Nosotros decimos no
Éste es el discurso de inauguración de las jornadas de «Chile crea», en Santiago de Chile, a mediados de 1988.
Hemos venido desde diversos países, y estamos aquí, reunidos a la sombra generosa de Pablo Neruda: estamos aquí para acompañar al pueblo de Chile, que dice no.
También nosotros decimos no.
Nosotros decimos no al elogio del dinero y de la muerte. Decimos no a un sistema que pone precio a las cosas y a la gente, donde el que más tiene es el que más vale, y decimos no a un mundo que destina a las armas de guerra dos millones de dólares cada minuto mientras cada minuto mata treinta niños por hambre o enfermedad curable. La bomba de neutrones, que salva a las cosas y aniquila a la gente, es un perfecto símbolo de nuestro tiempo. Para el asesino sistema que convierte en objetivos militares a las estrellas de la noche, el ser humano no es más que un factor de producción y de consumo y un objeto de uso; el tiempo, no más que un recurso económico; y el planeta entero una fuente de renta que debe rendir hasta la última gota de su jugo. Se multiplica la pobreza para multiplicar la riqueza, y se multiplican las armas que custodian esa riqueza, riqueza de poquitos, y que mantienen a raya la pobreza de todos los demás, y también se multiplican, mientras tanto, la soledad: nosotros decimos no a un sistema que no da de comer ni da de amar, que a muchos condena al hambre de comida y a muchos más condena al hambre de abrazos.
Decimos no a la mentira. La cultura dominante, que los grandes medios de comunicación irradian en escala universal, nos invita a confundir el mundo con un supermercado o una pista de carreras, donde el prójimo puede ser una mercancía o un competidor, pero jamás un hermano. Esa mentirosa cultura, que cursimente especula con el amor humano para arrancarle plusvalía, es en realidad una cultura del desvínculo: tiene por dioses a los ganadores, los exitosos dueños del dinero y del poder, y por héroes a los uniformados rambos que les cuidan las espaldas aplicando la Doctrina de la Seguridad Nacional. Por lo que dice y por lo que calla, la cultura dominante miente que la pobreza de los pobres no es un resultado de la riqueza de los ricos, sino que es hija de nadie, proviene de la oreja de una cabra o de la voluntad de Dios, que hizo a los pobres perezosos y burros. De la misma manera, la humillación de unos hombres por otros no tiene por qué motivar la solidaria indignación o el escándalo, porque pertenece al orden natural de las cosas: las dictaduras latinoamericanas, pongamos por caso, forman parte de nuestra exuberante naturaleza y no del sistema imperialista de poder.
El desprecio traiciona a la historia y mutila al mundo. Los poderosos fabricantes de opinión nos tratan como si no existiéramos, o como si fuéramos sombras bobas. La herencia colonial obliga al llamado Tercer Mundo, habitado por gentes de tercera categoría, a que acepte como propia la memoria de sus vencedores y a que compre la mentira ajena para usarla como si fuera la propia verdad. Nos premian la obediencia, nos castigan la inteligencia y nos desalientan la energía creadora. Somos opinados, pero no podemos ser opinadores. Tenemos derecho al eco, no a la voz, y los que mandan elogian nuestro talento de papagayos. Nosotros decimos no: nos negamos a aceptar esta mediocridad como destino.
Nosotros decimos no al miedo. No al miedo de decir, al miedo de hacer, al miedo de ser. El colonialismo visible prohíbe decir, prohíbe hacer, prohíbe ser. El colonialismo invisible, más eficaz, nos convence de que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser. El miedo se disfraza de realismo: para que la realidad no sea irreal, nos dicen los ideólogos de la impotencia, la moral ha de ser inmoral. Ante la indignidad, ante la miseria, ante la mentira, no tenemos más remedio que la resignación. Signados por la fatalidad, nacemos haraganes, irresponsables, violentos, tontos, pintorescos y condenados a la tutela militar. A lo sumo, podemos aspirar a convertirnos en prisioneros de buena conducta, capaces de pagar puntualmente los intereses de una descomunal deuda externa contraída para financiar el lujo que nos humilla y el garrote que nos golpea.
Y en este cuadro de cosas, nosotros decimos no a la neutralidad de la palabra humana. Decimos no a quienes nos invitan a lavarnos las manos ante las cotidianas crucifixiones que ocurren a nuestro alrededor. A la aburrida fascinación de un arte frío, indiferente, contemplador del espejo, preferimos un arte caliente, que celebra la aventura humana en el mundo y en ella participa, un arte irremediablemente enamorado y peleón. ¿Sería bella la belleza, si no fuera justa? ¿Sería justa la justicia, si no fuera bella? Nosotros decimos no al divorcio de la belleza y la justicia, porque decimos sí a su abrazo poderoso y fecundo.
Ocurre que nosotros decimos no, y diciendo no estamos diciendo sí.
Diciendo no a las dictaduras, y no a las dictaduras disfrazadas de democracias, nosotros estamos diciendo sí a la lucha por la democracia verdadera, que a nadie negará el pan ni la palabra y que será hermosa y peligrosa como un poema de Neruda o una canción de Violeta.
Diciendo no al devastador imperio de la codicia, que tiene su centro en el norte de América, nosotros estamos diciendo sí a otra América posible, que nacerá de la más antigua de las tradiciones americanas, la tradición comunitaria: la tradición comunitaria que los indios de Chile defienden, desesperadamente, de derrota en derrota, desde hace cinco siglos.
Diciendo no a la paz sin dignidad, nosotros estamos diciendo sí al sagrado derecho de rebelión contra la injusticia y a su larga historia, larga como la historia de la resistencia popular en el largo mapa de Chile.
Diciendo no a la libertad del dinero, nosotros estamos diciendo sí a la libertad de las personas: libertad maltratada y lastimada, mil veces caída, como Chile, y como Chile, mil veces alzada.
Diciendo no al egoísmo suicida de los poderosos, que han convertido al mundo en un vasto cuartel, nosotros estamos diciendo sí a la solidaridad humana que nos da sentido universal y confirma la fuerza de fraternidades más poderosas que todas las fronteras con todos sus guardianes: esa fuerza que nos invade, como la música de Chile, y como el vino de Chile nos abraza.
Y diciendo no al triste encanto del desencanto, nosotros estamos diciendo sí a la esperanza, la esperanza hambrienta y loca y amante y amada, como Chile: la esperanza obstinada como los hijos de Chile rompiendo la noche.
Por Eduardo Galeano / Foto: Lucía Prieto.