Otra vez la escuela

Otra vez la escuela
1 septiembre, 2017 por Redacción La tinta

Si la escuela se ha vuelto el terreno del desempate de las más variadas cuestiones es por sus propias características. Incluso en el marco de reglas de juego que los jóvenes no eligieron y que no los favorecen, hacen cosas. Y bastante han logrado, mientras tanta gente y tanto profesor suelto de moral anduvo por ahí queriendo lavarles la cabeza. Me pregunto entonces, ¿Querrán saber dónde está Santiago Maldonado o no? Preguntar no es adoctrinar, es preguntar.

Por Andrés E. Hernández para La tinta

Empate

Cuando un partido termina empatado en el tiempo regular pero lo que está en juego es tan importante que de allí debe salir sí o sí un sólo ganador, normalmente está previsto que haya más tiempo. Y finalmente, si en el tiempo extra la contienda no se resuelve… habrá penales. En sus distintas variantes los deportes apuntan en esa dirección, la del desempate. Últimamente parece que la escuela (y las fichas que están adentro de esa cajita) se ha vuelto uno de esos lugares donde se patean los penales. En este sentido, las expectativas se depositan en el hecho de que quienes desempaten el partido sean las futuras generaciones. ¿Habrá que esperar tanto?

La política es como un juego, en el que hay reglas. Reglas para que jueguen. Para algunos, los deportes incluso sirven para sublimar muchos de nuestros ingobernables instintos. En la arena nos pelamos, pero nos gobernamos. Algunas veces gana uno (lo que conlleva la humillación del otro), pero la promesa de la revancha hace del ciclo de ganadores/perdedores un escenario aceptado y deseable por todos. Ya vendrá nuestro turno. La falta de certezas, sumada al hecho de que nadie encarna o es dueño del juego, hace tanto de la política como del deporte un lugar de disputa.

En cuanto al empate, a fin de cuentas, se trata de una construcción simbólica. Todas las posiciones son equivalentes y las conquistas cuantificables. Pero lo que se dice ganar o perder en política, ha sido circunscripto en este siglo y en el anterior al terreno electoral. Se trata de dirimir quién tiene más votos. ¿Pero qué ocurre cuando eso no alcanza para dirimir un conflicto? ¿Qué hacer cuando las décimas y las centésimas electorales no alcanzan para marcar y acentuar una diferencia? Parafraseando a Telleyrand de un modo poco ortodoxo, uno puede hacer muchas cosas con los números, excepto sentarse sobre ellos.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Cristo de las redes

En las redes (parece que ya no hace falta decir virtuales), las disputas en torno a temas de actualidad van in crescendo al son del “compartir” y el “me gusta”. Quien tiene algunos amigos “del otro lado de la grieta” o “del otro lado de la mecha”, verá otros discursos y otras posiciones diferentes a las propias y deberá lidiar con ese irrefrenable impulso por “responder” o “comentar”. Quienes han hecho “limpieza de contactos” sólo se encontrarán frente a un espejo, convenciéndose a sí mismos y a quienes piensan más o menos parecido.

Entonces, o bien Santiago es un pibe que decidió involucrarse -acompañar, diría Julieta Quirós-, o Santiago es un delincuente que no quería trabajar y se sumó a un grupo extremista mapuche. De cada calificativo se desprende un decálogo interminable que no sistematizaremos aquí. Podrá dudarse de la veracidad de tal o cual comentario/comentarista (tenga o no foto de perfil, sea o no universitario, trabajo o no allí donde dice que trabaja, tenga o no un nombre digno de estar en un DNI). En cualquier caso, eso que está escrito al pie de una nota periodística o la publicación de algún blog, existe. Y si bien esos comentarios pueden ser contabilizados, no es por ello que tienen peso en el virtual mundo de la opinión pública.


Es por su peso simbólico que no pueden ser desdeñados tan sencillamente. Más o menos radicalizado, el discurso del más falso de los trolls es la sombra de lo que somos.


¿Alguien quiere pensar en los niños?

Si hay un terreno donde la moralización es regla, sin dudas se trata de la escuela. Tierra de costumbres y buenos hábitos, del delantal blanco reluciente, las manos bien enjuagadas y las cabezas bien lavadas (libres de piojos, digo). Mores y más mores. Cuándo sentarse, cuándo callarse, cuándo saludar, cuándo cantar, cuándo estudiar, cuándo votar, cuándo trabajar, cuándo… usar ¡Ejem! ¡Ejem! preservativo. Y del cuándo al cómo, claro. He allí la mano mágica y artesanal del pedagogo. Esa es más difícil de enumerar. Esa es la oportunidad para introducir la heterogeneidad, la multiplicidad de modos de hacer lo mismo y lo distinto. Pero más tarde o más temprano será el momento de hablar del porqué. Algunos todavía esperan que los docentes tengan/traigan los porqué al aula.

Las propuestas pedagógicas más constructivistas proponen, por su parte, que esos porqués surjan de las propias interacciones dentro del aula. La promesa moderna ilustrada en su versión kantiana afirmaba que esa autoculpable minoría de edad saldría a flote como resultado del esfuerzo y el trabajo individual, algo que sólo es posible en el marco del uso público de la razón. Entonces ¿El enfrentar los porqués da lugar a la autonomía? Algunos piensan que no.

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(Imagen: Colectivo Manifiesto)

Educación y adoctrinamiento

Si la escuela se ha vuelto el terreno del desempate de las más variadas cuestiones es por sus propias características. Un terreno algo inclinado, donde la institucionalización y la autoridad se resisten a perecer.


Enseñar/aprender no significa lo mismo para todos. Pero es para todos que esto ocurre en condiciones de desigualdad. Porque este es un mundo de adultos donde los bienes que se distribuyen, pero sobre todo las reglas que regulan ese ir y venir de los cuerpos, las emociones, los saberes, los reconocimientos y las cosas, son heredadas e impuestas por nuestros viejos y viejas.


Pero los pibes no son tontos y no se tragan cualquier verso. Incluso en el marco de reglas de juego que ellos no eligieron y que no los favorecen, hacen cosas. Hacen cosas y dicen cosas sobre eso que los adultos hacen y dicen de ellos. Son un vehículo de su pertenencia de clase y de su género, pero también de su generación. Como todos. Miran, escuchan, atienden, copian, estudian, hablan, molestan, pelean, ríen, lloran, cuestionan, protestan y hacen muchas otras cosas más, desde su propio lugar. Un lugar que muchas veces no conocemos o que creemos conocer porque suponemos que alguna vez estuvimos allí. No solo falla nuestra memoria, sino que la idea misma de experiencia generacional contradice eso que creemos ubica a los adultos en el lugar de jueces y sabios. Somos iguales y diferentes a la vez.

Mientras tanto, los pibes y las pibas preguntan y piden consejos a sus profes tanto como a sus padres y amigos. Quieren saber más. Todos y ninguno. Quieren entender la política y no les interesa. Piensan que los políticos son todos corruptos y por eso quieren participar y no participar en la política. Piensan que la política es igual a dinero y es una herramienta para transformar la realidad. Por eso quieren votar y fiscalizar y por eso mismo no quieren votar y no les interesa ningún candidato. Quieren ir a la escuela y quieren faltar. Quieren hablar y quieren escuchar. Quieren ir a las marchas y quieren poder tomarse el colectivo sin que haya un corte o una manifestación. Bastante han logrado, mientras tanta gente y tanto profesor suelto de moral anduvo por ahí queriendo lavarles la cabeza. Me pregunto entonces, ¿Querrán saber dónde está Santiago Maldonado o no? Preguntar no es adoctrinar, es preguntar.

* Por Andrés E. Hernández para La tinta / Imagen: Colectivo Manifiesto

Palabras claves: educación, Santiago Maldonado

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