Civilizaciones y barbarideces
Los argentinos solemos conmemorar cada 11 de septiembre aquel 11 de septiembre de 1888. Ese día murió Domingo Faustino Sarmiento, un hombre que además de ser presidente, periodista, escritor y a la postre prócer con estatua de bronce, himno, avenidas con su nombre y todos los aditamentos simbólicos del caso, entre muchas otras cosas, fue maestro. Y como maestro nos legó una consigna indiscutible: “Educación para todos”.
Pero también, entre muchas otras cosas, nos legó una antinomia tan interesante como polémica para pensar la realidad social: “Civilización y barbarie”. Categorías que en aquella mitad del 1800 –y por lo menos para el hombre que recordamos– parecía estar bastante claro con quiénes se las podía personificar. Por si quedaban dudas, a centímetros de cruzar la frontera hacia su exilio en Chile en 1840, escribió sobre una piedra otra de sus célebres frases: “Bárbaro, las ideas no se matan”, en clara alusión a Don Juan Manuel de Rosas, quien para nuestro hombre era un tirano. (Como no era tonto, el flamante exiliado la escribió en francés, para que los soldados que gentilmente lo acompañaban no la entendieran y lo convirtieran en un flamante fusilado). Y fue ahí, en Chile, donde Sarmiento escribió el Facundo, la biografía del caudillo riojano Juan Facundo Quiroga, el arquetipo sarmientino de la barbarie.
El prócer de “la espada, la pluma y la palabra” es también autor de otro enunciado no tan célebre: “No trate de economizar sangre de gaucho. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”, le recomendaba en una carta a Bartolomé Mitre. Así prefiguró lo que en su tiempo pondrían literalmente en práctica el propio Mitre y Julio A. Roca y en el siglo XX las dictaduras cívico militares defensoras de la “civilización occidental y cristiana”. Incluso, los por estos días sobreseídos bárbaros –o más bien el sistema de barbarie– que el 4 de abril de 2007 asesinaron en Neuquén al maestro Carlos Fuentealba.
De un tiempo a esta parte, el 11 de septiembre es una fecha disputada en los libros de historia. Hace 43 años, en el mismo país donde nuestro hombre escribió aquella frase y aquella obra, otro hombre llamado Salvador Allende se convertía en mártir porque a otro bárbaro llamado Augusto Pinochet no le importaba mucho que las ideas no se maten si pueden matarse los cuerpos, preferentemente los cuerpos de quienes comparten aquello de gobernar “para todos” y educar “a todos”. Tiempo después, vale recordarlo, también se hizo cargo de nuestro país gente como el general Pinochet.
Pero seguramente lleva las de ganar otro 11 de septiembre, el de 2001, ya definido por la historia como 11-S. Y llevan las de ganar no las víctimas humanas, sino aquellos símbolos arquitectónicos de la opulencia que cayeron hace 15 años, cuando esta historia de civilización y barbarie parecía estar muy clara, porque encarnaba por un lado en victimarios bárbaros terroristas y malos, y por el otro en víctimas estadounidenses civilizadas y buenas. Era la nueva Roma en poder de los bárbaros.
El problema es que después la historia se volvió a complicar y luego de las guerras (o más bien cacerías) en Afganistán, Irak y donde se les ocurriera, aquella frase que Sarmiento escribió bien podría aplicarse a los habitantes de la Casa Blanca: “Bárbaro, las ideas no se matan”, sobre todo si quien porta esa idea es un niño indefenso.
Gente como ellos personifica el gran error del proyecto y el ideario sarmientino: pensar que pareciéndonos a ellos seríamos más civilizados y progresistas. Por estos días, vale la pena recordar que tiempo atrás fue presidente en nuestro país un coterráneo de Facundo Quiroga, que empezó imitando su imagen para luego machacar un discurso parecido en la superficie al del civilizado Sarmiento. Con semejante cóctel simbólico, este señor riojano terminó convenciendo a muchos y por bastante tiempo de que había que parecerse a ellos para progresar, para crecer, para aprender, para ser…
Ese presidente, sus precursores cívico-militares, sus continuadores actuales y sus mentores ideológicos arrasaron la infraestructura económica nacional que gente como Sarmiento supo construir. Ellos vaciaron de contenido la palabra república y democracia. Ellos expulsaron del país a los nietos de aquellos que Sarmiento trajo con su política de inmigración. Y lo que es peor, esos bárbaros de nuestro tiempo son los que han arrasado el territorio mental en el que trabajamos hoy los docentes.
Pese a sus contradicciones, es posible que contra estos bárbaros escribiera sus libros Sarmiento, si viviera en estos días. Lo cierto es que contra ellos escribió Rodolfo Walsh su Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar (y a sus beneficiarios y herederos). Ellos son los padres de esa cultura podrida cuyo hedor no alcanzó a despejar el viento de liberación que por más de una década sopló en este subcontinente y en este país. Esa cultura del individualismo, el consumismo y el vacío, propalada por los conglomerados mediáticos que demonizan la política y barbarizan la militancia.
Contra esa cultura decadente combaten los Fuentealba, los que abrevan en Paulo Freire y María Saleme de Burnichon, los que cotidiana y anónimamente se calzan el guardapolvo para dedicarse a enseñar.
(*) Nota de Alexis Oliva para La Tinta.