¿Cambiamos en comunicaciones?
Desde que asumió el gobierno de Mauricio Macri, se hizo hincapié en que la regulación sobre el sector audiovisual y de telecomunicaciones era una prioridad y que su objetivo era acelerar el proceso hacia la convergencia total del sector. Sin embargo, como los tiempos de un debate para modificar la legislación vigente no eran acordes a sus propósitos, la intervención se concretó a través de decretos presidenciales que, de tan rápido que se hicieron, ahora serán actualizados a través de un nuevo paquete de medidas vía decreto, destinado “a corregir algunas discrepancias” que surgieron de sus resoluciones previas. Mientras tanto, una Comisión Redactora continúa sus reuniones hacia la elaboración de un proyecto de ley que deberá ser presentado y debatido en un año electoral.
Por Gustavo Fontanals, para Revista Fibra
El Gobierno de Macri puso en marcha, ni bien asumió, una fuerte intervención en el sector ampliado de las comunicaciones, abarcando la regulación sobre la totalidad de los medios audiovisuales y los servicios de telecomunicaciones y el control sobre todas las empresas y programas públicos vinculados. La intervención, concretada a través de una rápida sucesión de decretos presidenciales, comprendió el reemplazo completo de los órganos de gobierno a cargo de la decisión y aplicación de las políticas y la modificación quirúrgica pero radical de la legislación vigente. La medida fue presentada como un paso de emergencia y temporal, destinado a un reordenamiento inmediato del sector que abría el camino a un proceso de elaboración e implementación de un nuevo esquema normativo, integral, convergente, participativo. El Gobierno se comprometió en sucesivas instancias bajo ese argumento.
Pasó un año desde entonces, y ese esquema provisorio se ha consolidado no en una sino en dos autoridades yuxtapuestas de baja institucionalidad, una dependiente de la otra y ambas plenamente subsumidas al Ejecutivo Nacional. Además, ambas han aplicado una gran cantidad de resoluciones de alto impacto para la estructura presente y futura del sector.
En otra vuelta del destino vemos replicado, una vez más, el rasgo maldito que caracterizó a las políticas de comunicaciones en la Argentina durante los últimos 40 años (Fontanals, 2013): la capacidad discrecional del gobierno de turno para la toma de todas las decisiones sectoriales, y su extensión en un esquema de negociaciones o intercambios de escasa visibilidad y control público con aquellos actores que, coyunturalmente, logran acceso. El estudio histórico y comparado enseña que eso es un peligro para los intereses sociales y sectoriales de largo plazo. El Gobierno encontró desde el comienzo una racionalidad política en su intervención. Ya antes de asumir anunció que tenía al sector de medios y telecomunicaciones como un eje central de sus intereses inmediatos, y que buscaría operar políticamente para deshacerse del legado kirchnerista: dos leyes nacionales vigentes (la audiovisual y la digital o de telecomunicaciones) y dos autoridades federales a cargo, con directores nombrados a plazo y de difícil remoción (2017 en el caso de AFSCA, 2019 en el de AFTIC).
Un esquema que establece un doble comando de las políticas, mediante dos órganos que dependen institucionalmente y son controlados de hecho por el Poder Ejecutivo, sin condiciones de independencia ni exigencias de idoneidad profesional.
Ante el contexto político institucional (marco legal heredado, distribución parlamentaria sin mayorías) tomó nota de que no podría manejar las decisiones, y se dispuso a utilizar las herramientas institucionales a mano para hacerse del control inmediato: los Decretos de Necesidad y Urgencia. La negociación de modificaciones o de una nueva ley acorde a sus orientaciones en el Congreso no le pareció factible a corto plazo, y en su urgencia descartó “esperar la cadencia habitual de un debate”, optando por una política de hechos consumados. Con ojo en las decisiones futuras, optó por asumir los costos (que a la postre fueron muy bajos) de avanzar sobre las leyes y las autoridades vigentes mediante decretos, y logró muy pronto consolidar una nueva institucionalidad, que ahora vemos prolongarse.
Al día siguiente de asumir transfirió todas las atribuciones de decisión y aplicación de las políticas sectoriales, así como de control de las participaciones del Estado en las sociedades con actividad en el área, al nuevo Ministerio de Comunicaciones (DNU 13/2015). Pocos días después reemplazó las dos autoridades federales, que seguían existiendo, por un nuevo “mega-organismo”, el ENACOM, dependiente del Ministerio y con una composición aún más política y centralizada que los anteriores, reservándose no sólo una amplia mayoría en el nombramiento de sus directores (5 de 7), sino también la atribución para remover “en forma directa y sin ninguna expresión de causa” a cualquiera de ellos, incluso a los que no nombró (DNU 267/15).
Se llegó así a un esquema que establece un doble comando de las políticas, mediante dos órganos que dependen institucionalmente y son controlados de hecho por el Poder Ejecutivo, sin condiciones de independencia ni exigencias de idoneidad profesional. Por cierto, esto resulta muy poco proclive a la “seguridad jurídica” de los actores interesados y a la promoción de programaciones de largo plazo, en un sector que se caracteriza por altos costos hundidos que recién maduran en el tiempo, y que desempeña un papel central en garantizar o promover la diversidad y el pluralismo, rasgos esenciales de las democracias modernas. Aquí toda decisión puede ser tomada, así como modificada, a discreción del Gobierno, sin ninguna clase de contrapeso institucional (más que el testimonial, en su defecto, de uno o dos directores por minoría, si es que no se concretan en forma directa vía el MinCom, o algún recurso último a la Justicia, que maneja sus propios tiempos). Se debe agregar, además, que no existe en Argentina un órgano de Defensa de la Competencia autónomo al Gobierno, sino tan sólo una comisión asesora –no vinculante– de las decisiones a cargo de la Secretaría de Comercio.
El esquema resultante recibió fuertes críticas de sectores políticos, sociales y académicos nacionales, así como regionales (lo que resultó en una convocatoria a una audiencia explicativa ante la OEA). Se entiende que no cumple con las condiciones de independencia respecto al Ejecutivo; que el método de decretos no habilita la participación y el escrutinio propio de los procesos legislativos; y que implicó un retroceso en relación con la legislación precedente, concentrando en una cúpula de funcionarios las decisiones de todo el sector de medios y telecomunicaciones, nervios sensibles al orden democrático y esenciales a los derechos a la información y las libertades de opinión y expresión.
El Gobierno se puso de inmediato a tomar decisiones de alto impacto. Partiendo de las incorporadas en los decretos iniciales, que comprendieron la supresión de los límites a la concentración de la ley audiovisual, la prórroga de las licencias existentes y la habilitación de su libre compra-venta, y la suspensión de las medidas anti-dominancia de la ley de telecomunicaciones, entre otras. A lo que siguieron otra gran cantidad de medidas ya tomadas o anunciadas, o la demora o aplicación precaria de resoluciones vigentes, incluso respecto de sus propios decretos.
Apenas podemos mencionar algunas acá, pero incluyen desde la imposición y/o negociación de exclusiones o reservas de determinados sectores para algunos actores (cableras y telefónicas, operadoras satelitales y servicios de internet, postergación de ingreso de nuevos prestadores en telecomunicaciones móviles, aunque sea como virtuales); la asignación duplicada de nuevas licencias de TV a un mismo propietario comercial junto al incumplimiento de garantías para licenciatarios comunitarios; la autorización contra propia normativa de operaciones de compra que implican tenencias accionarias cruzadas entre operadores del servicio básico telefónico y de cable y que pueden afectar aún más la competencia; las atribuciones de uso del espectro radioeléctrico; o la determinación de los destinos de los fondos de servicio universal.
El mismo Gobierno anunció que prepara un nuevo y amplio paquete de medidas vía decreto, destinado “a corregir algunas discrepancias” que surgieron de sus resoluciones previas y a “avanzar en una des-regulación” (re-regulación) que impone decisiones en muchos de los aspectos que venimos comentando. Todo esto, nuevamente, sin que mediara ninguna discusión pública. Los actores afectados son muchos y diversos, y los intereses específicos se contraponen. Así, se vuelve cada más notorio que el esquema de decisiones y negociaciones particulares refuerza el problema de administrar conflictos, y que satisfacer a unos puede contrariar a otros. Algunos de los contrariados pueden ser débiles, pero con sustento. Y otros, por cierto, muy poderosos.
Mientras tanto, el Gobierno sigue mostrando la carta del camino hacia una nueva ley, en la que puso a trabajar a una Comisión Redactora, en la que nombró a todos y cada uno de sus integrantes (la mayoría, a la vez, altos funcionarios del área). Esa comisión, que ya postergó oficialmente su cronograma de trabajo, emprendió un ciclo de “seminarios académicos” y “reuniones participativas” de invitación cerrada, sin ningún efecto vinculante, y a casi un año de trabajo sólo se ha expresado en unos muy genéricos 17 Principios hacia la nueva ley (ver Fibra 11), que recogen la glosa presente, pero que al momento de su instrumentación concreta en un proyecto podrían resultar tanto en una cosa como en su contraria. Es probable que para mediados del 2017 el Gobierno cumpla finalmente su compromiso y presente un proyecto de ley, emergente de los intercambios de dos o tres de los integrantes de la comisión redactora con otros altos funcionarios, asesores, e incluso la colaboración de alguna consultora internacional.
Pero el tratamiento de esa ley en el Congreso es otra cosa. Sumidos en un año electoral, en una coyuntura económica que sigue siendo una incógnita, en un tema controvertido que afecta a actores tan disímiles con intereses y apoyos tan variados, la trabajosa negociación en busca de una mayoría esquiva se muestra lejos de ser prioridad. Por el contrario, dejar constancia de las trabas a las que se ve sometido en el Congreso le volvería a abrir el juego a prolongar un tan estable “esquema provisorio”. La propensión del Gobierno a negociar dependerá en gran parte de cuán efectivo sea su control sobre las decisiones, y del manejo que pueda hacer de las demandas e intereses contrapuestos.
Esto nos lleva a concluir retomando la advertencia inicial. La capacidad discrecional del Ejecutivo sobre las decisiones sectoriales fue la norma históricamente imperante en Argentina, y su resultado, una sucesión de políticas fragmentadas de baja calidad y efectividad. Buena parte de sus efectos están hoy a la vista. El problema no es la dependencia de lo correctas o erradas que sean las intenciones del Gobierno de turno, ni sus capacidades para ponerlas en marcha. Porque no implica la exclusión del resto de los actores interesados. Sino al contrario, brinda un papel preponderante a algunos de ellos, en especial los que disponen de mayores recursos para la negociación política.
Se conforma así un esquema de negociaciones informales con centro en la cúpula política del sector y en sus intercambios con los actores privados que en una u otra instancia logran acceso, del que casi no emerge información pública, quitando posibilidad de transparencia y rendición de cuentas. En el que, en una dinámica de contramarchas, termina primando el intercambio de intereses particulares de corto plazo, sean los políticos del Gobierno (como el anuncio de promoción de inversiones, el control de precios, la mejora focalizada de servicios o el privilegio o contraposición a otros actores), o los de negocios de las empresas (como incentivos específicos o bloqueo a competidores). Los que se imponen recurrentemente sobre los intereses sectoriales o sociales de más largo plazo.
Nunca debe perderse de vista que las comunicaciones se caracterizan por fuertes economías de red y de escala, que conducen en forma natural a la concentración del mercado (Fontanals, 2014). Son múltiples los estudios que señalan las “fallas del mercado” para el desarrollo de una competencia efectiva en el sector, en el que suelen primar configuraciones oligopólicas de pocos y grandes jugadores.
Es peculiar que el Gobierno insista en un discurso de plena convergencia (“todos contra todos en todos los servicios”) como el camino a una plena competencia. Porque la justificación de la regulación sectorial pro-competencia a nivel internacional tiene como eje la necesidad de establecer reglas de convivencia entre actores de magnitudes muy diferentes, en las que se enfrentan operadores poderosos con redes heredadas o desarrolladas a lo largo del tiempo, con alto grado de capilaridad nacional y grandes recursos de inversión, con otros de mucho menor porte, locales o entrantes. Lo que a su vez se complejiza cuando se apunta a la convergencia entre sectores antes separados, como telecomunicaciones y radiodifusión, que enfrenta a grandes conglomerados extranjeros y nacionales, medianas y pequeñas empresas, cooperativas o medios sin fines de lucro.
En la práctica, no hay convivencia entre iguales. De lo que resulta la necesidad de que aquellos operadores con posición dominante, que controlan recursos públicos escasos como el espectro o facilidades esenciales para otros prestadores, como las redes troncales o los tendidos finales de acceso al hogar, sean sometidos a medidas asimétricas de regulación sectorial (como obligaciones específicas de interconexión o transmisión o de desagregación de red), o, en su defecto, de defensa de la competencia o control de la dominancia ex-post (determinación de actores con poder significativo de mercado, mediante análisis periódicos de cada uno de los mercados relevantes). Algo que de hecho está vigente en la regulación actual, pero que se encuentra entre las medidas que el Gobierno puso en suspenso, sin explicitar motivos.
Puede ser entendible que en un sector tan dinámico como el de las comunicaciones convergentes, en el que la evolución tecnológica frenética se combina con un equilibrio sumamente inestable entre la promoción de la competencia e incentivos a la inversión, pero también de aliento a la diversidad, se requiera de capacidades técnicas flexibles y medidas graduales. Puede ser que así se decida delegar mayores precisiones a la reglamentación y resolución posterior, sobre la base de directrices de aplicación en el marco de leyes generales. Pero eso mismo implica un cuadro legal sólido, con una plena atribución de instancias de decisión, participación y control. Revaloriza las exigencias de capacidades institucionales, profesionales y técnicas por parte de quienes toman las decisiones, que deben contar con un profundo conocimiento de la industria, de modo de estar en condiciones de aplicar una regulación pública robusta pero dinámica, que comprende la implementación de medidas específicas y cambiantes en el tiempo, bajo una visión de largo plazo.
Con el impulso de los organismos multilaterales y el liderazgo de las democracias robustas, se establecieron como modelo esquemas regulatorios definidos por ley (bajo escrutinio y debate parlamentario), aplicados por organismos de integración profesional y garantías de autonomía del gobierno y de los grupos económicos, con canales institucionales de participación y mecanismos de visibilidad de los procesos decisorios (controles cruzados, presentación de informes, audiencias públicas, etc.). Todo eso está ausente en Argentina, y pareciera que esa falta va a prolongarse. Justo en un contexto en el que, como se anuncia abiertamente, se busca tomar decisiones de largo efecto sobre el sector.
Por Gustavo Fontanals, para Revista Fibra.
– Fontanals, G. (2013): “Argentina – La capacidad discrecional del Gobierno sobre las políticas de telecomunicaciones”, en TeleSemana, Vol. 41, No. 485.
– Fontanals, G. (2014): “Las telecomunicaciones y la regulación pública. Industrias de red, economías de escala y concentración de mercado”, en Revista Fibra N° 3.