este caso, la discriminación y opresión a la mujer), debería llevar a sus negadores a admitir, entonces, que desde su perspectiva ella es naturalmente menos capaz. Si no, ¿cómo se explicaría la brecha salarial, la menor presencia en puestos jerárquicos tanto políticos como empresariales, y la mayor desocupación laboral que sufren? O bien hay causas ajenas que producen esos resultados, o bien las mujeres son responsables de su propia desdicha. Lamentablemente, hay críticos dispuestos a caer en la segunda opción.

Así, la aparente igualdad de resultados que consagra la ley no es más que una manera de “forzar” un cambio: mayor acceso y mejor igualdad de oportunidades -hoy claramente afectada. Se instituye no ya como un fin en sí mismo, sino como un medio.

El orden de los factores si altera el producto

Por otro lado, el argumento de que los hombres participan más en política y que, entonces, el cupo resulta excesivo y viola la igualdad de oportunidades, resulta también bastante débil a poco que se lo inspecciona. Primero que nada: hasta el momento no parece haber datos fehacientes que respalden tal afirmación acerca de la participación política. Pero, suponiendo que así sea (guiándonos, por ejemplo, por los afiliados a los partidos políticos), igualmente existe un error lógico: se cree que llegan menos mujeres porque participan menos, cuando en realidad, participan menos porque, entre otras cosas, llegan menos. Hay menos puestos disponibles para ocupar, no por una norma legal específica que lo determine, sino por otros factores que operan a modo de una selección silenciosa, desincentivando y expulsando a las mujeres (por ejemplo, “tener” que llevar a cabo mayoritariamente las tareas del hogar: realizan el 76%, según la economista Mercedes D’Alessandro). Y hay también un error en el enfoque psico-sociológico: creer que esa desigual participación responde a que tenemos “naturalmente intereses distintos”, como afirmó uno de los tantos economistas mediáticos que pululan por allí.


De nuevo, si se sigue esa lógica de pensamiento, deberíamos concluir que las mujeres tienen naturalmente menos interés en llegar a puestos de poder empresariales, ya que sólo el 4% de las 500 empresas más grandes del mundo tiene una CEO mujer. O deberíamos afirmar que tienen naturalmente menos interés en trabajar, ya que el nivel de desocupación en su caso es bastante mayor al de los hombres. Llegamos a respuestas disparatadas.


Considero absurdo creer que porque Obama llegó a ser el primer presidente negro de Estados Unidos, recién después de doscientos años de democracia y precedido por 43 presidentes blancos (¡y hasta ahora ninguna mujer!), entonces los negros estadounidenses están naturalmente menos interesados en hacer política. La diferencia con el caso de las mujeres es que la discriminación racial goza de un mayor consenso en cuanto a su existencia. Más resistencia se advierte, hasta ahora, en percibir la discriminación y opresión de género. Pero si extendemos analógicamente el ejemplo, nos damos cuenta de lo ridículo que suena el argumento.

¿Idoneidad?

La última crítica es muy frecuentemente escuchada y, por supuesto, está estrechamente vinculada a las anteriores. Sigamos su lógica: si la crítica se presenta como queja ante la acción estatal de obligar a que un 50% (o 20%, o 30%, en este caso es lo mismo) de las listas sean ocupadas por mujeres, entonces es porque se presupone que ante la ausencia de esta medida, las listas serían conformadas en base a un criterio de idoneidad.

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Entonces llegamos, una vez más, a respuestas absolutamente irracionales: que las mujeres son menos idóneas. Si no, ¿cómo explicamos que las mujeres, desde siempre, ocupan ostensiblemente menos puestos electorales que los hombres? ¿cómo se explica que lleguen a menos puestos en los directorios ejecutivos de las empresas? ¿cómo explicar la brecha salarial? De nuevo: o hay un determinado orden social que actúa en detrimento de las mujeres, o son naturalmente menos capaces. Creo que no hace falta responder.

En conclusión, las críticas provenientes de estas corrientes de pensamiento se basan principalmente en un criterio “formal” de libertad, desde que se ignoran un conjunto de cuestiones “materiales” que también la construyen y la obstruyen. Esa particular concepción deriva entonces en débiles ideas de igualdad, idoneidad y oportunidad.

*Por Tomás Allan para La vanguardia

Palabras claves: Ley de Paridad de Género

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