«En este mundo es soberano quien designa al terrorista»
Julien Coupat respondió preguntas desde la prisión de La Santé. Fue detenido junto a otras ocho personas el 11 de noviembre de 2008, acusados de sabotear las líneas de alta velocidad de la Sociedad Nacional de Ferrocarriles Franceses (SNCF) y también, de la redacción de un libro subversivo, La insurrección que viene. Pocos días después de publicar esta entrevista, Coupat -el último de los detenidos que permanecía en prisión- fue puesto en libertad tras pagar una fianza de 16.000 euros. Julien Coupat fue miembro del comité de redacción de la revista Tiqqun.
Entrevista realizada por Isabelle Mandraud y Caroline Monnot
Estas son las respuestas a las preguntas que hemos planteado por escrito a Julien Coupat. Encausado el 15 de noviembre de 2008 por “terrorismo” con otras ocho personas interpeladas en Tarnac (Corrèze) y París, se le acusa de haber saboteado las catenarias de la SNCF.
— ¿Cómo vive su detención?
— Muy bien, gracias. Estiramientos, carreras, lecturas.
— ¿Puede recordarnos las circunstancias de su arresto?
— Un grupo de jóvenes con pasamontañas y armados hasta los dientes irrumpieron violentamente en nuestra casa. Nos amenazaron, nos esposaron y nos trasladaron, no sin antes haber destrozado todo. Nos llevaron secuestrados a bordo de potentes bólidos circulando por las autopistas a más de 170 km/h de media. En sus conversaciones se refirieron frecuentemente a un tal señor Marion [antiguo jefe de la policía antiterrorista] cuyas hazañas viriles les divertían mucho, como aquella en la que golpeaba a uno de sus colegas, con buen humor, en medio de una fiesta de despedida. Nos secuestraron durante cuatro días en una de sus “prisiones del pueblo” fastidiándonos con preguntas en las que lo absurdo se disputaba con lo obsceno.
Quien parecía ser el cerebro de la operación se excusaba vagamente de todo este circo explicando que era culpa de los “servicios” de arriba, donde actuaban toda clase de gentes que nos tenían muchas ganas. A fecha de hoy, mis secuestradores siguen actuando. Algunos sucesos recientes mostrarían incluso que continúan causando estragos con total impunidad.
— Los sabotajes en las catenarias del SNCF en Francia fueron reivindicados en Alemania. ¿Qué opina sobre esto?
— En el momento de nuestra detención, la policía francesa ya está en posesión de un comunicado que reivindica, además de los sabotajes que nos quería atribuir, otros ataques que se habían producido simultáneamente en Alemania. Esta octavilla presenta numerosos inconvenientes: la echan al correo en Hanóver, está redactado en alemán y sólo se envió a periódicos al otro lado del Rhin, pero sobre todo no cuadra con la fábula que los medios han creado a nuestra costa, la de un pequeño núcleo de fanáticos que atacan al corazón del Estado colgando tres pedazos de hierro de las catenarias. Desde entonces se cuidarán mucho de mencionar este comunicado, ni en el procedimiento, ni en la mentira pública.
Es cierto que [en el comunicado] el sabotaje de las líneas de tren pierde mucho de su aura de misterio: se trataba simplemente de protestar contra el transporte hacia Alemania por vía férrea de los desechos nucleares ultraradioactivos y de denunciar de paso el gran fraude de “la crisis”. El comunicado concluye con un muy SNCF “agradecemos a los pasajeros afectados por su comprensión”. ¡Qué tacto tienen estos “terroristas” después de todo!
— ¿Se reconoce en los calificativos de “movimiento anarco-autónomo” y de “ultraizquierda”?
— Déjeme recomenzar un poco más atrás. En Francia, actualmente vivimos el fin de un periodo de congelación histórica cuyo acto fundador fue el acuerdo aprobado entre gaullistas y estalinistas en 1945 para desarmar al pueblo con el pretexto de “evitar una guerra civil”. Los términos de este pacto podrían formularse así, por hacerlo rápido: mientras la derecha renunciaba a sus acentos abiertamente fascistas, la izquierda abandonaba toda perspectiva seria de revolución. La ventaja con la que juega y de la que disfruta, desde hace cuatro años, la camarilla sarkozista, estriba en haber tomado la iniciativa unilateral de romper este pacto al reconciliarse “sin complejos” con los clásicos de la reacción pura: sobre los locos, la religión, Occidente, África, el trabajo, la historia de Francia, o la identidad nacional.
Frente a este poder en guerra que osa pensar estratégicamente y dividir el mundo en amigos, enemigos y cantidades despreciables, la izquierda queda paralizada. Es demasiado cobarde, está demasiado comprometida y, por así decirlo, demasiado desacreditada para oponer la menor resistencia a un poder que no se atreve a tratar como enemigo y que le arrebata uno a uno a los más astutos de sus elementos.
En cuanto a la extrema izquierda a la Besancenot, cualesquiera que sean sus resultados electorales, y aunque haya salido del estado grupuscular en el que vegetaba desde siempre, no tiene otra perspectiva más deseable que ofrecer que el tono gris soviético a penas retocado con Photoshop. Su destino es decepcionar.
En la esfera de la representación política, el poder establecido no tiene nada que temer, de nadie. Y desde luego no son las burocracias sindicales, más vendidas que nunca, las que van a importunar, las mismas que desde hace dos años bailan con el gobierno un ballet tan obsceno. En estas condiciones, la única fuerza que puede ir directamente contra la banda sarkozista, su único enemigo real en este país, es la calle, la calle y sus viejas inclinaciones revolucionarias. De hecho, sólo ella, en los disturbios que siguieron la segunda vuelta del ritual plebiscitario de mayo de 2007, ha sabido elevarse por un instante a la altura de la situación. Sólo ella, en las Antillas o en las recientes ocupaciones de empresas o de facultades, ha sabido hacer escuchar otra palabra. Este análisis sumario del teatro de operaciones ha debido imponerse bastante pronto porque las informaciones generales hacían aparecer, desde junio de 2007, bajo la pluma de los periodistas a las órdenes (y en particular en Le Monde) los primeros artículos que desvelaban el terrible peligro que harían pesar sobre toda vida social los “anarco-autónomos”. Para comenzar, se les atribuía la organización de disturbios espontáneos, que en tantas ciudades saludaron el “triunfo electoral” del nuevo presidente.
Con esta fábula de los “anarco-autónomos” se ha diseñado el perfil de la amenaza al que se ha empleado dócilmente la ministra del interior, con detenciones focalizadas en redadas mediáticas, para dar un poco de carne y algunas caras. Cuando ya no se llega a contener lo que desborda, todavía se puede asignarle una categoría y encarcelarlo. Ahora bien, la de “alborotador”, en la que ahora se cruzan desordenadamente los obreros de Clairoix, los críos de las ciudades, los estudiantes que bloquean y los manifestantes de las contracumbres, siempre eficaz en la gestión corriente de la pacificación social, permite criminalizar los actos, no las existencias. Y es la intención del nuevo poder atacar al enemigo en cuanto tal, sin esperar a que se exprese. Esa es la vocación de las nuevas categorías de la represión.
Poco importa, finalmente, que no se encuentre a nadie en Francia para reconocerse “anarco-autónomo”, ni que la ultraizquierda sea una corriente política que tuvo su momento de gloria durante los años veinte y que desde entonces no ha producido jamás otra cosa que inofensivos volúmenes de marxología. Por lo demás, la reciente fortuna del término “ultraizquierda”, que ha permitido a algunos periodistas con prisas por catalogar sin dar golpe a los amotinados griegos de diciembre pasado, debe mucho al hecho de que nadie sabe lo que fue la ultraizquierda, ni siquiera si ha existido alguna vez.
En este punto, y en previsión de los desbordes que sólo pueden sistematizarse frente a las provocaciones de una oligarquía mundial y francesa acorralada, dentro de poco la utilidad policial de las categorías no debería ya sufrir debates. Sin embargo, no podríamos predecir cuál de ellas, si la de “anarco-autónoma” o de “ultraizquierda” se ganará finalmente los favores del Espectáculo, con el fin de relegar en lo inexplicable una revuelta que todo justifica.
— La policía le considera como el jefe de un grupo a punto de bascular hacia el terrorismo. ¿Qué piensa de esto?
— Una alegación tan patética sólo puede ser hecha por un régimen a punto de bascular hacia la nada.
— ¿Qué significa para usted la palabra “terrorismo”?
— Nada permite explicar que el departamento de información y de seguridad argelino, sospechoso de haber orquestado, con conocimiento de la Dirección para la Vigilancia del Territorio (DST), la ola de atentados de 1995, no figure entre las organizaciones terroristas internacionales. Tampoco hay nada que permita explicar la repentina transmutación del “terrorista” en héroe durante la Liberación, en socio frecuentable para los acuerdos de Evian, en policía iraquí o últimamente en “talibán moderado”, en función de los últimos virajes de la doctrina estratégica americana.
Nada, excepto la soberanía. En este mundo es soberano quien designa al terrorista. Quien rechace participar en esta soberanía se abstendrá de responder a vuestra pregunta. Quien codicie algunas migajas de la misma se sacrificará con prontitud. Quien no se ahogue de mala fe encontrará instructivo el caso de estos dos ex-“terroristas” convertidos, uno, en primer ministro de Israel, el otro, en presidente de la Autoridad Palestina, habiendo recibido ambos, para colmo, el Premio Nobel de la Paz.
La imprecisión que rodea la calificación de “terrorismo”, la imposibilidad manifiesta de definirlo, no se deben a alguna laguna provisional de la legislación francesa, corresponden al principio de algo que sí que podemos definir muy bien: el antiterrorismo, del que constituyen más bien la condición de funcionamiento. El antiterrorismo es una técnica de gobierno que hunde sus raíces en el viejo arte de la contrainsurgencia, de la guerra denominada “psicológica”, por decirlo de manera educada. El antiterrorismo, al contrario de lo que querría insinuar el término, no es un medio para luchar contra el terrorismo, es el método por el cual se produce, positivamente, el enemigo político como terrorista. Se trata, mediante todo un lujo de provocaciones, de infiltraciones, de intimidación y de propaganda, mediante toda una ciencia de la manipulación mediática, de la “acción psicológica”, de la fabricación de pruebas y de crímenes, también mediante la fusión de la policía y de la administración de justicia, de aniquilar la “amenaza subversiva” al asociar, en el seno de la población, al enemigo interior, al enemigo político, al afecto del terror.
Lo esencial, en la guerra moderna, es esta “batalla de los corazones y de los espíritus” donde se permiten todos los golpes. El procedimiento elemental es, aquí, invariable: individualizar al enemigo con el fin de cortarle del pueblo y de la razón común, exponerle bajo los rasgos del monstruo, difamarle, humillarle públicamente, incitar a los más viles a colmarlo de escupitajos, animarles al odio. “La ley debe ser utilizada simplemente como otra arma en el arsenal del gobierno, y en este caso no representa nada más que una cobertura de propaganda para desembarazarse de los miembros indeseables del público. Para una mejor eficacia, convendrá que las actividades de los servicios judiciales estén vinculados al esfuerzo de guerra de la manera más discreta posible”, aconsejaba ya en 1971 el cabo Frank Kitson [antiguo general del ejército británico, teórico de la guerra contrainsurgente], que algo sabía de esto. Una vez al año no hace daño, en nuestro caso, el antiterrorismo ha sido un fracaso. En Francia no están dispuestos a dejarse aterrorizar por nosotros. La prolongación de mi detención por una duración “razonable” es una pequeña venganza bien comprensible, vistos los medios movilizados y la profundidad del fracaso; como es comprensible el empeño un poco mezquino de los “servicios”, desde el 11 de noviembre, por endosarnos las maldades más caprichosas a través de la prensa, o por espiar a cualquiera de nuestros camaradas. En estos últimos tiempos, los arrestos acompasados de los “allegados de Julien Coupat” han tenido el mérito de revelar cuánto ha podido influenciar esta lógica de represalias en la institución policial y en el corazoncito de los jueces.”
Hay que decir que en este asunto algunos se jugaron buena parte de su lamentable carrera, como Alain Bauer [criminólogo], otros el lanzamiento de sus nuevos servicios, como el pobre señor Squarcini [director central de la información interior], otros la credibilidad que nunca tuvieron y que jamás tendrán, como Michèle Alliot-Marie.
— Usted salió de un medio muy acomodado que hubiera podido orientarle hacia otra dirección…
— “Hay plebe en todas las clases” (Hegel).
— ¿Por qué Tarnac?
— Vaya allí y lo entenderá. Si no lo entiende, me temo que nadie podrá explicárselo.
— ¿Se define a sí mismo como un intelectual? ¿Un filósofo?
— La filosofía nace como un duelo charlatán por la sabiduría originaria. Platón ya interpreta la palabra de Heráclito como algo salido de un mundo que ha desaparecido. En el momento de la intelectualidad difusa, no veo qué podría especificar al “intelectual”, si no es la extensión de la fosa que separa, en él, la facultad de pensar de la aptitud para vivir. Tristes títulos, en verdad, si no hay más. Pero, ¿exactamente para quién habría que definirse?
— ¿Es usted el autor del libro La insurrección que viene?
— Este es el aspecto más formidable de este proceso: un libro entregado íntegramente al expediente del sumario, interrogatorios en los que pretenden hacerte decir que vives como está escrito en La insurrección que viene, que te manifiestas como lo preconiza La insurrección que viene, que saboteas las líneas ferroviarias para conmemorar el golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917 ya que se menciona en La insurrección que viene, un editor es convocado por los servicios antiterroristas…
En la memoria francesa, hacía tiempo que no se veía que el poder tuviera miedo por culpa de un libro. Normalmente se consideraba que, mientras los izquierdistas se dedicaran a escribir, al menos no hacían la revolución. Está claro que los tiempos cambian. La gravedad histórica retorna.
Lo que fundamenta la acusación de terrorismo, en lo que nos concierne, es la sospecha de la coincidencia entre un pensamiento y una vida; lo que constituye la acusación de asociación de malhechores es la sospecha de que esta coincidencia no se dejaría al heroísmo individual, sino que sería objeto de una atención común. De forma negativa, esto significa que de ninguno de los que firman con su nombre tantas críticas feroces del sistema vigente se sospecha que pongan en práctica la menor de sus firmes resoluciones; el insulto es de bulto. Desgraciadamente, yo no soy el autor de La insurrección que viene y todo este asunto debería terminar más bien por convencernos del carácter esencialmente policial de la función autor.
Soy, en cambio, un lector. Al releerlo, hace tan sólo una semana, he comprendido mejor la agresividad histérica que emplean en las altas esferas para perseguir a los presuntos autores. El escándalo de este libro, es que todo lo que figura en él es rigurosa, catastróficamente cierto, y no deja de confirmarse cada día que pasa un poco más. Porque lo que se comprueba, bajo la apariencia de una “crisis económica”, de un “hundimiento de la confianza”, de un “rechazo masivo de las clases dirigentes”, es realmente el fin de una civilización, la implosión de un paradigma: el del gobierno que en Occidente regula todo –la relación de los seres entre ellos mismos, no menos que el orden político, la religión o la organización de las empresas. Hay, en todos los niveles del presente, una gigantesca pérdida de dominio al que ningún sortilegio policial ofrecerá remedio alguno.
No será aplicándonos penas de prisión, de puntillosa vigilancia, controles judiciales y prohibiciones de comunicar con el motivo de que seríamos los autores de esta constatación lúcida, que lograrán desvanecer lo que se ha constatado. Lo propio de las verdades es escapar, desde que se enuncian, a los que las formulan. A los gobernantes no les habrá servido de nada llevarnos a los tribunales, todo lo contrario.
— Usted lee Vigilar y castigar de Michel Foucault. ¿Este análisis le parece todavía pertinente?
— La prisión es realmente el pequeño secreto sucio de la sociedad francesa, la clave, y no el margen, de las relaciones sociales más presentables. Lo que se concentra aquí en un todo compacto no es un montón de bárbaros asalvajados como les gusta hacernos creer, sino más bien el conjunto de disciplinas que afuera tejen la existencia llamada “normal”. Vigilantes, comedor, partidos de fútbol en el patio, horarios, separaciones, camaradería, peleas, fealdad de las arquitecturas: es necesario haber estado en prisión para tomar la medida plena de lo que la escuela, la inocente escuela de la República, contiene, por ejemplo, de carcelario.
Considerado desde este ángulo inexpugnable, no es la prisión la que sería una guarida para los fracasados de la sociedad, sino la sociedad presente la que parece una prisión fracasada. La misma organización de la separación, la misma administración de la miseria por el chocolate [hachís], la tele, el deporte y el porno, reina en todas partes con menos método. Para terminar, los muros elevados sólo esconden a las miradas esta verdad de una banalidad explosiva: las vidas y los espíritus son exactamente iguales a ambos lados de las alambradas y a causa de ellas. Si se busca con tanta avidez los testimonios “del interior” que expondrían al fin los secretos que la prisión esconde, es para ocultar mejor el secreto de lo que es: el de la servidumbre de los que se consideran libres mientras su amenaza pesa invisiblemente sobre cada uno de sus gestos.
Toda la indignación virtuosa que rodea la negrura de las celdas francesas y sus reiterados suicidios, toda la grosera contra-propaganda de la administración penitenciaria que pone en escena para las cámaras a los carceleros devotos del bienestar del detenido y a los directores de prisiones preocupados por el «sentido de la pena». Resumiendo: todo este debate sobre el horror del encarcelamiento y la necesaria humanización de la detención es viejo como la prisión. Incluso forma parte de su eficacia, ya que permite combinar el terror que debe inspirar con su estatus hipócrita de castigo “civilizado”. El pequeño sistema de espionaje, de humillación y de estragos que el sistema francés dispone en torno al deternido de manera más fanática que ningún otro en Europa, ni siquiera es escandaloso. Cada día el Estado lo paga con creces en sus suburbios y sin duda sólo es el principio: la venganza es la higiene de la plebe.
Pero la impostura más notable del sistema judicial-penitenciario consiste ciertamente en pretender que está ahí para castigar a los criminales cuando no hace sino gestionar las ilegalidades. Cualquier patrón -no sólo el de Total-, cualquier presidente de consejo general -no sólo el de Hauts-de-Seine–, cualquier poli sabe que las ilegalidades son necesarias para ejercer correctamente su oficio. El caos de las leyes es hoy tal, que se trata de no respetarlas demasiado, y en cuanto a los estupefacientes, se trata de regular sólo el tráfico y no de reprimirlo, lo que sería social y políticamente suicida.
La división no es entre legal e ilegal, como pretende la ficción judicial, entre inocentes y criminales, sino entre los criminales que se cree oportuno perseguir y los que se deja en paz como requiere la policía general de la sociedad. La raza de los inocentes hace tiempo que se extinguió y no es la pena a lo que condena la justicia: la pena es la justicia misma. No cabe que mis camaradas y yo “clamemos por nuestra inocencia”, tal y como la prensa escribe ritualmente, sino derrotar la peligrosa ofensiva política que constituye todo este proceso infecto. He aquí algunas de las conclusiones a las que llega el espíritu tras releer Vigilar y castigardesde la Santé [conocida prisión de París]. Podríamos sugerir, visto lo que los foucaltianos hacen desde hace veinte años con los trabajos de Foucault, que se les interne una temporada por aquí.
— ¿Cómo analiza lo que les pasa?
— Desengáñese: lo que nos pasa, a mis camaradas y a mí, le pasa a usted también. Es, por otra parte, en este punto, la primera mistificación del poder: nueve personas serían perseguidas en el marco de un procedimiento judicial de “asociación ilícita con fines terroristas” y deberían sentirse particularmente afectados por esta grave acusación.
Pero no hay “caso Tarnac”, como tampoco hay “caso Coupat” o “caso Hazan” [editor de La insurrección que viene]. Lo que hay es una oligarquía vacilante en todos los sentidos y que se vuelve feroz, como todo poder, cuando se siente realmente amenazado. El Príncipe ya no tiene otro apoyo que el miedo que inspira cuando su visión ya no suscita en el pueblo más que el odio y el desprecio.
Lo que hay ante nosotros es una bifurcación, al mismo tiempo histórica y metafísica: o bien pasamos de un paradigma del gobierno a un paradigma del habitar al precio de una revuelta cruel pero transformadora, o bien dejamos que se instaure, a escala planetaria, este desastre climatizado en el que coexisten, bajo la férula de una gestión “sin complejos”, una élite imperial de ciudadanos y unas masas plebeyas situadas al margen de todo.
Hay, desde luego, una guerra, una guerra entre los beneficiarios de la catástrofe y los que se hacen de la vida una idea menos esquelética. Nunca se ha visto que una clase dominante se suicide de buena gana.
La revuelta tiene condiciones, no tiene causa. ¿Cuántos ministerios de la Identidad Nacional, despidos estilo Continental, redadas de sin papeles o de opositores políticos, chiquillos liquidados por la policía en los suburbios, o ministros que amenazan de privar de título a los que osan ocupar sus facultades, hacen falta para decidir que semejante régimen, aunque esté instalado por un plebiscito de apariencias democráticas, no tiene ninguna legitimidad para existir y sólo merece ser derribado?
Es una cuestión de sensibilidad. La servidumbre es lo intolerable que se puede tolerar infinitamente. Como es un asunto de sensibilidad y esa sensibilidad es inmediatamente política (no porque se pregunte “¿a quién voy a votar?”, sino “¿mi existencia es compatible con esto?”), para el poder es una cuestión de anestesia a la que responde administrando dosis cada vez más masivas de distracción, de miedo y de estupidez. Y ahí donde la anestesia no funciona, este orden que ha reunido contra él todas las razones para sublevarse intenta disuadirnos con un pequeño terror ajustado.
Mis camaradas y yo sólo somos una variable de este ajuste. Sospechan de nosotros como de tantos otros, de tantos “jóvenes”, de tantas “bandas”, por desvincularnos de un mundo que se hunde. En este único punto, no mienten. Felizmente, a la pandilla de estafadores, de impostores, de industriales, de financieros y de jovencitas, toda esta corte de Mazarin bajo neurolépticos, de Louis Napoléon version Disney, de Fouché dominical que de momento gobierna el país, le falta el más elemental sentido dialéctico. Cada paso que dan hacia el control de todo les aproxima a su pérdida. Cada nueva “victoria” de la que se jactan expande un poco más el deseo de verles a todos vencidos. Cada maniobra por la que se imaginan fortalecer su poder termina por volverles más odiosos. En otros términos: la situación es excelente. No es el momento de perder el coraje.
*Entrevista realizada por Isabelle Mandraud y Caroline Monnot. Publicada en Lobo Suelto!