Tras la desmovilización de las FARC, buena parte del país ha quedado accesible para el Estado, que ahora debe decidir qué modelo de desarrollo implementa en el campo.
Por Pablo Rodero para El Salto
Fotografía: Ocha Colombia
Tras cinco décadas de lucha armada, la guerrilla que nació como el brazo armado de los campesinos sin tierra de Colombia oficializó su entrega de armas el 27 de junio. Si bien las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) no fueron derrotadas militarmente por el Estado, su objetivo histórico de la redistribución de la tierra en Colombia quedó lejos de haber sido logrado.
En los acuerdos alcanzados en La Habana, la guerrilla aceptó una suerte de coexistencia entre el latifundio, la estructura histórica del agro colombiano, con espacios de preservación para la economía campesina a pequeña escala. Sin embargo, el tradicional apoyo estatal al gran capital rural, no da visos de sufrir grandes variaciones en el futuro inmediato. Las tensiones entre el latifundio y el pequeño campesinado siguen tan vigentes como en los años 60, cuando las FARC comenzaron su lucha armada.
Desde los años 90, comenzaron a surgir movimientos sociales protagonizados por campesinos mestizos, indígenas y afrodescendientes, que proponen una ordenación rural basada en la protección de las pequeñas comunidades y de la agricultura familiar. Propuestas basadas en la propiedad comunal, como los resguardos indígenas o los territorios colectivos afrodescendientes; o la limitación de la propiedad, como las zonas de reserva campesina, han chocado con el modelo terrateniente y el monocultivo. Tras cincuenta años de guerra interna, el acceso a la tierra sigue en el centro del conflicto social en Colombia.
Extractivismo y agroindustria
Las FARC eran consideradas como la guerrilla más longeva del continente, si bien coexistieron durante sus cinco décadas de actividad armada con otras organizaciones guerrilleras en Colombia. El M19, una guerrilla esencialmente urbana, y el Movimiento Armado Quintín Lame, que defendía los intereses de los pueblos indígenas del país, pactaron su desmovilización a principios de los 90 y fueron parte activa en la redacción de la Constitución del 91. Las FARC se quedaron entonces fuera del proceso.
“El mismo día que se convocó la asamblea constituyente, se ordena bombardear el campamento de las FARC donde se estaba negociando la paz”, explica Carlos Quesada, investigador de la Universidad Nacional de Bogotá y autor del libro Territorios campesinos: La experiencia de las zonas de reserva campesina.”Esa identidad campesina, ese proyecto territorial, queda absolutamente excluido del régimen jurídico político colombiano. El pacto político que se dio en Colombia excluyó deliberadamente a esta porción de la sociedad”, añade Quesada.
La constitución del 91 supuso un innegable reconocimiento de la pluralidad étnica del país y un avance en la democratización del Estado. Pero, al mismo tiempo, estableció las bases para lo que se denominó la “apertura democrática” y el comienzo de un proyecto neoliberal que sigue vigente. El país abrió sus recursos petroleros a multinacionales extranjeras y desde el Estado se apostó por la expansión del monocultivo de productos tradicionales como la caña de azúcar y más novedosos como la palma aceitera. Se potenciaba un modelo cuyo origen se remonta a la colonización española del siglo XVI, la extracción de recursos buscando satisfacer a los mercados internacionales y no la creación de una economía interna.
A la desregulación del sector y las subvenciones introducidas desde el Estado, que beneficiaban a la agricultura latifundista frente a la economía campesina, se sumó, a finales de los 90, la expansión del paramilitarismo por todo el país. Zonas de reciente colonización, donde habían ido a parar campesinos sin tierra procedentes de las zonas más fértiles del país, fueron el escenario principal de actividad de los grupos paramilitares, que provocaron un éxodo masivo y un posterior despojo de tierras. ”El paramilitarismo permite que el campesinado llegue a determinadas regiones, las habite, las construya, tenga una fuente de ingresos fijos y constantes, ganado, enseres, y cuando ingresa, reapropia y reconcentra esas tierras en manos de los hacendados”, declara Quesada.
Una locomotora sin frenos
A base de subvenciones, desregulación o, en algunos casos, violencia paramilitar, el monocultivo se ha ido extendiendo por zonas periféricas del país que habían permanecido con formas de agricultura familiar hasta los 90. Cuando Juan Manuel Santos llegó a la presidencia en 2010, la agroindustria y la minería estaban entre las cinco locomotoras del progreso de su Plan Nacional de Desarrollo. En el Catatumbo, los Montes de María o el Meta, varias de las zonas más golpeadas por la guerra desde finales de los 90, la locomotora del progreso ha llegado en forma de monocultivo de palma aceitera.
En todas estas zonas las comunidades locales han denunciado problemas similares derivados de la llegada del monocultivo: contaminación del agua por los agroquímicos, amenazas a la soberanía alimentaria de las regiones y condiciones laborales miserables para los trabajadores agrícolas.
En zonas mineras como la Guajira, o el bajo Cauca, los ríos se han secado o contaminado con mercurio. “El planeta futuro no puede ser construido sobre la base de que los países productores tengan todos estos problemas y que se profundicen más las desigualdades y la pobreza”, declara Paula Álvarez, investigadora independiente colombiana especializada, entre otros temas, en las consecuencias ambientales del monocultivo de palma aceitera y caña de azúcar.
Los Montes de María fueron una de las zonas consideradas como despensas agrícolas del país durante los 70 y 80. La apertura económica provocó la quiebra del arroz, incapaz de competir con la producción estadounidense, y la guerra hizo que un tercio de la población se desplazara por la violencia. El monocultivo de palma o de teca es ahora casi la única actividad agraria en la región. “La locomotora que no tiene frenos atropella a todo el que está por delante”, declara Gabriel Pulido, líder comunitario de Mampuján, una población de la zona que tuvo que desplazarse completamente bajo amenazas de grupos paramilitares. “Con esa locomotora han querido pasar por encima a toda la población de los montes de María”, añade Pulido.
Modelos alternativos
Mientras se hacía cada vez más evidente que la lucha armada guerrillera no lograría el objetivo histórico de la redistribución de la tierra, otros movimientos sociales de base se fueron desarrollando en las últimas dos décadas. Basados en el reconocimiento a las minorías étnicas del país que se estableció en la constitución del 91, indígenas y afros desarrollaron sus propias formas de economía campesina, basadas en la propiedad comunal. Como se ha dicho, los campesinos mestizos quedaron fuera de la participación en el ordenamiento territorial en el 91, pero establecieron posteriormente un modelo propio, la zona de reserva campesina, que fue también reconocido por el Estado.
En estas zonas especiales, de las cuales el Estado sólo ha legalizado seis en todo el país, los campesinos son dueños de su parcela, pero existe un límite a la extensión de la propiedad para evitar que se generen latifundios. “Las zonas de reserva delimitan un territorio para la economía campesina, basada en las unidades agrícolas familiares”, declara César Jerez, miembro de la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (ANZORC). “Es muy sencillo, pero muy difícil de aplicar, porque representan el antagonismo con el modelo terrateniente latifundista feudal y la agroindustria que lo engloba”.
La contraposición a estos modelos comunitarios es la ley de Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (ZIDRES). Aprobada en 2016 por el Gobierno de Santos, establece un modelo de asociación entre el gran capital rural y el pequeño campesino que Quesada califica como “la renovación del interés del Estado por la entrega de los territorios baldíos al empresariado a través de argucias”. Bajo esta ley, el campesino ve reconocida su propiedad sobre la tierra con la condición de que se asocie a un gran empresario pasando, en la práctica, a formar parte de un proyecto de monocultivo.
La pugna entre ambos modelos será uno de los grandes conflictos del posconflicto colombiano. De la creación de un equilibrio que permita subsanar las desigualdades estructurales en el medio rural colombiano dependerá que comience finalmente una etapa duradera de paz o que el país sudamericano regrese a una guerra interna cuyo origen puede rastrearse hasta su misma fundación.
*Por Pablo Rodero para El Salto. Fotografía: Ocha Colombia