Pandemia, cuerpo y subjetividad
La aparición del Covid-19 estremece al planeta, pero también permite reflexionar sobre la necesidad de cambiar el actual orden mundial y apostar a la solidaridad como salida de la crisis.
Por Ricardo Peterlin para La tinta
El Covid-19 trae consigo una oportunidad para repensar los vínculos colectivos, los modelos de Estado, las formas de comunicación, entre otros aspectos. Pero también encierra, en su enigma, distintas amenazas para el porvenir de la humanidad, que pondrá a prueba a los gobiernos y los pueblos del mundo.
Nuevo orden internacional
Desde el fin de la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlín, se impuso un modelo hegemónico neoliberal a nivel global, bajo un claro liderazgo de Estados Unidos. El viejo sueño socialista se derrumbó, dando paso a nuevas tesis como la de Francis Fukuyama, que sentenció el fin de la historia. No solo fueron este tipo de afirmaciones que apuntaban a sustentar en el plano de las ideas al “nuevo paraíso”, que llevaría a una gran “aldea global” y a un “gobierno mundial” -como se vaticinó en cierto momento-, sino que también, en el corazón mismo de las teorías críticas, se buscó sustituir la lucha de clases, el imperialismo y la dialéctica por nuevas formas de comprender la realidad. Así, surgió la teoría autonomista de John Holloway, que propiciaba “cambiar el mundo sin tomar el poder”, o el mismo Toni Negri que escribió un best seller como Imperio, donde afirmaba que ya no existía imperialismo ni relaciones de dependencia entre centro y periferia, sino que esta forma de entender el mundo era suplantada por una suerte de imperio global deslocalizado y generador de una “multitud” abstracta que podía ejercer meramente una resistencia.
Desde esta perspectiva, la teoría del imperialismo de Lenin, que caracteriza al capitalismo como un sistema global donde, en su etapa superior, genera una serie de fenómenos que acentúan la dependencia entre las potencias opresoras y los países oprimidos, quedaba obsoleta, dando paso a una nueva y pintoresca forma de entender el sistema global, muy alejada de las necesidades y las vivencias de los pueblos del Tercer Mundo, y muy influenciada por la socialdemocracia eurocéntrica.
Otra corriente dominante en esas épocas, hija de la derrota y la desesperanza, fue la “post-modernidad”; es decir, la muerte del sujeto como centro de la historia, la historia como totalidad y la lucha de clases como interpretación de la sociedad. Desde esa lógica, surgió el “fin de los grandes relatos”, el “pensamiento débil” y “el acontecimiento”, como formas parciales y vertiginosas de entender el conflicto social, sin grandes imperativos filosóficos.
A nivel político, los dos grandes bloques dominantes fueron los gobiernos neoliberales y socialdemócratas, dos caras de una misma moneda, funcionales a la marea de privatizaciones y al ascenso de las multinacionales y corporaciones económicas, que buscaron llevar su modelo de vaciamiento hasta el último rincón del globo, expresando las supuestas “ventajas de la globalización” y los mercados financieros globales. En nuestro país, fueron los años de Carlos Menem y el “Consenso de Washington”, la entrega del patrimonio nacional y un proceso de endeudamiento externo, que llevó al saqueo de los ahorros de las clases medias, conocido como “corralito”, y la caída del 50 por ciento de la población en la pobreza.
Este modelo comenzó a mostrar fisuras claves a comienzos del siglo XXI. En América Latina, se consagraron distintos gobiernos que revalorizaron el rol del Estado, la integración regional, la justicia social, entre distintas “herejías” para el mundo neoliberal. Comenzó a calar hondo una interpretación de la globalización como proceso de saqueo de los pueblos en favor de los grandes capitales económicos y financieros. La aparición de Rusia y China como dos grandes potencias económicas empezó a resquebrajar el antiguo mundo “unipolar” y a generar una nueva etapa “multipolar”, con un nuevo terreno en las relaciones de fuerza a nivel geopolítico.
A partir de la crisis del 2008, la globalización mostró su calamitoso fracaso. A partir de ese momento, el declive fue inevitable, culminando con la crisis de la Unión Europea (UE), la posibilidad del “Brexit” y, finalmente, la victoria de Donald Trump como nuevo presidente en Estados Unidos. La victoria de Trump fue un gran revés para el establishment estadounidense que apoyó la candidatura de Hillary Clinton. El nuevo magnate pateó el tablero, retirándose del Acuerdo del Transpacífico, amenazando con desfinanciar a la OTAN e interviniendo en sectores claves de la economía estadounidense. De esta forma, puso punto final al largo ciclo “neoliberal”, aunque manteniendo su accionar “neocolonial” y belicista, motor del complejo militar-industrial que todos los gobiernos de Estados Unidos sostienen intacto.
En este marco, llega una de las peores pandemias de la historia humana, conocida como “coronavirus”. El virus terminó de demostrar la importancia de los Estados y los sistemas de salud para contener los desastres que ocasionó con su llegada. Países como Italia y España muestran la decadencia de las privatizaciones, escalando a los primeros puestos en números de infectados y muertos. Tema aparte es la decisión de presidentes como Trump o Jair Bolsonaro de dejar morir miserablemente a sus poblaciones para “salvar la economía”. El mundo comprobó, de manera práctica, la importancia de los vínculos de solidaridad y ayuda a nivel comunitaria, pero también la importancia de la presencia del Estado con recursos e infraestructura, dejando un camino abierto al porvenir para discutir nuevas formas de organización a nivel estatal y político.
Big Data, comunidad e individuo
El lúcido pensador asiático Byung Chul Han, actualmente radicado en Alemania, escribió un texto resaltando aspectos importantes ocasionados con la llegada del virus. Desde su punto de vista, Oriente respondió mejor a la pandemia, atribuyendo esto a los comportamientos de los individuos “acostumbrados a obedecer” -según sus palabras textuales-, en contraposición con el culto a las libertades individuales y la acentuación del egoísmo occidental, lo que podría analizarse como otro fracaso del neoliberalismo a nivel cultural.
Desde la mirada de Chul Han, la influencia de Confucio en el comportamiento social de Oriente fue más exitosa para enfrentar la pandemia que el pensamiento de Milton Friedman o Friedrich Von Hayek para Occidente. Pero, entre las distintas interpelaciones que presenta el texto de Chul Han, aparece un aspecto muy relevante: la reivindicación de la Big Data como un mecanismo que ayuda a salvar vidas. Según datos que Chual Han muestra, China estaría a la vanguardia de esta idea, no solo por haber colocado 200 millones de cámaras en su territorio, sino por la idea de profundizar el control, llegando a saber el peso exacto, la temperatura y demás datos corporales de cada individuo.
Michel Foucault planteó, en un texto llamado Las redes del poder, la tendencia de los gobiernos de ir hacia un esquema de “biopolítica”, entendido como la capacidad de las instituciones y sectores que ejercen el poder de influir y controlar nuestros cuerpos. El cuerpo sería, desde esta lógica, el último resabio de libertad que el poder intentaría cooptar en las sociedades modernas.
Álvaro García Linera, haciéndose eco de estos futuros peligros, también pone en duda el planteo de Chul Han, recalcando la posibilidad de utilizar la Big Data no solo para ejercer un control “médico” sobre la comunidad, sino para ejercer un control total de los movimientos sociales, diseñando así una perfecta ingeniería de contrainsurgencia y disciplinamiento social.
Como una de las principales amenazas después de la pandemia, podemos observar la utilización retórica de la importancia de la intervención estatal para constituir sociedades cada vez más disciplinarias que, encubiertas sobre fundamentos “médicos”, destruyan la capacidad de acción de los pueblos a través de la “biopolítica” y el control desmedido de la población, que, en buena parte, ya se observa en ciertos aspectos de la actualidad.
Otra de las discusiones que Chul Han deja abierta es la posibilidad de que el virus traiga nuevas formas de vínculos más solidarios y colaborativos, o, por el contrario, debido al miedo del contagio, se acentúen conductas más individuales y mezquinas. El pensador asiático da su voto por esta última idea y discute con Slavoj Žižek, que afirmó que la pandemia ocasionó un “golpe de Kill Bill” al capitalismo mundial. Chul Han impugna esa idea: expresa que el virus no trajo ningún sentimiento de solidaridad, más bien, de aislamiento y reclusión, concluyendo acertadamente con la idea de que “ningún virus es capaz de hacer la revolución”.
La cuestión no es fácil de considerar. Es palpable el distanciamiento y la frialdad con la que la gente reacciona al salir de sus casas. Es probable que, por un tiempo considerable, nuestros comportamientos se vean alterados, pero de ninguna manera podemos afirmar que esto determinará en un futuro a las relaciones humanas; más bien, podríamos pensar lo contrario. La falta de contacto y relación con el otro está mostrando, más que nunca, la importancia que esto tiene en la vida de las personas, reafirmando el concepto de “animales políticos” aristotélico, aunque esto, de ningún modo, sea sinónimo de revolución o “golpe de Kill Bill” al sistema capitalista mundial.
¿Un nuevo estado o un nuevo hombre?
Como conclusión, estamos seguros de que algo debe cambiar. Hay un horizonte más allá del Covid-19 y está vinculado a la praxis concreta de los pueblos en lucha. Un mundo demasiado golpeado nos reclama una nueva forma de entender el mundo y la vida. Pero esta forma, ¿solo apunta a una nueva administración estatal? ¿O tiene que ver con forjar una nueva subjetividad?
Como planteaba León Rozitchner en su texto La izquierda sin sujeto, el capitalismo es un sistema, principalmente, productor de personas y es, en última instancia, nuestra subjetividad entendida como “un nido de víboras” lo que está en juego. En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Carlos Marx se plantea sucesivamente la alienación del sujeto bajo este régimen de explotación social. Según Rozitchner, esto se expresa en la capacidad del sistema de penetrar en nuestra conciencia más íntima, invirtiendo los valores de cualquier ser humano, incluso de quienes tienen una ideología de izquierda. Es en la comprensión de este fenómeno donde radica la verdadera praxis revolucionaria.
Se trata, entonces, de volver a pensar nuestra subjetividad, recuperar el humanismo como núcleo de verdad histórica. El ser humano debe reconciliarse con su parte sensible y entender a su propia conciencia como terreno de lucha con la ideología burguesa. Es necesario volver a pensarnos como cuerpo y conciencia, como razón y emoción, pero también como sujetos históricos que, a través de la acción, podemos transformar las relaciones sociales y materiales que rigen al mundo. El porvenir reclama un “hombre nuevo”, como intentó plasmar el Che en las nuevas generaciones: una izquierda con sujeto, un ser humano más humano.
*Por Ricardo Peterlin para La tinta / Kevin Frayer – Getty Images