El narcopatriarcado y «las pibas»
Araceli fue otra «fanática de los boliches», otra “piba” a la que de poco servía buscar. En la tradición de las luchas contra la violencia institucional, siempre se habló del pibe chorro, pero muy poco de las adolescentes. De las chicas jóvenes se dice que “se van de gira”, “dejan la escuela”. Sus femicidios son responsabilidad del Estado: que no previene, no las busca y es cómplice del entramado narco en los barrios, donde los pibes son soldaditos y ellas, un botín.
Por Florencia Minici para Revista Anfibia
Cuando a la titular de la fiscalía 2 de San Martín, Graciela Pereyra, le llegó la denuncia por la desaparición de Araceli Fulles, mandó al padre a “relajarse”. Le dijo que se fuera, que se relajara. En los días que sucedieron a la denuncia, Araceli fue otra fanática de los boliches, otra piba a la que de poco servía buscar. Porque en la maquinaria de la guerra que nos tiene por botín y cautivas, narradas en tramas de consumo y rotas, una piba es eso.
Porque para la mirada del desprecio y las dependencias, las pibas hacen eso. Qué es “La Piba”, se preguntaba hace unos días en una asamblea un grupo de feministas que intentaba empezar a hacer una caracterización, poco jerarquizada hasta ahora por las consignas habituales contra el gatillo fácil y la represión.
En la tradición de las luchas contra la violencia institucional, siempre hubo un sujeto privilegiado en las enunciaciones: cómo desarmar la idea de destinación de los pibes chorros, que ninguno nace tal, y sobre todo un intento por caracterizar las vidas de los pibes en los barrios, con sus universos culturales y sus riesgos asumidos en circuitos económicos vinculados a vidas dañadas. Poco se habla, a la hora de analizar estos dispositivos, de las pibas.
Lo que sabemos, entonces, es lo que dicen los medios. Las pibas se van de gira. Dejan la escuela. Quién sabe cuándo van a volver, solitas, después de tres o cuatro días, y se habrán ido con alguno (se supone, además, heterosexual a la piba), pero ya va a volver porque la piba entra y sale, siempre en un vaivén de la vigilancia de patrullas de machos, a la fiesta indebida y la muerte. Enaltecida fugazmente si es madre y rápidamente convertida en doña aún si no llegó a cumplir los 25 años.
Con la base de esa narrativa operó, entre otras cosas, la acción de la fiscalía 2 de San Martín. Lo que hizo la fiscal Pereyra luego de recibir la denuncia, fue caratular la causa como “averiguación de paradero”. ¿Explorar la hipótesis de un secuestro ligado a la trata, a pesar de la insistencia de la familia y del ofrecimiento de ayuda que realizó la Unidad especializada en Trata de personas? ¿Investigar la posibilidad de un femicidio? ¿Exigir los recursos necesarios para desplegar una búsqueda real, contundente, que pudiera poner a favor de Araceli una migaja del tiempo contrarreloj que se le fue de las manos, fuera tarde o temprano para buscarla? Nada de eso ocurrió.
Los tiempos episcopales de la policía Bonaerense y del Poder Judicial fueron la contracara de la insistencia y la organización con que el sábado 15 de abril, todavía duelando a Mica García, una cuadrilla de alrededor de 300 militantes del Movimiento Evita rastrilló José León Suárez, la agrimensura de sus baldíos y sus silencios, poblando cada casa, cada auto, cada comercio, cada escuela, con el rostro de Araceli. Ese día también pintaron un mural que inscribió bien grande la palabra MICAELA en el puente que cruza las vías de Suárez. Micaela: en colores flúo, Micaela pop y tropical, y al lado una leyenda que dice “Por vos juramos vencer”. Así se promete, aunque nunca hay consuelo, la militancia cuando perdemos a una más.
Entre el nudo de Micaela García y el nudo de Araceli Fulles hay una zona que tiene las gamas de un núcleo tortuoso que define los devenires de la muerte femicida y sus flecos de poder, sus crímenes obrados y exhibidos, en escenas de la crueldad del uso objetual de nuestros cuerpos; donde se nos muestra al mundo como una obra de muerte, al decir de Achille Mmembe; donde vivimos con la certeza civilizatoria, una vez más, de que el Estado es responsable. Responsable de no buscar, pero también de no prevenir, y también en su complicidad con los entramados de la violencia narco en los barrios. Asistimos hoy, además, no sólo al hecho probo de que el Estado es responsable, sino también a toda una propuesta necropolítica, estatal y paraestatal, que se despliega incesantemente sobre nuestras vidas. No cuesta mucho imaginar para nuestras vidas un devenir esclavo de estas escenas, pero quisiéramos imaginar uno libertario.
Como una declaración de principios, la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, anunció en las horas siguientes a la aparición del cuerpo sin vida de Araceli, la salida de un decreto que dictaba duelo nacional por la muerte de un policía de la Federal, caído en un enfrentamiento con narcos en Villa Loyola. En el marco de la fetichizada “guerra contra el narcotráfico”, el Estado que reprimió a las mujeres el último 8 de marzo, luego del histórico Paro Internacional de Mujeres que hizo temblar la tierra, el Estado que no buscó a Araceli, es el Estado que de la única guerra que participa en su inacción y complicidad, es la guerra contra las mujeres. Nos dictan qué duela y qué no duela una patria, cuál es el duelo oficial, en qué cuerpos debemos pensar.
Del mismo modo que los medios suelen alimentar la cultura económica y social del peligro, con que se fundamentan las precariedades de vidas dañadas por el neoliberalismo, cuando advierten que la villa Loyola está a tan sólo 15 minutos del Obelisco. Nunca dicen “el femicidio está tocando a su puerta señora”, pero sería más imaginable leer “el feminismo está tocando su puerta, señora”, cuando culpabilizan a las movilizadas de incrementar la tentación de la violencia.
El neoliberalismo es una religión no expiatoria sino culpabilizadora. Para la violencia narcopatriarcal, tratante, institucional, económica, que desde hace unos años viene empollándose en San Martín, el único destino que cabe a los pibes es el de ser soldaditos con chaleco antibalas y armas, y a las pibas el de ser el botín y una posta de avanzada que señala cada despliegue sangriento de las violencias en los territorios.
Es un ordenamiento que separa cuerpos en peligro de aquellos que pueden ser salvados por la inmunidad que otorga la capitulación a ir de fiesta, a manifestarse, a ocupar el espacio público, a decidir una estética para formas de vida que sean en short o en pollera, en pantalón o en lo que sea. Es la propuesta que vino a hacernos el mal gobierno, que mientras maneja los duelos oficiales garantiza las condiciones para una masacre que ocurre a distintos niveles. Es la propuesta de un regreso de la moral y de la autoridad en sus peores formas. Es el pasaje a un estadío de la articulación del poder en que se abandona toda expectativa del control civil de las fuerzas de seguridad, al mismo tiempo que se abandona a las vidas precarias a subsistir enredadas en la amenaza constante: ¿quiénes son hoy los dueños de la tierra? Al calor de los acontecimientos precisamos, con urgencia, un diagnóstico de las redes narcopatriarcales, y de sus articulaciones con los poderes del Estado y de la economía toda.
A las pibas el poder judicial no las busca. Encubre a la policía. Y la policía encubre a las redes de menudeo y tráfico que aleccionan a través de la captura o el asesinato, tanto para que sean rehenes del negocio como prenda de negociación, o como mera mercancía cautiva, sin utilidad alguna en la cadena, puro gasto improductivo y exhibición de lo que los dueños de los cuerpos son capaces de hacer.
Tal como ocurrió en el caso Candela Rodríguez. Las búsquedas se demoran, se espectacularizan los hallazgos y se desvían las pistas. Las tramas son distintas, pero en cada una se cristaliza un funcionamiento de engranajes de poder e impunidad. Se trata, más que de un proyecto de país, de un proyecto histórico de poder que, en las mismas horas en que se otorga la prisión domiciliaria a Miguel Ángel Etchecolatz, debate la abolición encubierta de la libertad condicional en la Argentina. En este proyecto, querrán usarnos. Querrán que nosotras también nos sumemos a la cacería de la violencia. Disfrazarán al poder de antídoto y nos ofrecerán Seguridad. Ante esto, es posible pensarnos, precisamente, como eso otro al poder. ¿Qué sucedería si nos pensamos pibas por fuera de las narrativas del poder? Urge pensar e inventar un nuevo devenir pibas. Ni los medios ni las políticas públicas, ni hablar solamente del destino de los pibes , también sujetos del mandato de las masculinidades soldadescas, puede ubicarlas por fuera de imágenes que las eternicen en el chivo expiatorio del ritual crepitante.
Si hablamos de narcopatriarcado, es porque allí se estructura una lógica de poder e impunidad en la cual el Estado garantiza que no salgan a la luz las responsabilidades económicas y los circuitos, pero al mismo tiempo por el tipo de jerarquías soldadescas y sacrificiales que en la trama de consolidan. Por otro lado, el mismo Estado que en la jerga punitivista también habla de la guerra contra las drogas, es garante y cómplice.
Como dice Ileana Arduino, nos rodea la siniestralidad. En las últimas horas también desaparecieron Mirella Mónica Quispe Ccahuana, en Benavídez, y Lucía Olhasso, en La Plata. La bandera del Municipio de San Martín tiene como símbolo un engranaje. Tan sólo un engranaje. Pero, trazando hipótesis, si San Martín fuera la capital bonaerense del narcopatriarcado, quizás las redes que también allí se activan para enfrentarlo, que no son las redes del punitivismo, puedan convertirlo en una capital bonaerense el feminismo.
*Por Florencia Minici para Revista Anfibia / Fotos: En Movimiento Teve