El recuerdo de Roca y la «Ley de la Revolución»
Este miércoles a las 17, en el Patio del Cabildo, el periodista Juan Cruz Taborda Varela presentará su libro «La ley de la Revolución», biografía política de Gustavo Roca, el hijo de Deodoro. Estará acompañado por Juan Martín Guevara, el hermano menor de Ernesto, protagonista fundamental en la vida de Roca. A modo de adelanto, publicamos el prólogo de la obra.
¿Es el hijo de Deodoro Roca? ¿El de la foto en blanco y negro? ¿El de la foto que pretende ser una postal del terror? ¿El de la foto que es tapa de un libro que quiere que los retratados sean el terror? ¿Es el hijo de Deodoro junto a Roberto Mario Santucho y Eduardo Luis Duhalde? ¿Es el hijo de Deodoro, el verbo de la Córdoba del destiempo, el de la tapa de un libro que no viene a recuperar la teoría de los dos demonios sino la idea previa: demonio hay uno solo y es la izquierda?
Sí, es el hijo de Deodoro: Gustavo Roca. La solapa del libro lo presenta con su doble apellido Roca Deheza. Y de él dice: “Tenía entre sus ‘pergaminos’ su larga amistad y lucha común con el comandante Ernesto ‘Che’ Guevara”. (Volver a matar. 2009. Juan B. Yofre)
Leves, levísimas descripciones lo recuerdan. Hijo de su padre sabio, amigo del guerrillero mitificado. Breves referencias en los volúmenes que recuperan las luchas de la izquierda en los ’70 lo nombran. Una novela lo tiene como protagonista. Y dos recientes best sellers lo traen nuevamente. Uno de ellos es el que lo hace tapa, pone su cara, sus anteojos, su imagen en blanco y negro, tan setentista, tanta acción, pum pum pum, la sangre de los traidores, la patria liberada. No es la recuperación de la llamada teoría de los dos demonios. Para ellos, los que se acuerdan de Gustavo Roca, los únicos dos que lo traen del olvido, no hay dos demonios, sino uno solo: la subversión apátrida. Y Roca es, en las páginas que lo recrean, el abogado defensor de esos que fueron el demonio. Roca es el abogado del diablo.
O acaso, para algunos conspiradores anónimos, el diablo mismo: “Antiguo y conocido agente subvencionado por el Servicio de Inteligencia Cubano por su amistad personal con Fidel Castro. Pretendió trasplantar la experiencia guerrillera cubana en nuestro país. Las actividades guerrilleras de Icho Cruz (Córdoba) y Orán (Salta) en 1964 lo contaron como principal protagonista, habiendo coordinado los planes tácticos y estratégicos de la penetración guerrillera con el Che Guevara y Fidel Castro Ruz. Montó en Argentina importantes estructuras comerciales e industriales con la finalidad de financiar las actividades guerrilleras. Se desplazó por Europa tratando de movilizar la opinión pública interna. Tiene una particular facilidad y habilidad para penetrar en los Estados oficiales de distintos países. Es autor de un voluminoso trabajo elevado al servicio secreto cubano donde reseña detalladamente las características personales de los parlamentarios norteamericanos, su identidad, postura política y vulnerabilidades, etc. Se hizo prófugo de la justicia argentina”.
La simple mirada conspirativa del escriba escandalizado y alterado, que no se identifica, descarta la veracidad de los hechos que se le atribuyen a Roca. Pero aún si fuera cierto una pequeña porción de todo ello, sigue siendo inverosímil que, salvo aquellos que se acordaron para hundirlo en el peor olvido, no haya memoria colectiva que reconozca sus méritos y sus logros. E incluso sus equivocaciones en el marco de las convulsiones políticas de la segunda mitad de Siglo XX. Ello, tan sólo, para sortear la lectura apócrifa de los operadores descarados y la de los fantasistas de las conspiraciones.
Gustavo Roca fue leguleyo como su padre Deodoro. Antes, un activo dirigente y líder estudiantil de la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) en los comienzos de su vida adulta. Siempre un militante de izquierda por fuera de cualquier estructura, casi como un mandato paterno. Lejos de la organicidad y los compromisos verticales –una de las tantas marcas deodóricas–, estableció relaciones con distintas variantes de la izquierda del continente y se vinculó, desde su temprana edad, con todas las causas de claro sesgo popular.
Sin ser antiperonista y casi como acto autómata, defendió a los perseguidos políticos por el peronismo. Y así, sin ser peronista, se convirtió en uno de los pelandrunes que intentaron sostener a Perón cuando el final era casi inevitable.
Apostando por el fin de la dictadura que se decía Libertadora, pensó un diario y le dio cabida al sindicalismo peronista y a la intelectualidad de la izquierda. Por eso lo metieron preso. Representó legalmente a los integrantes de la primera guerrilla del país, el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP). Pero no fue sólo el representante legal. El vínculo trascendió lo técnico. Su vinculación adolescente con Ernesto Guevara, vecino de la Córdoba de mitad de siglo, lo puso en el centro: era el amigo del Che en Córdoba. Pero no sólo eso: era el amigo del Che en Córdoba que tenía vínculo directo con la Revolución Cubana. Era, Roca, la Revolución Cubana en Argentina .
Cuando el aura del muchacho de Alta Gracia asesinado en Bolivia escoltó a buena parte de los jóvenes argentinos, él estuvo ahí como relator de esas batallas por la liberación. Y cuando ellos dejaron los sueños en manos de las armas, fue el abogado defensor de cientos. Y el padre de muchos. En la breve primavera del ’73 fue uno de los artífices de la amplia amnistía a los presos políticos. Número puesto como embajador en la isla de sus sueños, un hombrecito que había sido cabo de policía y padecía de alucinaciones extrasensoriales, no sólo le bajó el pulgar. También le juró la muerte.
Perseguido por el terror desde el poder, figuró en la primera lista de la Triple A en plena democracia, junto a sus defendidos Tosco y López, Agustín y Atilio. Poco le importó al francotirador sin armas, el hombre temerario que con una pluma disparaba balas de tinta sobre las testas de militares y policías a los que, desde su más temprana edad, parodió como bestias sin destino.
Debió huir. Y en la huida llegó a la cima del poder mundial para delatar a los genocidas. La respuesta desde acá fue unánime e incluyó a su propia sangre: traidor a la patria, marxista aristócrata, el diablo mismo. Su foto en los aeropuertos y una sola palabra: Buscado. Desde Menéndez a Jacobo Timermann, cientos pidieron su condena internacional. En el exilio forzado creó la primera comisión de denuncia de los crímenes que cometía el Terrorismo de Estado.
Y volvió, de ese exilio que lo llamó apátrida, acompañado por las cámaras de la Televisión Española: apenas amanecía la débil e inestable democracia y una mañana de ese verano, en el cementerio San Vicente, Roca hablaba de genocidio –término que la justicia argentina tardaría treinta años en decir– y señalaba las fosas comunes donde estaban los desaparecidos. Diciembre de 1983.
Un año después, la justicia de la democracia lo encarceló. Y la impunidad, poco antes de su muerte, lo dejó en el olvido.
No hay una mirada unívoca sobre Gustavo Roca. Nunca las hay. Sobre nada ni nadie. Pero en este caso no se trata de adeptos y adversarios. No es cuestión de amigos y enemigos. Hablamos del modo en que se reconstruye la vida de un ser complejo, por momentos mitológico, cargado de matices y con una multiplicidad de vivencias que, a partir del relato de su propia vida, permite reconstruir medio siglo de la historia argentina y cordobesa. Un hombre que es una, mil historias que lo conforman, pero que no lo definen para siempre. Apenas un esbozo de esa totalidad.
Por todo eso, «La Ley de la Revolución» no tiene pretensiones de ser biográficas de Roca. Tan sólo se conforman como fragmentos, trazos dispersos, huellas pocas veces registradas, de un hombre de otro siglo, que nació en un sótano de la Córdoba de la Reforma, el de su padre. Y que heredó, en ese parto, en ese sótano, la Córdoba de la Revolución.