Alfredo Astiz: “No me arrepiento de nada”
La Cámara Federal de Casación Penal rechazó la concesión del beneficio de “2×1” para el represor Alfredo Astiz, que deberá seguir preso. La sala II de ese Tribunal reafirmó su jurisprudencia sobre delitos de lesa humanidad. En 1998, la periodista Gabriela Cerruti entrevistó al marino represor para la revista Tres Puntos. Astiz confesó las atrocidades cometidas, aseguró ser el más capacitado para “matar un periodista” y generó un escándalo internacional. Terminó expulsado de la Armada a partir del artículo que aquí reproducimos.
Por Gabriela Cerruti para Nuestras Voces
El martes 13 de enero a las nueve de la mañana Alfredo Astiz se reunió con nuestra editora periodística Gabriela Cerruti en el Hotel Naval. El contenido de esta charla de casi dos horas se publicó en las últimas dos ediciones de tres puntos, provocó once causas judiciales y terminó con la destitución de Astiz de la Armada.
La puerta vaivén de Córdoba 622 es un pasaporte al pasado.
—Busco a Alfredo Astiz— le digo al recepcionista.
—Once punto uno— indica un señor corpulento, de espaldas al mostrador de madera.
El recepcionista habla por teléfono, cuelga y me mira.
—El señor dice que lo espere un minuto.
El Hotel Naval debe ser uno de los pocos lugares de Buenos Aires en donde todavía le dicen señor a Alfredo Astiz. Es uno de esos hoteles porteños para clase media con alguna pretensión: un poco de cuero, lámparas amarillas prendidas todo el día —porque no hay ventanas que dejen pasar la luz de la calle—, alfombras que merecen estar sucias y muchos espejos. En una vitrina, souvenires de la Armada Argentina: platos con la imagen de la Fragata Libertad por cinco pesos y ejemplares de Nunca Más, definitivamente, un folletín en el que un grupo de marinos sigue empeñado en discutir con nadie si hubo o no desaparecidos.
Alfredo Astiz emerge del ascensor, baja la escalera y me indica con un gesto la mesa de uno de los rincones, un espejo a cada lado que reflejan todo el bar. Se sienta mirando la entrada. Pide dos cafés cortados y agua mineral. Gustavo Niño, el infiltrado en las Madres de Plaza de Mayo, el asesino de Dagmar Hagelin y las monjas francesas, uno de los mayores símbolos del horror que vivió la Argentina bajo la dictadura, no es un “ángel rubio”, como repiten sin sentido las crónicas de las revistas de actualidad que lo muestran bailando en las discotecas o veraneando en Playa Grande. Es un hombre mayor, petiso, todavía rubio y de ojos celestes —eso sí es cierto—, al que le faltan algunos dientes y le sobran algunos kilos. Tiene cuarenta y tres años, Aparenta muchos más.
Ya pasaron veinte desde que comandaba los secuestros de la ESMA. Tal vez no se haya dado cuenta. Sonríe inevitablemente, todo el tiempo, y va a sonreír durante las dos horas que durará el encuentro, entre las nueve y las once de la mañana del martes. Da lo mismo si está relatando un asesinato o contando lo que él considera un chiste. Como si quisiera seducir, y es patético. O como si quisiera dar miedo, y es patético.
— ¿Vos sos de izquierda?— pregunta.
—Si la pregunta es si creo que ustedes secuestraron y asesinaron gente, entre ellos bebés, que hay que hubo campos de concentración, sí, creo todas esas cosas.
—Está bien, pero yo también creo todo eso – Astiz se ríe. En el 82 le dije a un amigo que me preguntó si había desaparecidos: seguro, hay seis mil quinientos. Supongo que algunos más, no sé exactamente cuántos más. No más de diez mil, seguro. Así como digo que están locos los que dicen treinta mil, también deliran los que dicen que están en México. Los limpiaron a todos, no había otro remedio.
—¿Qué quiere decir “los limpiaron”?
—Los mataron. ¿Qué iban a hacer? Ya estaba la experiencia del 73, que los habían metido presos y después los amnistiaron, y salieron. No se podía correr el mismo riesgo. No había otro camino.
—Salvo el camino de la justicia.
—Imposible. Te voy a decir por qué. Hubo dos razones. La primera, que era imposible probarles nada. No había una prueba contra ninguno. Todavía no se les pudo probar nada. Si el único juicio que avanzó un poco y después de que el juez trabajó como loco fue el juicio contra Mario Eduardo Firmenich. Esa es la diferencia entre el terrorista, el guerrillero y el subversivo. El subversivo no deja huellas, ni pruebas, no se le puede probar nada. Pero había una segunda razón y es que las Juntas fueron cobardes. La verdad es que fueron cobardes, no se bancaron salir a decir que había que fusilarlos a todos. Pero tenían razón. En esa época (Francisco) Franco había puesto en España la pena de muerte para los etarras que mataban civiles. Y estaba el proceso contra dos de ellos, que duró años, hubo movilizaciones en la calle, de todo, hubiera sido una locura tenerlos más tiempo encerrados.
—¿Cómo los mataban?
—No sé, yo hasta ahí no llegaba. A algunos los matábamos en los tiroteos, pero a otros no sé lo que les pasaba, yo los entregaba vivos.
—¿A cuántos mató usted?
—Nunca le hagas esa pregunta a un militar.
—¿Por qué?
—Porque preferimos no saberlo.
—¿Usted participó en alguno de los vuelos en los que tiraban gente al río?
—No, yo no estuve nunca en los vuelos.
—Pero sabe cómo eran.
—Yo hablo por las cosas que hice. A mí me decían: anda a buscar a tal, yo iba y lo traía. Vivo o muerto, lo dejaba en la ESMA y me iba al siguiente operativo.
—Y no sabía qué pasaba adentro de la ESMA.
—Se dijo de todo de la ESMA. Ahora, esta historia de la demolición y el monumento. No voy a hablar ahora, necesito pensarlo. En dos meses hablamos. ¿Qué querés que te diga? ¿Que era lo de las Carmelitas Descalzas, presidido por la Madre Teresa? No, no era. Era el lugar para encarcelar al enemigo, pero lo que ellos no quieren contar, y por eso no habla la mayoría de los sobrevivientes de la ESMA, es que la mayoría de ellos colaboraba, y hasta nos teníamos afecto. Porque uno le va tomando afecto a la gente con la que tiene que convivir muchos días. Yo a algunos Montoneros los respeto, les llegué a tomar afecto.
—Usted los secuestraba y torturaba.
—Yo nunca torturé. No me correspondía ¿Si hubiera torturado si me hubieran mandado? Sí, claro que sí. Yo digo que a mi la Armada me enseñó a destruir. No me enseñaron a construir, me enseñaron a destruir. Sé poner minas y bombas, sé infiltrarme, sé desarmar una organización, sé matar, todo eso lo sé hacer bien. Yo digo siempre: soy bruto, pero tuve un solo acto de lucidez en mi vida, que fue meterme en la Armada.
Yo a los Montoneros los respeto, eran el enemigo. Al único que no respeto es a Firmenich, el único odio en serio que tengo en la vida es Firmenich. Se me escapó por cinco minutos. Fue una de las veces que volví llorando de un operativo. Lo teníamos ahí, y si lo agarrábamos lo hacíamos mierda. Y cuando llegamos a la casa se había ido hacía cinco minutos. Después dicen que estaba arreglado con nosotros. Te juro que yo tenía la orden de reventarlo si lo agarraba.
—¿Quién le daba las órdenes y las misiones?
— Mi jefe, mi superior. Me decían te toca éste, va a estar en tal lado, y nos daban una carpeta que no terminaba nunca. Yo me reía, les decía: ¡Eh!, si tengo que leer todo esto no arranco más. No se podía creer la información que tenían sobre todo. Todos los detalles desde cinco años antes.
—¿Por qué lo elegían a usted para esas tareas?
—A todos nos tocaba. Iba el que le tocaba. Yo estaba a cargo de un grupo, pero otros de otros. Me acuerdo de operativos jodidos, que no me tocaron a mi, como el de (Rodolfo) Walsh, o el de (Edgardo) Sajón.
—¿Usted secuestró bebés?
—No, nunca, y me opuse mucho. Esa fue una de mis grandes discusiones. Yo devolví bebés. Esa era una regla básica que teníamos con los Montoneros y había que cumplirla. Ellos no se metían con los nenes ni con las familias. Si cuando pasó lo de Tucumán, que a un coronel le mataron los hijos, yo dije: fue un error de los Montoneros, no lo usen como si fuera que son sanguinarios. Se equivocaron, porque ellos no se las agarraban con las familias. Por eso yo me peleé mucho por el tema de los chicos. Una vez me pasó una cosa terrible. Tuvimos un tiroteo muy jodido, cuando termina entramos y el tipo estaba muerto y había dos chicos sobre la cama. Yo averigüé, y se los devolví a los abuelos. A los tres días me mandan a otro operativo, era una piba sola. Fue durísimo, y en el medio sentí una explosión, que me acuerdo todavía, porque cuando explota algo en medio de un tiroteo no alcanzás a darte cuenta qué es. La piba se había reventado con una granada en la mano. Entramos y había una bañera tapada con colchones y abajo de los colchones dos chicos. Y eran los mismos chicos. En una semana habían perdido al padre y a la madre.
—¿Qué pasó con los chicos?
—Se los llevé a los abuelos.
—¿Cómo se llamaban?
—No me acuerdo. Me acuerdo de muy pocos nombres.
—¿Se acuerda de todos los operativos que hizo?
—No, fueron muchísimos. Era el trabajo de todos los días. Llegaba a la mañana, me daban la orden y salía. Por eso es terrible toda esta hipocresía de por qué no discutíamos o nos negábamos. Yo no discutía, primero porque soy milico de alma, y lo primero que me enseñaron es que hay que obedecer a los superiores. Pero, además, porque estaba de acuerdo. Eran el enemigo. Tenía mucho odio adentro. Habían matado a dos mil de los nuestros.
¿Sabés por qué mata un milico? Por un montón de cosas: por amor a la patria, por machismo, por orgullo, por obediencia. Si todo eso no está muy alto, uno no sale todos los días a hacer su trabajo. No es hacer un balance en una empresa. Es arriesgar lo único que uno tiene, que es el cuerpo. Es el lugar donde se guarda la mente. ¿Sabés el cagazo que pasás? Todos los días, a cada rato. Yo sé que alguien me puede matar. Me temblaban las patas en cada tiroteo, te duele todo el cuerpo, yo paso mucho miedo, pasé mucho miedo. Yo me moría del cagazo. Y al día siguiente tenés que salir de nuevo. ¿Vos te creés que se puede hacer todo eso si uno discute las órdenes todos los días?
Y así como uno aprende a no discutir órdenes cuando está abajo, aprende a cuidar a su gente cuando está arriba. Es lo primero que te enseñan. Sos responsable de tu gente. Lo peor que te puede pasar en la vida es que se mate alguno de los tuyos. Y ni te digo si es cumpliendo una orden tuya. Por eso todo esto que me pasa a mí ahora no es nada comparado con lo que pasé. Yo estuve en cuatro guerras. Y en más de treinta combates. Estuve en la guerra contra la subversión, estuve infiltrado en la línea enemiga con los chilenos, cuando decían que no había guerra, estuve en las Malvinas y estuve de observador en Argelia. Esta es mi quinta guerra. Quedarme callado, haber aguantado todo este tiempo sin decir nada, es mi última guerra. Porque si yo quisiera… ¿sabés qué?
Yo soy el hombre mejor preparado técnicamente en el país para matar a un político o a un periodista. Pero no quiero. Apuesto a este sistema. Aunque no me conviene, a mí me conviene el caos, yo me sé mover mejor en el caos. Pero creo en la democracia. Y creo que durante un gobierno democrático las fuerzas armadas deben ser democráticas. Pero nos están acorralando. Todos los días vienen a verme camaradas a decirme: justamente vos, no puede ser, tenés que liderar un levantamiento. Y yo les digo que no, pero ya no se les puede explicar más. ¿Cómo le explico a la gente joven? Por eso creo que (el general Martín) Balza es un cretino. ¿Cómo va a decir que hay órdenes que no hay que obedecer? No existirían las fuerzas armadas si eso fuera cierto. Por algo cuando uno usa a sus subordinados para delinquir es peor, se agrava mucho la pena. Porque los subordinados no pueden desobedecer nunca.
—¿Se acuerda de todos los operativos que hizo?
—No, te dije que no. Era rutina, el trabajo de todos días.
—¿No había un registro?, ¿un archivo?
—No, no había nada. Ojo, no era un caos, como quieren decir por ahí. Cuando te daban la orden te la daban con carpeta con toda la información, pero yo no creo que un archivo, es más, te lo juraría. ¿Sabés cuánta gente pasó la ESMA?
—¿Usted sabe? ¿Cuánta?
—No sé, pero mucha. Y hay muchos sobrevivientes, muchos: más de los que aparecen. Lo que pasa es que no quieren porque si no contarían lo bien que los tratábamos.
—Los que salieron contaron las torturas, los vejámenes…
—Era la guerra. ¿Y ellos? ¿No estaban locos con lo de la pastilla de cianuro? Eso lo inventó Firmenich. Por eso también lo odio. Como jefe militar debería haberse suicidado dignamente después de toda la gente que murió por órdenes suyas. Pero yo me llevo bien con los Montoneros. Algunos son amigos míos. El otro día me encontré con (Rodolfo) Galimberti en un bar, vino y se sentó a mi mesa. Después llegó un amigo mío, así que no pudimos charlar mucho. En realidad yo creo que fue bueno que no lo agarráramos a Firmenich. Porque él hundió a los Montoneros. Yo maté en un tiroteo en Haedo al que era el número tres de los Montos, un tipo menos conocido pero mucho más querido. Lino, le decían. Se llamaba Juan Roqué. Si hubiera estado él al frente, hubiera sido distinta la cosa. Pero lo maté yo. Fue un tiroteo durísimo. Casi me dan en una pierna. Quedé temblando por días. Voló toda la manzana, una explosión tremenda.
—¿Cómo fue la muerte de Dagmar Hagelin?
—Yo no estuve en ese operativo.
—Todos los testimonios lo acusan a usted.
—No está probado. El mejor testigo que tenían dijo que no era yo, que era un rubio de ojos marrones. Lo que pasa es que la causa prescribió. Además, yo sé quién fue. Yo hubiera preferido que declararan prescripta la causa, porque entonces se hubiera sabido quién fue.
—¿Quién fue?
—No voy a decirlo. Yo hablo por mí. No soy como (Alfredo) Scilingo. Por eso me respetan tanto en la Armada. Nunca voy a hablar en contra de un camarada. Es una canallada. Todos hicimos todo, sabíamos lo que hacíamos. Scilingo tiene muy mala fama.
—Scilingo dice que se arrepintió. ¿Usted se arrepiente de algo?
—No, yo no me arrepiento de nada. No soy perfecto, puedo haberme equivocado en algo menor, pero en lo grande no me arrepiento de nada. Scilingo es un traidor. Y hay una cosa que aprendí de mi madre y que es el único consejo que puedo dar: cuidate de los traidores. El que traicionó una vez traiciona siempre.
—Lo dice usted, que traicionó a las Madres de Plaza de Mayo y las entregó para que desaparecieran.
—Yo no las traicioné, porque no era una de ellas y me convertí. Yo lo que hice fue infiltrarme, y eso es lo que no me perdonan. Porque me infiltré dos veces. Cuando me acusan de otras cosas me enojo, pero de eso me río.
—Usted las entregó para que desaparecieran.
—Cumplí mi trabajo. Además, toda esa historia del beso el día de la entrega es un verso. Yo no estaba ese día.
—¿No le da asco pensar que se infiltró en un grupo de madres que pedía por sus hijos desaparecidos?
—Eran Montoneras. Recibían órdenes de los Montoneros. Yo respeto a los que piden por sus hijos desaparecidos, pero las madres lo usan para comerciar, por dinero o por política. ¿Vos respetás a Hebe de Bonafini?
—Por supuesto.
—Pero es subversiva, ella no quiere el orden democrático.
—Son madres que lucharon solas contra una dictadura.
—Yo respeto a (Graciela) Fernández Meijide, porque le secuestramos un hijo. Pero ¿y Alfredo Bravo? A Bravo no le secuestraron ningún hijo.
—Lo secuestraron a él.
—Alguna vez voy a escribir yo la historia. No la escribo porque es una tara que tengo: me duele la mano de agarrar la lapicera. Yo que hago tantas cosas físicas, las manos no me sirven para escribir. Igual, yo no creo que haya que decir la verdad. No es cierto que la verdad no ofende. La verdad ofende. Si acá hacemos un contrato social nuevo, tiene que ser así: de estas cosas no hablamos más. No hace falta saber. Los que quieren saber son morbosos. Sí, pasaron cosas horribles. Ellos y nosotros lo sabemos bien. Los Montoneros saben lo que pasó, y nosotros también. Fue una cuestión entre nosotros y no queremos hablar más.
—¿Por qué habla solamente de los Montoneros?
—Porque nos dividimos el trabajo con el Ejército. Ellos contra el ERP y nosotros contra los Montos. Era natural. La Marina es gorila, antiperonista y anticatólica. Y los Montoneros eran peronistas y católicos. En cambio, el ERP era de radicales de izquierda y ateos, todo lo que odia el Ejército. Pero yo no quiero hablar. Por eso no doy reportajes, ni acepto fotos. Porque ya está. No hay que hablar más. Tengo un amigo que tiene un poemita sobre el escritorio que dice: “Antes de decir la verdad ensillá el caballo. Puede que lo necesites”.
Igual, te digo, que no nos sigan acorralando, porque no sé cómo vamos a responder. Están jugando con fuego. Es como si Cassius Clay entra a tu casa y te pega, un día, dos, tres, al final te cansás, y aunque seas más chico le partís una silla en la cabeza. Igual, no somos más chicos. Las fuerzas armadas tienen quinientos mil hombres técnicamente preparados para matar. Yo soy el mejor de todos. Siempre me vienen a ver. Yo les doy siempre el mismo mensaje: tranquilícense, hay que esperar, pasó en todos los países. Pero no sé hasta cuándo. Además, este presidente es el peor de todos. Mucho “hermanito, hermanito” y después te mata. Hermanito, hermanito, y me pasó a retiro, que (Raúl) Alfonsín no había podido hacerlo. Pero no hay que creerles tanto a los periodistas. Para los periodistas ahora resulta que no existió la subversión. Tienen que cuidarse, van a terminar mal. Es como ahora, con el tema de (José Luis) Cabezas. Está bien, lo mataron. Pero no exageren, no es para tanto. ¿Por qué tanto escándalo con Cabezas? ¿Por qué se la pasan diciendo que fue el primer periodista que mataron en democracia? Si fue el segundo.
—¿Cuál fue el primero?
—Ese que tiraron al Riachuelo encadenado al auto. Bonino, algo así.
—¿Y usted cómo sabe?
—¿Cómo no voy a saber? Yo leo todo. Me informo.
—¿Cómo vive cuando es repudiado cada vez que sale a la calle, no puede salir del país, tiene que estar oculto y es el símbolo de lo peor?
—No es así. Y si es así es el sacrificio que tengo que hacer por la Armada. Pero yo hago mi vida normal. Leo libros de física, de historia, de política. Siempre leo tres libros al mismo tiempo. Tengo amigos, anoche estuve en un cumpleaños. La gente de la Armada me cuida y me protege.
—¿De qué trabaja?
—De nada. No hago nada. Por ahí, cuando pasa algo, me engancho. El otro día a un amigo se le rompió la computadora y fui a arreglársela. Y la otra vez se le incendió el campo a un amigo y fui a apagar el incendio.
Segunda parte (publicada en la edición del 21 de enero)
Luego de publicada la primera parte de la charla con Alfredo Astiz, la Armada ordenó su detención. Astiz fue interrogado durante todo el fin de semana y el lunes se presentó ante la Cámara Federal para declarar en la causa que investiga la desaparición del periodista Rodolfo Walsh. El martes fue citado en Tribunales por el juez que investiga el homicidio de Mario Bonino. Ese día los manifestantes le arrojaron huevos y piedras. Ese día, también, Gabriela Cerruti escribió la segunda parte de su entrevista.
El martes 13 a las nueve llegué al Hotel Naval. Cinco minutos después estaba sentada frente a Astiz.
—¿Vos qué querés?
—Un reportaje.
—Primero charlemos un poco. Za Za me habló muy bien de vos, y yo a él le tengo mucho cariño.
Entonces me contó lo que sabía de mí.
Bastante, con algunos datos ciertos y muchas interpretaciones erróneas. Sabía que había vivido en Punta Alta, y dejó claro que eso, de alguna manera, era un pasaporte a su confianza. Me habló de “los buenos tiempos de Puerto Belgrano. Yo cada tanto vuelvo ahí, sólo por una cuestión de nostalgia”. Creía que mi papá era marino, y tuve que aclararle que no: “Vivíamos allí porque mi abuelo trabajaba en las calderas de la Base Naval”. Sabía que había trabajado en Página/12 durante muchos años y que había escrito “El Jefe”, aunque admitió no haberlo leído.
“Vos sos amiga del Tigre Acosta”, me dijo. Le aclaré que no, y entendí que tampoco había leído Herederos del silencio, el libro que publiqué en julio del año pasado. Comienza así:
“Cuando yo tenía catorce años mi mejor amiga era la hija de un torturador. No de un torturador cualquiera: el padre de María Elena era Jorge El Tigre Acosta, jefe del Grupo de Tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada, la Esma, quizá el más espeluznante de todos los campos de concentración que funcionaron en la Argentina entre l976 y 1982”.
Astiz pidió dos cafés cortados, y agua mineral. Apoyaba los codos sobre la mesa al hablar y el mantelito azul con flores se arrugaba hasta correrse después de cada perorata elocuente. Entonces él lo arreglaba obsesivamente, hasta que las puntas coincidían con las esquinas. Sonreía, y al sonreír dejaba al aire parte de su dentadura sin muelas.
—¿Vos sos de izquierda?, preguntó.
Allí comenzó el diálogo que fue publicado en Tres puntos la última semana y que Astiz calificó como “una charla informal”. Estos son tramos inéditos y detalles importantes de esa conversación que, por cuestiones de edición, no aparecieron en aquella primera versión.
—¿Cómo es vivir perseguido por buena parte de la sociedad?
—Yo estuve preso con Alfonsín, nueve meses. Estuve prisionero de guerra. Lo que me pasa ahora no es nada. Además, no es como dicen los diarios. El noventa por ciento de las veces no pasa nada, lo que pasa es que cuando algún loco arma un escándalo sale en todos lados. Mirá, la prueba más clara de que hay nuevo contrato social, un pacto de silencio, de no hablar más del pasado y bancarnos todo lo que pase es que ninguno de los que fueron amnistiados volvió a hablar, ni a hacer nada. La amnistía del 73, que votaron todos en la cámara, muchos políticos que hoy están en el gobierno, dejó libres a tipos que después iban y ponían bombas, que mataban gente.
A mí me preguntan a veces si no me da bronca que haya montoneros en el gobierno. Obeid, el gobernador de Santa Fe, que era montonero, o cuando estaba Luis Prol, que después se murió.
La verdad que si ya se calmaron, no, no me importa. Me parece que ellos y nosotros que somos los únicos que sabemos lo que pasó tenemos que mantener el compromiso de no hablar más del tema. Yo pasé muchas, esto no es nada. ¿Sabés qué es lo único que importa? Que se te muera un subordinado. Y mucho más si es por una orden que vos diste.
Astiz se apoya sobre la mesa, casi recostándose, y la camisa celeste se le estira tanto que parece que los botones van a saltar. Tiene los ojos rojos, como si estuviera a punto de llorar. De pronto parece un fanático, o Tom Cruise en una guerra llorando al camarada muerto.
—¿Y vos qué pensás? Yo sé que no pensás lo que yo, pero a mí me gusta escuchar otras opiniones. Me gusta debatir, ya no es como antes, yo antes era más intolerante.
No contesté. Me acordé que hace casi un año entrevisté a Pierre Vidal Naquet, uno de los historiadores y filósofo más notorios de Francia, que dedicó su vida a escribir sobre el holocausto y la memoria. ¿Hay que entrevistar a los genocidas? le pregunté. “Hay que entrevistarlos, para saber cómo son, qué piensan, para estudiar sobre ellos, para que quede clara la verdad histórica sobre lo que hicieron”, me dijo. Y agregó: “Lo que no hay que hacer nunca es debatir con ellos. Ni aún cuando lo que digan nos suene aberrante. Hacerlo sería como si un astrónomo quisiera discutir con alguien que afirma que la luna es un pedazo de queso gruyére”.
Astiz se presentaba a sí mismo como un matador profesional, el último eslabón de una cadena burocrática: llegaba a la mañana, le decían a quién debía ir a secuestrar, él lo hacía y lo traía, vivo o muerto. No parecía haber ninguna inteligencia superior detrás de esto, ni ninguna elaboración ideológica.
—Usted no se preguntaba por qué hacían lo que hacían
—Mirá que yo estoy siendo muy sincero, me estoy abriendo mucho. Yo creo que siempre tiene que convivir un poco de izquierda y un poco de derecha. Por eso los buenos dirigentes tienen que saber poner un poco de las dos cosas. ¿Viste que siempre los profesores de educación física y los militares son de derecha y los artistas son de izquierda? Porque para hacer cosas que tienen que ver con el físico tenés que tener una disciplina, una rigurosidad, que te hace de derecha. En cambio para ser creativo necesitás el caos. Por eso los artistas y los intelectuales son de izquierda. Pero un país necesita un poco de orden y un poco de caos. El problema es cuando te vas mucho para un solo lado. Tenés que pegar un volantazo.
—Usted no puede salir del país por la sentencia de la justicia francesa.
—Lo de los franceses es una imbecilidad. Ni siquiera me citaron a declarar, y además hicieron todo el juicio en base a testimonios que no había querido usar la justicia argentina porque era obvio que eran truchos.
—Pero usted las secuestró.
—A una ni la conocía. A la otra, nunca pudieron probarme nada hasta que apareció un tipo que dice que me vio entrar a una habitación con ella y después escuchó a la monja gritar. Estuvo todo armado. Las Madres de Plaza de Mayo estaban manejadas por los montoneros. Yo era el encargado de averiguar quién les daba las órdenes, ¿y sabés quién se las daba? Edgar El Kadri. ¿Sabés quién es? Un montonero.
—Hablamos antes de Rodolfo Walsh, y no me dijo finalmente qué es lo que sabía, lo que había escuchado sobre él.
—Yo no estuve en ese operativo, así que no sé. Escuché porque era muy famoso, porque se la tenían jurada porque él puso la bomba en Seguridad, donde mataron a dieciséis.
—Walsh no ponía bombas.
—Pero organizaba todo para que las pusieran. ¿Me vas a decir que es distinto hacer inteligencia que poner bombas?
—Lo que quiero saber es qué fue lo que escuchó.
—Escuché de todo, porque el caso hizo mucho ruido. Pero además, ustedes los periodistas están convencidos de que había una persecución especial contra ustedes, y no es así. Ahora pasa lo mismo con Cabezas. ¿Viste los resultados de las elecciones? ¿Sabés dónde perdió el Frepaso en Buenos Aires? En General Madariaga, Dolores y Pinamar. Qué te parece. Es obvio que la gente de esos lugares está harta del tema.
—¿Usted se fija en los resultados de las elecciones distrito por distrito?
—Me encanta, leo todo, me divierte buscar esos detalles.
A las once de la mañana anuncié que tenía que irme. Astiz estaba entusiasmado, hablando, y me pidió que me quedara diez minutos más. “Tengo que irme, tengo un almuerzo”, mentí.
—Todavía no hablamos de muchos temas, me advirtió.
Entonces comenzó un largo discurso contra Ragmar Hagein, en el que incluyó frases del tipo “es un buscavidas, todo el mundo lo conocía de la noche, nunca le importó la hija. Hacía dos años que no la veía cuando pasó todo”. Quise volver a los secuestros de las monjas francesas, y me interrumpió: “Después te cuento de las monjas, vamos a hablar de todo”.
—¿Usted lo conocía a Alfredo Scilingo?
—Lo veía cada tanto, pero no era nadie. Estaba en automotores. Siempre hizo lo mismo. Está buscando plata, como siempre. Es un personaje… ¿Vos sabés la cantidad de causas judiciales que tiene en contra, antes de esto? El siempre le hizo favores a la Coordinadora, y ellos le pagaban bien. Una vez me lo encontré en Bahía Blanca, caminando por la calle. Vos que sos de allá sabés, si caminás un poco por Alem te cruzás con todo el mundo. Estaba eufórico y me dijo que dejaba la Marina porque se iba a trabajar a la televisión. Parece que la Coordinadora quería competir con La Nueva Provincia, que los matan siempre, y puso un canal de cable. Pero al poco tiempo Alfonsín arregló algo con ellos y cerraron el canal. Entonces Scilingo se quedó sin laburo. Después estuvo metido en una historia de billetes duplicados….
—¿Billetes falsos?
—No, duplicados, se hacían en la Casa de la Moneda, también eran de la Coordinadora. Lo agarraron acá cerca, en Córdoba, en una esquina. Parece que tiró el portafolio que llevaba, se abrió y empezaron a volar los billetes, no sabés el quilombo que se armó. Y después, con esto de hablar o no, estuvo intentando extorsionar a la Armada, pidiendo plata para no contar.
El domingo pasado, tres días después de que saliera publicada la entrevista, el diario La Nación publicó que el abogado-amigo de Alfredo Astiz, Aberg Cobo, envió a la redacción un informe donde se detallaban las causas judiciales en las que habría estado involucrado Scilingo.
Seguramente Astiz estaba repitiendo parte de ese informe.
—¿Usted está casado?
—No, nunca me casé. La Armada es mi vida, mi familia, mi hogar. Ahora, te digo, vos sos muy chica y no sabés lo que es New York City, pero en pleno 1978 a mí me preguntaban si prefería ir a la Esma o a New York City y yo contestaba que, obviamente, a New York City a bailar.
Me levanté para irme. Astiz me acompañó. Subimos la escalera, abrió la puerta de calle. Pensé que podría ver qué pasaba cuando se asomara a la vereda.
—Tengo que volver. No pagué el café. A ver si piensan que soy un ladrón—balbuceó, mientras se daba vuelta para volver a entrar, sin saludarme.
*Por Gabriela Cerruti para Nuestras Voces.