Vidas precarias

Vidas precarias
27 julio, 2017 por Redacción La tinta

En Las fronteras de lo humano, la antropóloga María Carman analiza movimientos ambientalistas contemporáneos a través de preguntas inquietantes, entre ellas, si el furor por el proteccionismo animal puede implicar una renuncia a perseguir la dignidad humana.

Por Dolores Curia para Página/12

Los cuidados del ambiente y la lucha contra el maltrato animal conforman un mapa verde que se traza de modo casi omnipresente y transversal sobre otro mapa, el de la agenda política global. En Las fronteras de lo humano (Siglo Veintiuno Editores), la antropóloga María Carman se introduce a fuerza de etnografía bonzo en la antigua grieta entre cultura y naturaleza, y más específicamente en las fronteras permeables entre lo animal y lo humano. Y lo hace a partir de una inquietud poco visitada a la hora de meterse con el activismo ambiental: cuáles son los seres dotados de valor y cuáles pueden ser descartados.

Esquivando la retórica de la corrección política y valiéndose tanto de testimonios como de una primera persona muy potente, se pregunta si las luchas por el trato digno de ciertas especies animales se encuentran para algunos grupos separadas de un plan emancipatorio mayor, de una más justa distribución de la riqueza. Uno de los ejemplos elegidos son grupos de activismo pro-caballos y anti cartoneros de la ciudad de Buenos Aires. “Al tiempo que se bestializa lo humano se humaniza lo animal”, arriesga Carman mientras analiza cómo un lenguaje en términos de civilización y barbarie, que ha nutrido históricamente el relato nacional de los activistas contra el maltrato animal desde Sarmiento, se actualiza en el presente.

 

—Según tu investigación, ¿en qué medida el proteccionismo animal convive y hasta se sustenta sobre la marginalización de algunos sectores populares?

—Yo abordo en particular el caso de algunos movimientos en contra de la tracción a sangre. La preocupación por los animales por parte de estos grupos no se articula con la preocupación por los derechos de las personas más vulnerables. No generalizo pero veo que en algunos casos están más preocupados por incautar el caballo, que en apariencia sufre un daño, que por revisar cuáles son las condiciones de vida de esos carreros.  En el caso de estos proteccionistas la preocupación por la dignidad del caballo va casi en desmedro de la preocupación por la dignidad de los carreros, sus derechos humanos. 

—Al mismo tiempo dentro de la esfera de los DDHH hablar de los derechos de la naturaleza es toda una rareza…

—Todavía no forma parte del rango de preocupaciones de quienes vienen del campo de los DDHH. Hoy sucede que problemas que antes eran dirimidos bajo otros términos son resignificados en clave ambiental. El hecho de que una comunidad viviera sobre la basura, por ejemplo, no se entendía hace dos décadas como problema ambiental. En los últimos años, quedar fuera del lenguaje ambiental implica quedar fuera de uno de los lenguajes centrales en los cuales se están dirimiendo muchas disputas políticas. Así como menciono estos casos particulares de proteccionistas, también hay muchos movimientos sociales en América Latina que creen que se puede articular esta búsqueda de otorgarle derechos a la naturaleza y no descuidar los derechos humanos.

—¿Por ejemplo?

—En el libro menciono el caso de la reserva de la Villa Rodrigo Bueno. Uno de los argumentos que utilizaba el poder local para expulsarlos retomaba las visiones de algunos ambientalistas nucleados en torno a la defensa de la Reserva ecológica Costanera Sur. Decían que los habitantes de la villa vulneraban los derechos de los animales, impedían la libre circulación de especies animales y se alimentaban de especies protegidas. En este caso ese argumento ambiental era una forma de expropiarles la humanidad a los habitantes de la villa para poder ejercer una violencia sobre ellos. Pero ése no es el único uso posible.

—¿Cómo podrían ser esas otras articulaciones?

—A partir del libro me estuvieron escribiendo de una asociación de carreros en Córdoba Capital, Cooperativa la Esperanza, que reivindica a los carreros como agentes ambientales. Esa es una articulación desde abajo. En el caso de las villas de la Cuenca Matanza Riachuelo, sus habitantes de golpe pasan a ser beneficiarios ambientales: tienen plomo en sangre, ergo, tiene que ser relocalizados. Pero las primeras relocalizaciones fueron muy arbitrarias, se empezó por la gente más vulnerable. En las villas que sí estaban más urbanizadas, como la villa 21 24, es muy interesante ver cómo los sectores populares progresivamente se van apropiando del lenguaje médico, judicial y ambiental en pos de sus propios intereses, en este caso, luchar por la permanencia en la Ciudad. En el caso de la villa Rodrigo Bueno sus habitantes también apelaban a  argumentos ambientales para luchar por su permanencia: “Nosotros estamos cuidando este espacio, somos guardianes de la naturaleza. Los que provocan sufrimiento ambiental es el gobierno de la ciudad que mantiene al lado de la villa un cementerio de autos”.

—¿No corre el riesgo la causa ambiental de funcionar como un comodín, políticamente correcto pero vacío? 

—Casi todos los actores sociales apelan a un lenguaje ambiental en pos de sus intereses, a veces absolutamente antagónicos. Podés tomar banderas ambientales para legitimar el proyecto de una urbanización privada y mostrar que es más verde que otras, que vas a tener una vida cercana a la naturaleza. Lo mismo sucede con el multiculturalismo: no parece una contradicción la exaltación de ciertos rasgos de la cultura peruana o boliviana, en sus aspectos más exóticos, pero al mismo tiempo no le otorgás derechos básicos a esas poblaciones migrantes. Lo que ya se ha estudiado sobre las facetas light del multiculturalismo perfectamente se pueden aplicar a los asuntos de los derechos de la naturaleza. 

—¿Y de qué modo tuercen estos nuevos lenguajes las definiciones de lo humano?

—Desde múltiples disciplinas se está mostrando una mayor proximidad entre lo que consideramos lo humano y lo animal. Hay descubrimientos que van mostrando cómo ciertos animales pueden demostrar sentimientos de piedad, compasión o manipular herramientas. También desde la filosofía. Peter Singer junto a otros pensadores, representa la corriente antiespecista, que intenta mostrar que tanto humanos como animales tenemos sentimientos de dolor: las diferencias fisiológicas no tienen por qué ser motivo para un trato distinto. Singer se concentra en los animales que tienen un sistema nervioso central como el nuestro y por eso van a tener esa posibilidad de dolor bastante similar. Muchos movimientos que retoman la filosofía antiespecista lo hacen de un modo bastante paradojal.

—¿Cuál es la paradoja?

 Algunos movimientos contra la tracción a sangre, por un lado, toman las bases filosóficas igualitaristas de los antiespecistas. Pero al mismo tiempo trazan una división entre ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.  Entre los humanos que pueden comprender el dolor de los animales, o sea, ellos mismos, y aquellos humanos que, en sus términos, son una “subespecie sin sentimientos”. Ponderan las cualidades cuasi humanas del caballo, su nobleza, su bondad, y al mismo tiempo y la falta de nobleza, cultura y educación del carrero.

*Por Dolores Curia para Página/12. Fotografía: Colectivo Manifiesto.

Palabras claves: Carreros

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