Los padres del populismo
Hace unas semanas, Javier Solana publicó un artículo en el diario El País bajo el título “Frenar el avance del populismo”. Si lo cito es por ser representativo de una postura muy generalizada, la de aquellos que no han entendido nada.
Curiosamente, el Brexit ha dado la señal de alarma removiendo el plácido mundo construido por las elites políticas y económicas internacionales, y les ha hecho ver que el equilibrio que creían inamovible no es tal y que el edificio levantado con tanto esfuerzo se puede derrumbar en cualquier momento. Esa preocupación ha estado presente en la última reunión del G-20 y revolotea sobre las instituciones europeas. Todos reconocen que el descontento anida en amplias capas de la población, enfado que se materializa, con características distintas según los países, en movimientos u organizaciones que llaman populistas y que pueden poner en peligro el sistema. Son conscientes de que en buena medida el origen de la insatisfacción se encuentra en la desigualdad que se ha intensificado desde hace bastantes años en todo el mundo. Pero no llegan más allá.
No entienden nada porque creen que la situación puede solucionarse con buenas palabras y parches, y que no es necesario renunciar a la globalización para conseguirlo. En su artículo, Javier Solana escribe: “La globalización requiere gobiernos nacionales sólidos y capaces de atender las necesidades sociales… Son los gobiernos nacionales quienes deben mantener el contacto y el vínculo con los ciudadanos, defendiendo sus intereses y buscando su beneficio. Nada tiene que ver con darle la espalda a la globalización, ni con introducir medidas proteccionistas, sino con fomentar el equilibrio social que sostiene los sistemas democráticos”. Se pretende cuadrar el círculo, porque precisamente la globalización imposibilita que los gobiernos puedan practicar una política social y redistributiva.
La esencia del Estado social es la subordinación del poder económico al poder político democrático, mientras que la globalización se fundamenta en una enorme desproporción entre ambos. En los momentos actuales la mayoría de los mercados, y por supuesto el financiero, han adquirido la condición de mundiales, o al menos multinacionales, mientras que el poder político democrático ha quedado recluido dentro del ámbito del Estado-nación, con lo que ha devenido impotente para controlar al primero, que campa a sus anchas e impone sus leyes y condiciones. Puede ser que los gobiernos actúen mal, pero es que en el nuevo orden económico no pueden actuar bien aunque quieran porque las decisiones se adoptan en otras instancias. Se ha privado de las competencias económicas a los Estados sin que exista ningún orden político internacional que los sustituya. No solo es un problema de igualdad o desigualdad. Lo que está en juego son los propios conceptos de soberanía y de democracia.
Por otra parte, la globalización de la economía no es un fenómeno inscrito en la naturaleza de las cosas ni un orden que se haya formado por energías imposibles de controlar, como nos han querido hacer ver tanto las fuerzas conservadoras para lograr sus objetivos como la socialdemocracia para ocultar su traición.
Véase si no la Tribuna libre que, con motivo de la celebración de los 140 años de vida del Partido Socialdemócrata alemán (SPD), el canciller Schröder escribió en el diario El Mundo bajo el título “El Estado del bienestar reta a la izquierda europea”. Schröder mantenía tajantemente que la globalización no es una alternativa, sino una realidad. El canciller pretendía legitimar los recortes sociales y laborales, y la bajada de impuestos a los ricos que pensaba implementar en los años siguientes, lo que denominó “Agenda 2010”. Y para ello, nada como acudir a la globalización.
Pero la globalización es más bien el resultado de una ideología, la neoliberal, que se ha impuesto a lo largo de estos treinta años y que ha arrastrado a los gobiernos a abdicar de sus competencias. Han renunciado a practicar toda política de control de cambios, permitiendo que el capital se mueva libremente y sin ninguna cortapisa; han desistido en apariencia de cualquier política proteccionista y como consecuencia de ello han relajado los mecanismos de control en todos los mercados. Aunque en honor de la verdad no es cierto que hayan renunciado a realizar políticas proteccionistas, solo las han trasladado al ámbito laboral, social y fiscal, compitiendo los Estados de manera abusiva en la rebaja de los costes laborales y sociales y en la concesión de beneficios fiscales, con lo que hacen a las sociedades cada vez más injustas.
Conviene aclarar, no obstante, que una política de control de cambios de ninguna manera significa eliminar los flujos internacionales de capitales, sino simplemente poner en ellos un cierto orden. No se abandona el ámbito de la libertad, pero se busca una libertad ordenada, sin que devenga en caos. Poner restricciones al libre cambio no tiene por qué conducir a la autarquía ni a la desaparición del comercio exterior; solamente se trata de regularlo de manera que no se produzcan los desequilibrios actuales entre unos países con enormes déficits en sus balanzas de pagos y otros con ingentes superávits.
Son estos desequilibrios los que se encuentran detrás de las actuales crisis.
Las elites políticas y económicas no solo han presentado la globalización como realidad imposible de rechazar sino como fuente de toda clase de bienes y oportunidades económicas. Nos quieren hacer creer que la riqueza y la expansión generadas en los distintos países después de la Segunda Guerra Mundial obedecen precisamente al proceso de globalización. Pero esta visión es tramposa. Los países occidentales tras la Segunda Guerra Mundial han vivido dos etapas muy diferentes. La primera llega hasta el inicio de los años ochenta. En ella los Estados-nación mantienen el control de la economía y los mercados se encuentran regulados junto con un sector público tanto o más fuerte que el privado, que sirve de contrapeso y en cierta medida de árbitro entre los distintos intereses privados y el general de la nación.
Por el contrario, es a partir de los años ochenta cuando los Estados nacionales comienzan a renunciar a sus competencias, asumen en mayor o menor medida el neoliberalismo y dejan en total libertad al capital para que se mueva entre los países imponiendo sus condiciones. Es desde ese momento cuando podemos comenzar a hablar de globalización y es a partir de ese instante cuando las sociedades han evolucionado hacia situaciones más injustas y cuando los desequilibrios, las turbulencias y las crisis se han ido adueñando, al igual que a principios del siglo XX, de la economía internacional.
Una gran parte de la población, especialmente de las clases bajas y medias, ha ido tomando conciencia de las mentiras que subyacían en el discurso oficial. La llamada globalización no ha supuesto que los países crezcan más. Por el contrario, las tasas de incremento del PIB han sido cada vez menores, los porcentajes de desempleo han aumentado, las sociedades se hacen más injustas y se acentúan las desigualdades, los trabajadores pierden progresivamente todos sus derechos y garantías y se afirma que no es sostenible la economía del bienestar o que hay que renunciar o reducir las prestaciones sociales de que disfrutaban los ciudadanos en el pasado.
Al tiempo que se defiende que la carga fiscal debe recaer únicamente sobre las rentas del trabajo, porque de lo contrario el capital y la inversión emigrarán a zonas más confortables. Por último, se ha creado un desequilibrio difícil de mantener entre países deudores y acreedores que condena a las economías a fuertes crisis periódicas. ¿Tiene entonces algo de extraño que los ciudadanos se pregunten para qué sirve la globalización y a quién beneficia? ¿No es hora ya de retornar a las políticas anteriores a los ochenta?
Será quizás en el proyecto de Unión Europea y más concretamente en la Eurozona donde ha fraguado de forma más perfecta el proyecto de la globalización, y donde de manera más clara aparece el intento de insurrección del capital de los lazos democráticos. No tiene por qué sorprendernos que sea también en su ámbito donde surjan las mayores reacciones y las críticas más violentas.
Las elites económicas y políticas están muy preocupadas con la aparición en casi todos los países, bien por la derecha bien por la izquierda, de organizaciones a las que denominan populistas y que articulan este descontento. El artículo de Solana es un buen ejemplo de esto. No son conscientes de que son ellas las que de forma indirecta las han engendrado, al adoptar esa nueva modalidad del capitalismo que llaman globalización. En realidad, con mejor o peor acierto, con ideas más o menos verdaderas, con unos u otros valores, han venido a ocupar el espacio que la socialdemocracia había dejado vacio. Son los mismos grupos sociales que se han sentido abandonados y engañados, y a los que no se podrá recuperar sino retornando a ese equilibrio anterior que se daba entre el poder político y el económico.
*Por Juan Francisco Martín Seco para El Viejo Topo