Las mujeres “low cost” de Ucrania
Son mujeres pobres obligadas a alquilar su capacidad reproductiva. Quienes se aprovechan de su indigencia forman parte de una industria que factura 6.000 millones de euros al año.
Por Nuria Coronado Sopeña para Público
El cuento de la criada es la triste realidad que viven cada año cerca de 2.000 ucranianas. El país más pobre de Europa -donde el 33,9 por ciento de la población (14 millones de personas) vive en el umbral de la pobreza y con un mínimo vital de 1.853 grivnas (unos 60 euros al mes)- es la meca de la explotación reproductiva europea. Su clientela (mucha de ella española) acude allí porque en la actualidad es el mercado en el que sale más barato comprarse una criatura.
Y es que la situación de Ucrania es tal que la dependencia de los préstamos internacionales para salir adelante, ha provocado un efecto perverso entre quienes menos tienen: las mujeres más pobres y de las áreas rurales que, afectadas por las políticas de austeridad, sobreviven gracias a los subsidios y se enfrentan a condiciones de vida particularmente duras. Según el Comité Estatal de Estadísticas (LIMPAL), “el consumo de energía ha disminuido en un 30 por ciento, haciendo caer significativamente el nivel de vida en todo el país”.
Por eso no es de extrañar que el Fondo Monetario Internacional (FMI) señale cómo los subsidios a los combustibles “son un enfoque costoso para proteger a los pobres debido a la fuga sustancial de beneficios hacia los grupos de mayores ingresos”. Además, tal y como destaca el informe del Comité para la Eliminación contra la Discriminación de la Mujer (CEDAW), “la reducción continuada del sector público afecta especialmente a las mujeres, ya que dependen significativamente del apoyo estatal y son la mayoría de los empleados en el sector público”.
Por poner un ejemplo, sirve el de la investigación de O. Dutchak, como parte del proyecto de “Campaña de ropa limpia”, y según el cual las costureras que cosen ropa para marcas famosas en las fábricas ucranianas reciben el salario más bajo de Europa. “Además, a pesar de que las condiciones en su mayoría no son peligrosas para su salud, hay problemas como las elevadas temperaturas en los veranos o las horas extraordinarias”. Así es como a la pobreza y a la explotación laboral, las ucranianas llevan sumando desde hace años una tercera vulneración en sus derechos humanos: la de la industria de los vientres de alquiler.
La materia prima: la mujer
Con este panorama, no es de extrañar que las zonas rurales se hayan convertido en la mina que explotan estas empresas para conseguir madres. “Los núcleos rurales están llenos de anuncios para captar a mujeres para las clínicas de reproducción asistida. Hay que tener en cuenta que en Ucrania muchas mujeres son madres solas, o corren el riesgo de tener que sacar adelante a sus hijos en solitario. A eso se le suma la precariedad laboral y la pobreza el país. Todo esto hace que dichos lugares se conviertan en núcleos de captación en los que además podrán negociar remuneraciones más bajas. También debemos tener en cuenta la zona de conflicto bélico. Muchas han tenido que salir de esa zona, también se encuentran en una situación de vulnerabilidad, ideal para este tipo de prácticas que abusan de ellas”, explica a Público la activista contra la explotación reproductiva Katia Free.
La necesidad de estas mujeres es tal que, en ocasiones, se someten a varios tratamientos de fertilidad sin importar los riesgos para su salud. “Hasta que no consiguen el embarazo y parto, no cobran”, añade la reconocida feminista.
A cambio, estas mujeres reciben por el concepto “de compensación”, el 0,9 por ciento del total de cada operación mercantil que se produce en esta industria internacional, y que en Ucrania va de los 40.000 a los 60.000 euros. Es decir, las empresas les pagan entre 2.500 y 12.000 euros. El resto del dinero que pagan los clientes por adquirir un bebé se lo queda la empresa, la cual paga los contratos, la estancia de la pareja y la implantación del embrión.
Pero, ¿entienden estas mujeres que el contrato que firman es pura usura reproductiva? Para Katia, la respuesta es negativa: “Muchas de ellas no saben o no entienden lo que están firmando. Aunque algunas sean universitarias (solo un 4 por ciento), siguen recurriendo a ello por necesidad económica, lo que las deja sin capacidad de negociación. Por ejemplo, las indemnizaciones en caso de pérdida del útero a veces ni existen, o de existir son ridículas (unos 2.000 euros). Tampoco disponen de abogados y lo que es aún peor, algunas de ellas ni firman contratos, se les transfiere el embrión sin que exista un acuerdo siquiera”.
Además, tanto la madre como los compradores firman una cláusula de confidencialidad, con la que se comprometen a no desvelar el contenido del contrato. “La confidencialidad es una manera de no mostrar la vulneración de los derechos humanos a las que son sometidas”, remarca Katia.
Un ejemplo de estos contratos lo acaba de sacar a la luz el propio Defensor del Menor de Ucrania en su cuenta de Facebook, quien ya ha denunciado que su país no puede seguir permitiendo la explotación reproductiva de sus ciudadanas. Algunas de las cláusulas son:
—Art. 2.4. La gestante tiene que informar de cada uno de sus movimientos, estar disponible para conocer a los compradores cuando estos quieran en el caso de que así lo deseen. Tiene prohibido nadar, usar transporte y está obligada a pedir autorización sobre todos sus actos.
—Art. 2.4.25. No tiene ningún derecho sobre la criatura que da a luz. Tiene que separarse del bebé nada más nacer y ni siquiera tendría ningún derecho aun en el caso de que los compradores lo abandonaran. Estaría obligada a dejar el bebé en manos de la autoridad estatal.
—Art.2.4.26. Tiene prohibido para siempre buscar a ese bebé.
—Art.4.11. Si rehúsa abortar, tiene que devolver todo el dinero percibido, ya que, si el futuro bebé no “encaja” con el modelo de producto deseado por los compradores, éstos tienen derecho a tomar la decisión de deshacerse de él.
Incluso cuestiones relativas al peso y crecimiento fetal podrían considerarse “desviaciones de la normalidad” para provocar un aborto, aunque ella se niegue.
—Art.2.4.43. La “gestante” tiene que renunciar a cuidar a su propia criatura si tiene una enfermedad infecciosa (una otitis o una amigdalitis, por ejemplo), y está obligada a dejar su domicilio a los siete meses de embarazo. Tampoco puede buscar, por ningún medio, información sobre los compradores y está obligada a no revelar los términos del contrato.
Más allá del contrato
A pesar de que no hay una estadística oficial de cómo impacta esta situación en estas madres, son muchas las que están empezando a hablar. “Se quejan de la presión que sienten en su embarazo por parte de la clínica. A los seis o siete meses de embarazo, las suelen llevar a la capital, las meten en pisos compartidos, y en muchas ocasiones tienen hasta toque de queda. No pueden tener relaciones sexuales, beber o fumar está totalmente prohibido, y en caso de hacerlo, a muchas de ellas las multan”, desgrana Katia.
Además, compartir piso suele crear tensiones: “No se conocen entre ellas y tienen un estado avanzado de embarazo. El control al que se ven sometidas es muy alto y las condiciones no son muy confortables. A veces, incluso duermen tres en una cama de matrimonio. No es el lugar donde ninguna de nosotras, en el final de nuestro embarazo, querríamos estar”.
También existen los casos de clínicas que trasladan a la madre gestante al país de los clientes, o a otros países donde puedan dar a luz a un hijo para parejas no heterosexuales o personas solteras. “Esto lo denuncian las mismas clínicas, ya que no es legal, pero se sigue ofertando en Internet sin problemas”, dice Katia.
A este control las 24 horas del día, se suma la tensión dolorosa de saber cómo están sus otros hijos o hijas: “Estas mujeres tienen hijos propios, a los que no suelen poder ver durante todos esos meses. Creo que no necesitamos un estudio para saber cómo puede sentirse una mujer en esa situación. Cuando una se acerca a esta realidad no puede comprender cómo un negocio puede ser tan cruel e inhumano con las mujeres”. Todas estas difíciles circunstancias se acrecientan con la frialdad de gran parte de los compradores de sus criaturas. “Hay clientes que no quieren tener contacto con ellas. Eso les hace sentirse realmente tristes, algunas se plantean qué hacen mal o por qué el cliente no tiene interés en ellas si están gestando al que será su hijo”, explica Katia.
Tanto es así que dicha experta pone como ejemplo el caso de Alyana, una joven que parió el 8 de febrero de 2018 a un niño de nombre Daniel, cuyos clientes eran españoles y que contó lo sucedió a la prensa ucraniana.
“La madre manifestaba lo mal que se sintió por tener que separarse de su hijo de cuatro años y como este hecho le creó problemas de salud al final del parto. Salvo unas fotos y las conversaciones con el abogado de los padres, conoció a los mismos en la sala del hospital donde fue obligada a hacerse una cesárea. Una vez firmado el contrato, la pareja española -que hacía con ella el quinto intento de tener un hijo por vientre de alquiler (las ocasiones anteriores los embriones no se agarraron)- se quejó de que ni siquiera le llevaron flores al hospital. Flores al hospital. Ese pequeño detalle significó muchísimo para ella”, recalca Katia.
“A través del intérprete le preguntaron cómo se encontraba, después se despidieron de Alyana y la conversación terminó. ¿Flores? No, no, no se dieron flores”, relató la madre a los medios de comunicación. A esta frialdad en todo el proceso, hay que señalar cómo las clínicas de vientres de alquiler someten a las madres a terapia psicológica (especialmente a partir del quinto o del sexto mes) para suprimir el vínculo materno-fetal que de facto se desarrolla.
“La existencia del vínculo materno es un hecho que las propias clínicas no pueden ocultar, aunque traten de minimizarlo. Este adiestramiento tiene como objetivo que la gestante corte, olvide, suprima o bloquee toda clase de vínculo con el bebé, ignorando intencionadamente el impacto negativo que esta disociación va a tener en la salud tanto de la mujer como del bebé. A diferencia de procesos como la adopción, cuyo objetivo central es la restitución de lo que el menor ha perdido (los vínculos físicos, bioquímicos y emocionales que pudieron haberse generado con una madre y un padre biológicos), la subrogación se basa en la ruptura de ese vínculo”, explican desde la plataforma feminista #StopVientresDeAlquiler.
Invisibles y rotas
Tras el parto y tener que entregar a sus criaturas, se suma otro vacío: el de la incertidumbre del pago final. “Normalmente, cuando paren están unos días en la maternidad solas y en una zona apartada, y después depende un poco de la nacionalidad de los clientes. En cuanto a los pagos, las mismas clínicas reconocen que al menos guardan un pago final para asegurarse que la madre que ha gestado al bebé firme todos los papeles necesarios. En el caso de clientes españoles, como en España es ilegal, necesitaban que la madre renuncie hasta tres veces al bebé. Eso lo tienen que hacer en la capital o en Odessa, donde suelen estar las clínicas y consulados, por lo que algunas se quedan allí”, detalla Katia.
Con el confinamiento, hay madres que se han quedado en la capital a la espera de que los clientes lleguen, puedan firmar los papeles y poder cobrar. “El alojamiento y gastos van a cargo de esas madres, ni las clínicas ni los clientes se hacen cargo y estamos hablando ya de tres meses. Por supuesto, no pueden ver al bebé -añade la activista-. En otros casos, otras madres quieren quedarse al bebé y darle el calor humano que necesita, poniendo incluso en riesgo su propia salud psicológica, ya que tendrán que entregarlo al cliente cuando llegue. En general, con el coronavirus están muy preocupadas porque no saben qué va a ser de los bebés cuando los den a luz, y están viviendo esta situación con gran estrés y tristeza”.
Parir y abrazar el vacío
Una situación que tanto con la COVID-19 como sin ella provoca a buen seguro depresiones postparto. “No hay estadísticas al respecto, porque las únicas informaciones que nos suelen llegar son de las mismas clínicas, pero aun así te sorprende ver comentarios de mujeres que dicen que después de parir tenían la necesidad impulsiva de abrazar a bebés y llorar”, comenta Katia.
Y es que, como explica la plataforma abolicionista #StopVientresDeAlquiler, “los contratos no contemplan el apoyo postparto. Tampoco la atención psicológica, la cual suele ser lenta y complicada. A nivel físico, deberán recuperarse de las cesáreas, pero no van a contar con asistencia sanitaria ni ayuda de ningún tipo, regresando a sus familias y comunidades donde ejercen de cabeza de familia en muchos casos y cargan con la mayor parte de las responsabilidades”.
A nivel psicológico, dicha asociación describe cómo se quedan solas frente al impacto de haber entregado a su criatura. “Tienen que gestionar la lactancia, que puede ser inhibida farmacológicamente, con sus correspondientes consecuencias, o bien estar incluida dentro del contrato. En este último caso se incrementa aún más el sufrimiento, ya que la mujer deberá extraerse mecánicamente la leche durante unos meses para enviarla a los clientes”.
Aun así, la pobreza que viven estas mujeres es tal que hay quienes no tienen más remedio que repetir este calvario. “En algunas ocasiones, el dinero del primer parto lo destinan a un negocio que quizás no les funciona. En otras ocasiones, son los mismos clientes quienes les piden repetir y aún embarazadas las presionan para ‘encargar’ un segundo bebé. Hubo un caso de una mujer que había pasado por un primer embarazo y parto para comprarse una vivienda donde vivir con sus hijos. Tras la muerte de su madre, la hermana pequeña dependiente se fue a vivir con ella, por lo que necesitaba más dinero y se sometió a otro embarazo”, destaca Katia.
Sin embargo, esto no es lo más trágico que puede suceder. “Todo lo descrito nos parece una vulneración clara de los derechos humanos, pero hay que pensar aún peor. Hay que recordar el caso de Iryna, una mujer que tenía dos niñas propias y que fue encontrada desangrada en una casa de huéspedes, con un bebé muerto en la habitación y el otro (ya que había dos cordones) desaparecido. Lo que no vemos es aún más terrorífico, y se calcula que en Ucrania no vemos el 70 por ciento de este negocio”, finaliza Katia.
*Por Nuria Coronado Sopeña para Público / Foto de portada: AFP