Walsh: una máquina de escribir para mover a las masas
Gustavo Grazioli para El Furgón
En sus palabras no quedaron solamente los rastros de una estética bien aplicada, también se imprimieron las justicias necesarias de parte de una obra literaria. El arte y la política se coaligaron para dirigirse con una potencia insólita hacia las masas y ese escritor que al principio solamente se podía emparentar con el ajedrez y los policiales de enigma, al mejor estilo Conan Doyle, dejó marcado a fuego de qué se trató el periodismo comprometido, poniendo el cuerpo en cada palabra que tipiaba.
Hablar de Rodolfo Walsh, habiendo pasado 40 años de su asesinato y desaparición, es la prueba más fehaciente de que con su máquina de escribir sentenció una conciencia social inapelable en las masas. Nadie más podrá olvidarse de su obra Operación Masacre. Para aquel muchacho de los anteojos de marco grueso todo cambió después de haber escuchado la frase “hay un fusilado que vive”. Su antiperonismo quedó a un lado y la búsqueda convencional del cuento perfecto y enigmático se convirtió en la escritura como herramienta de cambio.
Su último texto en vida es la obra literaria con la que termina de sentenciar a la realidad. La Carta abierta de un escritor a la Junta Militar ya no busca averiguar ningún asesinato, como en los primeros cuentos que empezó a escribir Walsh, sino que todas las aberraciones humanas están contenidas ahí. Aquello que pareció material de burla por los diarios que iban recibiendo una copia de la carta terminó siendo el canon de la literatura de denuncia. Su mención de carta en el título sólo quedó como un hecho genérico porque no obtuvo la misma respuesta. Después de eso no hubo una sola palabra más porque la única contestación que tuvo fue a través de una bala.
Este texto terminó de ser su sentencia a muerte. Los uniformes no pudieron tolerar que se desparrame tanta verdad desde una mente brillante. Nuestro Gramsci criollo no tuvo que cambiar la simbología de las palabras para escribir y que pudiera trascender. Ninguna operación hermenéutica fue necesaria. Walsh tuvo un objetivo que ya no pudo abandonar.
Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio. Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados.
Este párrafo que forma parte de su carta a las juntas no requiere de competencias intelectuales. Su despojo de la burguesía es el factor extraordinario en su escritura y lo que lo lleva a la muerte. Su compromiso con las clases oprimidas y como luchador incansable por los derechos humanos lo vuelven un escritor integral. Y no queda más que exterminarlo para la milicia. Este hombre es fruto de la inteligencia y no se condecía con el contexto para el cual se trabajaba. Ese contexto de vaciamiento, quema de libros, exilio, tortura y persecución política. Pero Walsh no eligió el exilio ni se detuvo ante el vuelo del horror. Se despojó de la pereza intelectual y casi también de la escritura de sus cuentos policiales, y puso en marcha una máquina que ya no pudo detener.
Y así lo va a dejar en claro desde la primera edición de Operación Masacre en 1957: “Escribí este libro para que fuese publicado, para que actuara, no para que se incorporase al vasto número de las ensoñaciones de los ideólogos. Mientras los ideólogos sueñan, gente más práctica tortura y mata”.
*Por Gustavo Grazioli para El Furgón