Los no tan anónimos Braun
El Supermercado La Anónima, de la familia Braun, subió especulativamente los precios de los alimentos durante la emergencia de Comodoro Rivadavia. Los aumentos fueron de entre el 70 y el 100 por ciento para el pan, el agua y la leche. Pero el prontuario familiar se remonta hasta un siglo atrás, con estafas, negocios sucios y lazos con el poder de turno.
Por Ricardo Ragendorfer para Nuestras Voces
Ya sin la barbita que luciera durante su reciente presentación parlamentaria, el jefe de Gabinete, Marcos Peña Braun, clausuró en el hotel Hilton el capítulo latinoamericano del Foro Económico Mundial con la siguiente frase: “Vamos a defender el valor del libre comercio”. Desde un asiento de la primera fila, su primo, el secretario de Comercio, Miguel Braun, aplaudía a rabiar. Era la tarde del 7 de abril.
Ese mismo viernes trascendía que en la ciudad de chubutense de Comodoro Rivadavia, devastada por las inundaciones, la sucursal de los supermercados La Anónima había aprovechado la catástrofe para remarcar –con aumentos de entre el 70 y el 100 por ciento– los precios del pan, el agua y la leche, junto a otros artículos de primera necesidad. Dicho sea de paso, aquella cadena –la más expandida del rubro en el sur del país– es propiedad de la familia Braun.
Actualmente hay 18 funcionarios con tal apellido en distintos estamentos del Gobierno. Por lo que no son inusuales sus “conflictos de intereses”, así como en la jerga macrista se le llama a los negocios reñidos con la gestión pública. Un caso testigo: el antojadizo acuerdo del hotel Esplendor –regenteado por los hermanos Carlos y Sebastián Braun– con Aerolíneas Argentinas para alojar en El Calafate a sus tripulantes. Consultado en su momento por este asunto, Peña Braun sólo supo decir: “Mi familia es muy grande”.
Más allá del horizonte
“Marquitos” –como suelen llamar en el PRO a este politólogo de 40 años– es fruto de un linaje con creencias profundamente católicas y hábitos sexuales puestos al servicio de la procreación.
Por lo pronto, él es uno de los cinco hijos del matrimonio formado por el ex funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) Félix Peña Murray y la catequista Clara Braun Cantilo. Ella a su vez es una de las diez criaturas concebidas por la unión entre María Teresa Cantilo Achával y Luis Eduardo Braun Menéndez, quien por su parte es el sexto de los diez vástagos que tuvo Josefina Menéndez Behety con Mauricio Braun Hamburguer. Otro retoño de éstos, Oscar José Braun Menéndez, les produjo –con Marta Seeber Demaría– diez nietitos; entre ellos, Oscar Braun Seeber, padre del actual secretario de Comercio. En tanto, un tercer hermano de Luis Eduardo y Oscar José, llamado Mauricio como su progenitor, engendró –con Ana María Bidau Lastra– apenas ocho hijos. El primogénito, Mauricio Eduardo Braun Bidau, fue el integrante más oscuro de la estirpe familiar. Y protagonista de un episodio maldito de la última dictadura. Tanto es así que toda referencia sobre su persona ha sido tachada hasta de la genealogía familiar.
Pero antes de abordar su historia habría que detenerse en el iniciador de la dinastía, el inmigrante asturiano José Menéndez, quien –después de un fracaso comercial en Cuba– se estableció con su esposa, la joven montevideana María Behety Chapital, en la Patagonia durante el invierno de 1866. Allí se convirtió en un exitoso comerciante, empezó a explotar una empresa naviera y adquirió tierras a granel, además de procurarle nueve hijos a la feliz esposa. La mayor, Josefina, fue entregada en matrimonio al señor Braun Hamburguer, su gran competidor, para así sellar una fructífera alianza con él. Una alianza que dejó su huella en la historia del país.
La dupla Menéndez-Braun llegó a diversificar sus asuntos con una ansiedad casi canina; controlaba en el sur el comercio de lanas, poseía frigoríficos, grandes almacenes, bancos y en 1908 creó la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia, más conocida como La Anónima, sin descuidar sus intereses en la Compañía Minera Cutter Cove ni su casi millón y medio de hectáreas en tierras aptas para la ganadería y la crianza ovina. En suma, un reino que a través del tiempo sería administrado con implacable rigor por ellos y luego por sus descendientes, sin escatimar métodos ni límites.
Porque aquella familia llegó a poseer la mitad del territorio patagónico, tanto argentino como chileno, a través de un auténtico genocidio sobre los pueblos originarios que la poblaban. Y sin soslayar su notoria cuota de responsabilidad en los fusilamientos, a fines de 1921, de 1.800 obreros rurales en el episodio que pasó a la posteridad como “La Patagonia Trágica”.
Desde entonces, La Anónima fue la nave insignia de los Braun para efectuar todo tipo de negocios. Y en 1942 empezó a cotizar en la Bolsa de Comercio. Ya editaba la revista La Argentina Austral y hasta produjo programas radiales en Río Gallegos y Comodoro Rivadavia para difundir sus intereses políticos y apoyar las inversiones. Una de estas fue en 1957 la creación de Austral Líneas Aéreas, que disputó rutas con Aerolíneas Argentinas por casi 15 años.
Sin embargo, a fines de la década del sesenta el gran imperio de los Braun se encontraba algo alicaído. La dispersión de su capital entre distintos tenedores favoreció tal debacle, perdiendo tierras, barcos, almacenes e inmuebles. Poco después –ya durante la última dictadura–, la compañía Austral fue el eje de una escandalosa quiebra. Y de un no menos impúdico salvataje por parte del ministro de Economía, José Martínez de Hoz. Un salvataje que –de acuerdo a los archivos exhumados en 2014 por el equipo de Derechos Humanos de la Comisión Nacional de Valores– incluyó el secuestro del principal acreedor, el banquero Eduardo Saiegh, hecho que salpica de modo directo a los accionistas Federico y Oscar Braun (tíos del actual secretario de Comercio) y a Eduardo Braun Cantilo (tío del actual jefe de Gabinete). Al final, Martínez de Hoz optó por estatizar la compañía para así diluir la deuda de sus camaradas de clase. Para entonces, de modo más que milagroso, se revirtió la situación financiera del holding familiar y su paquete accionario fue a parar nuevamente a manos de sus integrantes.
Corría aún la etapa final del régimen cívico-militar cuando entró en escena el ya mencionado Mauricio Eduardo Braun Bidau.
Pescado podrido
Había que ver a ese hombre de cabello platinado y gesto adusto al extender el brazo derecho sobre una enorme biblia. Frente a él, en silencio, permanecía el ministro de Economía, Jorge Wehbe, en quien el presidente Reinaldo Bignone tenía depositada toda su confianza. Era la mañana del 2 de febrero de 1983 y, a los 47 años, el señor Braun Bidau asumía la jefatura de la Administración General de Aduanas.
Su salón de actos estaba colmado por funcionarios, periodistas, empresarios, amigos y familiares; entre estos, su esposa, Luz de Santa Coloma Alvear, y los cuatro pequeños hijos del matrimonio. Tras la ceremonia, Mauricio Eduardo fue con ellos a su hogar, en el onceavo piso del edificio situado en la Avenida del Libertador 3890, y de allí partió raudamente hacia el aeropuerto Newbery para abordar un vuelo hacia Ushuaia.
Antes de iniciar su gestión debía atender allí un asunto: monitorear el arribo del barco pesquero Dalto Marú II, adquirido por su empresa, Oceanfish SA, dedicada a la elaboración, transporte y exportación de productos marinos.
Braun Bidau había acordado fundar esa compañía con la empresa japonesa Kabushiky Kaicha. También se comprometió a comprar el barco a una firma subsidiaria de ésta por 290 mil dólares. Y para realizar su importación dibujó para los nipones un precio de flete por una cifra idéntica. Lo que se dice, una jugada perfecta.
Braun Bidau regresó de Ushuaia en el primer vuelo del 3 de febrero.
Al día siguiente, el flamante administrador general de Aduanas se instaló en sus oficinas del viejo edificio de la calle Azopardo 350.
Durante casi medio año, Braun Bidau alternó con absoluta tranquilidad los negocios personales con las tareas propias del cargo; entre otras, hacer “caja” para las más altas autoridades del país y facilitar sus trapisondas individuales. De modo que, por añadidura, aquel sujeto de cuna patricia y dicción afectada era depositario de información por demás sensible que él guardaba bajo siete llaves. Una gran responsabilidad.
Hasta que, de pronto, algo pasó.
El 19 de agosto, tras una tensa reunión con el entonces titular de la Armada, almirante Rubén Franco, y el secretario de la Fuerza Aérea, brigadier Alberto Simari, dio una intempestiva conferencia de prensa para denunciar “presiones de sectores interesados”. Y también dijo: “Al asumir me prometieron intenso apoyo, pero ese apoyo fue escaso”. ¿Qué estaba ocurriendo?
Resulta que a raíz de una denuncia anónima, el magistrado del fuero Penal y Económico, Miguel Serrabayrouse Bargalló, lo investigaba por el contrabando de 15 toneladas de calamar. La cuestión causó contrariedad en los militares, ya que se trataba de un acto ilícito en su propio beneficio y no para “la corona”. Algo imperdonable.
Lo cierto es que la mise-en-scène de la conferencia de prensa no mitigó el carácter embarazoso de su situación.
El 6 de septiembre, ya procesado con prisión preventiva, fue trasladado sin escalas desde su oficina en la Aduana a una oscura celda del penal de Caseros. Fue un verdadero bochorno para su familia.
Allí, con un dejo amargo, le diría a sus pocas visitas: “Me soltaron la mano”.
Con el transcurso de los meses su amargura habría mutado en una depresión aguda. Así vivió el traspaso de la dictadura a la democracia. Recién en agosto de 1984 alegó por vía judicial su trastorno psíquico. Y, sorprendentemente, la jueza Susana Pellet Lastra –en reemplazo del doctor Serrabayrouse Bargalló– dispuso su internación en la lujosa Clínica Psiquiátrica Santa Rosa, del barrio de Belgrano.
Los acontecimientos se precipitaron a fines de ese año, cuando la Cámara de Apelaciones resolvió el regreso del ex funcionario a Caseros. La doctora Pellet Lastra demoró la ejecución de la medida. Finalmente, los policías enviados a la clínica para efectivizarla volvieron con las manos vacías: Braun Bidau ya había puesto los pies en polvorosa.
Desde ese instante nunca más se supo de él. Ni cuando prescribió su delito. El tipo se había ausentado para siempre.
Quizás en tal misterio haya incidido de manera determinante el nerviosismo de los antiguos mandos militares por los secretos que atesoraba el prófugo. Y también, el empeño de sus parientes en borrar todo vestigio del paso de aquel hombre por la vida. Cómo si nunca hubiera existido. Sin embargo, su figura evanescente aún sobrevuela la memoria de los Braun como un espectro apenas disimulado.
Eso bien lo saben Marcos Peña y su primo, Miguel.
*Por Ricardo Ragendorfer para Nuestras Voces