Todos los días en la noche
Dentro de una mina potosina, un fotógrafo suizo y un minero boliviano conversan. Jean-Claude Wicky le regala a Valentín hojas de coca, dinamita y un libro de imágenes que acaba de editar. Se trata de “Todos los días, la noche” un documental del mismo Wicky que contextualiza su obra fotográfica sobre los mineros cooperativos de la Bolivia altiplánica y su regreso años después con el material impreso.
Por lo menos desde El coraje del pueblo, del paceño Jorge Sanjinés (1971), la problemática del trabajo minero en Bolivia ha estado presente entre las temáticas predilectas de la producción audiovisual regional. Casi formando una trilogía accidental, Todos los días la noche (2010) hace su aparición en el panorama cinematográfico con una distancia temporal muy corta respecto de El minero del diablo (Kief Davidson y Richard Ladkani; 2005) y La tentación de Potosí (Philippe Crnogorac; 2010): los tres son documentales europeos que exploran la vida obrera desplegada alrededor del Cerro Rico de Potosí.
Presente en la minería nativa, y luego apropiado y explotado por los conquistadores, este cerro se reveló como una fuente aparentemente inagotable de plata y estaño, lo que introdujo a sus habitantes en el incipiente sistema capitalista mundial: “la riqueza de nuestro subsuelo ha sido la fuente de nuestra pobreza” dice uno de los entrevistados del audiovisual de Wicky.
Las fotografías
Efectivamente, al caer el precio de los metales a mediados de los años ochenta, el estado nacional optó por privatizar las principales minas potosinas y por alquilar las otras a cooperativas mineras. En esa época Jean-Claude Wicky llegaba al país y se encontró con pequeños grupos de trabajadores que se adentraban en las profundidades del cerro, sin maquinaria especializada o técnicos que las operen. El mineral era llevado a la superficie para ser seleccionado artesanalmente, y el excedente era vertido en las laderas del cerro. Sobre estas parvas de lo indeseado realizaban su labor las “palliris”, mujeres que se encargan, hasta el día de hoy y por fuera de la cooperativa, de escarbar en estas rocas de descarte, sopesarlas a mano y martillarlas buscando en ellas algún resabio de metal que pueda ser comercializado. Así como en la foto de Abelina trabajando, Wicky fotografía ropas raídas delante de rostros resignados de quienes buscan infinitamente una salvaguarda mineral.
Estos son los varones y mujeres que protagonizan las fotografías en blanco y negro que Wicky tomó entre 1984 y 2001. En ese período, capturó imágenes a 50ºC de temperatura a 200m de profundidad entre mineros equipados sólo con mazas, calzoncillos y cascos con linternas en espacios mínimos. Durante el documental, Wicky va epigrafiando en off las imágenes, dando cuenta del trasfondo substanciado en la cotidianeidad de los mineros, quienes no sólo trabajan insistentemente hasta morir –en la mayoría de los casos- antes de los cuarenta y cinco años por la acumulación de silicio en sus pulmones, sino que igualmente negocian las condiciones de su trabajo con el estado (a través del movimiento sindical) y con el “Tío”, dueño diabólico del interior de las minas, a través de ofrendas rituales que vemos en el registro fílmico pero no fotográfico.
Las fotos de Wicky muestran los cuerpos semidesnudos de los mineros abriéndose paso en la asfixiante y abrasante matriz metalera, origen y destino final de las “vidas precarias” potosinas.
La fotografía imprime instantes, tiene códigos propios y montones de espacios formando gentes para ello. El ejercicio de transmitir ideas y sensaciones en una imagen es una proeza con resultados impredecibles: el sentido siempre lo podrá completar el espectador en su fuero interno. Las fotos de Wicky muestran los cuerpos semidesnudos de los mineros abriéndose paso en la asfixiante y abrasante matriz metalera, origen y destino final de las “vidas precarias” potosinas. Pero a través de su propia voz en off, en un galo y pausado castellano, con Wicky vamos desandando otras nociones no tan evidentes de su trabajo visual. Estas personas que -según el suizo- “simulan la abundancia” para entregar comidas, música y bebidas a los difuntos que vuelven del otro mundo para el día de Todos los Santos, le han dado la oportunidad a Wicky de insertarse “con otras herramientas” -fotográficas- en esta cotidianeidad donde pareciera no haber salida posible de la “pobreza”. Wicky presenta una condena interminable que cae sobre estas gentes como las rocas sobre las palliris; habla de la epopeya de mineros que con “coraje y dignidad” cumplen con su deber de padres, madres y hermanos mayores trabajando hasta 20 horas diarias.
Wicky pretende “restituir” la gracia de haberle dejado entrar a las minas donando sus libros. En una escuela, vemos primeros planos de niños altiplánicos que sonrientes y aplaudiendo se lo agradecen, mientras muchachas bailan y cantan huaynos para él. Tras denominarse como recopilador de la memoria minera, Wicky, en la edición de su película, no escatima minutos en mostrar los halagos que recibe por parte de la gente a la que le entrega el libro.
La película
Jean-Claude Wicky, tras haber editado un libro sobre sus fotografías en minas bolivianas, vuelve a aquel país con intenciones de “devolver” algo y filmar una película de esa experiencia. ¿Qué pasa, cuando tras esas imágenes impresionantes, analógicas y en blanco y negro, empezamos a desandar las prenociones del realizador, a color y en movimiento?
Para empezar, Wicky es director, guionista y productor de la película que trata de su propia obra. Otro camarógrafo (Nicolas Chèvre, con otra propuesta estética) lo acompaña a registrar el trasfondo de su investigación. La diferencia cultural expresada como una excentricidad de la pobreza globalizada, justifica un trabajo fotográfico de eximia técnica pero débil en cuanto al compromiso y las expectativas sobre un pueblo con dinámicas particulares. Sin pretender un mandato moral que rija todo trabajo artístico en tanto labor libertaria, encontramos en Todos los días, la noche un estilo estético centrado en la carencia del otro tercermundista como condición sine qua non para ser documentable. Para llegar a ser en este registro, es preciso aparecer en tanto otro subalterno, capturable por la máquina productora de fotografías y de pobres de estantería.
Hay una estética de la carencia, una atracción hacia lo poéticamente injusto que incita a personajes del horizonte civilizatorio a querer salvar y santificar a aquellos que no han nacido en su misma cuna, a través de la iconificación de un sujeto estereotipado que, tras una lástima encubierta en la denuncia, vanaglorian celebrándole “su coraje, su fuerza”. En entrevistas con un dejo amarillista, los mineros se lamentan de su posición en el mundo, sin salida, apocalíptica.
No se trata de negar esta situación, para nosotros es una cuestión de retórica: sin duda, el trabajo de Wicky no refleja la única relación posible entre producción de imagen y exposición de una situación de subalternidad. En la película mencionada de Sanjinés es precisamente el “coraje” lo que le permite al “pueblo” rebelarse contra la patronal y el estado, no reafirmar su opresión y condena a morir precozmente por intoxicación: “coraje” y “dignidad” son también las palabras más citadas en el off de Wicky. Entre las imágenes de cuerpos semidesnudos, rostros deformados por el “acullico” de coca o cholas cubiertas de polvillo, el fotógrafo suizo va desandando un discurso que nos resulta un arma de doble filo: para dar imagen a la “dignidad”, ¿es preciso subrayar la desdicha e invocar el martirio?
Entendemos que la victimización y la excentricidad no ayudan al mejoramiento de la condición de aquellos mineros: mientras el “pobre” es excéntrico, el poderoso es la norma.
En estas latitudes, todos aquellos interesados en las realidades más o menos aledañas, debemos preguntarnos qué idea generamos de la pobreza, la carencia, la diferencia. Entendemos que la victimización y la excentricidad no ayudan al mejoramiento de la condición de aquellos mineros: mientras el “pobre” es excéntrico, el poderoso es la norma. Los muertos que los visitan en las profundidades y el “Tío” con el que negocian su permanencia en esta vida no son simples “firuletes” en la existencia del minero o justificativos de su pobreza, como se ve en la obra de Wicky. Son guías que encauzan la propuesta de un posible mundo por venir.
Es hora de potenciar las múltiples formas de relacionarnos a través de la imagen con aquellos “pobres”, reconociendo su capacidad de acción sobre nuestra propia existencia en lugar de buscar salvarlos de un camino alejado del unívoco moderno-occidental.
*Por Agustina Viazzi y Mariano Bussi para La Tinta.
Fotos: Jean-Claude Wicky