Crónica de una preocupación que se agudizó en la cuarentena
Día 7
Un campo de concentración sólo es posible
en medio de una sociedad que elige no ver
Pilar Calveiro
Me despierto y abro WhatsApp: “Salgo para la veterinaria manito. Güen día”, leo.
Me preocupa. ¿Qué podría responderle? ¿Cuidate? ¿No contestes? No puedo decirle a mi
hermano nada que lo cuide. Ambos le tenemos miedo a la policía y, en este tiempo, más.
Encima, en lo poco que va de la cuarentena, ya lo maltrataron un par de veces. Tomo un
vaso de agua y se me cruza por la cabeza que inventa excusas para salir. Por unos
segundos, me convierto en otro abogado defensor de las fuerzas de seguridad. Y es que
imaginar una pelea con mi hermano me hace sentir mal, pero al menos me evita lidiar con
los que me generan aquel miedo. Además, prefiero ese malestar a verlo humillado,
golpeado o preso. Definitivamente, también para él es mejor discutir conmigo que con la
policía.
¿Estaré reaccionando como mi padre, que, incapaz de defender a mi madre de un
tipo con machete, la retó a ella en vez de decirle algo al que la perseguía? Pero ¿qué podría
haberle dicho? O ¿qué podría haber hecho? ¿Abrazarla? A él nunca se le hubiera ocurrido
y ella le solía reclamar coraje, no cariño.
Hace un tiempo salí con una persona que me pedía violencia –antes hubiera escrito
valentía–. Recuerdo que yo iba manejando y, sin querer, encerré a alguien que, al parecer,
comenzó a perseguirnos y a hacernos luces. No había casi nadie en la calle. Ella se reía y
me decía: “¡Dale, Ariel, bajate y hacele una de tus técnicas! ¿No ibas a lucha vos?”. Yo le
sonreía, pero por dentro me moría. Bajé la velocidad, cambié de carril, el otro auto pasó
de largo y yo suspiré aliviado. ¿Sentir miedo es un motivo para que alguien me deje de
querer? ¿Me quería alguien que deseaba verme agresivo y sin miedo?
Pongo la pava. Entro a Instagram y veo un posteo de Nacho Levy. Dice “Villa 1
11 14 LA PANDEMIA DE SIEMPRE”. Sé de qué se trata, por eso no quiero mirar. Me
animo: son tres gendarmes que al grito de “¡dale!, ¡dale!”, hacen que dos pibes avancen
en cuclillas. Me lamento. Me duele. Pienso en mi hermano, en los controles que tiene que
pasar, en su miedo. Ya van veinte minutos desde que leí su mensaje. Me encuentro
inquieto: ¿cuál es el sentido de negarme a ver vídeos de abusos policiales si soy consciente
de que cerrar los ojos no me otorga inocencia? ¿Será que cuando no podés ayudar, preferís
hacer como que no ves? ¿Por qué me sentiré obligado a hacer algo? ¿De dónde procederá
esa responsabilidad? ¿Podré ayudar con miedo? ¿Cómo?
Justo la noche anterior había leído un artículo donde Cora Gamarnik proponía que
reuniéramos testimonios de abusos, “escenas de violencia institucional que NO tienen
que suceder”. Y, luego de indicar a quiénes enviarlos, afirmaba: “El virus va a pasar. El
poder que le demos a la policía no se va a ir tan fácilmente”. De golpe, me siento un poco
mejor: iba a poder hacer algo y, de yapa, sin correr peligro, al menos por ahora.
Dejo el termo y el Abel mueve la cola porque sabe que vamos a salir. Mientras
caminamos hacia la verdulería, se me cruza por la cabeza que una cosa es mandar vídeos
y otra filmarlos –ruego no tener que hacerlo–, y me pregunto si en esas situaciones mi
mayor problema no sería tener que enfrentar a personas que temo, pero que no odio: ¿será
esa mi desventaja? Ya en casa vuelvo a ingresar al muro de Nacho Levy y, para mí
sorpresa, leo: “De corazón, celebramos la decisión de la Ministra de Seguridad que
resolvió pasar a disponibilidad a esos tres nobles servidores que verduguearon a los pibes
en Bajo Flores”. Siento alegría, alivio e incluso buen humor. Sigo preocupado por mi
hermano, pero la sensación ya es distinta. Entro al WhatsApp. Leo debajo de su nombre
“escribiendo” y eso me tranquiliza. “Que lo que te alegró la mañana sea que al pasar el
control de las fuerzas y te pararan, no temblaras ni tuvieras miedo, está bueno, pero qué
mal que estamos manito, ¿no?”, me escribe. Mientras hablamos recuerdo una frase de
Itziar Ziga y se la mando por audio: “Los signos femeninos señalan a los machos sus
posibles víctimas, ya sean mujeres, maricas, hombres débiles”. Triste tener que fingir
tranquilidad, seguridad o cierta masculinidad para no ser maltratadxs, pienso.
Son casi las seis y me preparo para salir, por segunda vez, con el Abel. No deja de
llamarme la atención que mientras caminamos voy imaginando qué decir si la policía me
para: “Vivo en el complejo, acá a dos cuadras. Voy a los chinos y aprovecho para sacar a
mi perro que tiene que hacer sus necesidades”. Nada de eso es mentira, pero igual no me
siento seguro. Especialmente a la noche, cada vez tengo que lidiar con un sentimiento
mayor de miedo. El peor de todos es que me suban a un patrullero sin permitirme llevarlo
antes a casa. Hace ocho años que no hace más que seguirme: ¿qué haría en ese momento?
No lo quiero imaginar. “No sucederá”, me digo. Sería muy cruel. Luego de la cuarentena,
este temor ¿se transformará en otra cosa? ¿En qué? Me preocupa porque creo que el miedo
puede convertirme, más todavía, en víctima. Sé que la policía también se alimenta de ese
miedo.
Ya es de noche y continúo leyendo. No sé si lo hago para analizar o en vez de,
pero me es indiferente la respuesta. Sí observo con gusto que fui anotando todas las ideas
en un Word que bauticé «Castigar a los pobres», título de un libro de Loïc Wacquant. Me
lavo la cara. Sé lo que voy a hacer: ponerme a revisar.
El nerviosismo de los pibes proviene de desconocer hasta dónde puede un
gendarme.
«¿Quién lleva la gorra?» Colectivo Juguetes Perdidos
La sociedad fue obligada a presenciar el castigo, la desaparición y la muerte de
los suyos sin abrir la boca, sin oponer resistencia. Probablemente hay pocas situaciones
más humillantes para un ser humano que la de obligarlo a presenciar el secuestro o el
castigo de su compañero de trabajo, de su amigo, de su hijo o de su esposo sin poder salir
en su defensa o sin atreverse a hacerlo. Esto debió tolerar la sociedad argentina de los
militares. Presenciar el castigo de los más próximos en la más absoluta inmovilidad.
«Poder y desaparición» Pilar Calveiro
No me sale más que asentir. Me quedo pensativo, movilizado y paralizado a la
vez, hasta que, resaltada en verde, en negrita y mayúsculas, leo: ¿cómo se recicla hoy el
poder desaparecedor? Eso. ¿Cómo?
…
Día 8
Por la razón o por la fuerza
Alberto Fernández
¿Cómo cumplir todos juntos
en condiciones tan desiguales?
Lucila Carzoglio y Salvador Marinaro
Es de mañana y mi hermano me envía un escrito. Se ve que a nuestras
preocupaciones las andamos haciendo textos. Son cuatro páginas en las que encuentro un
montón de preguntas que me encantan:
– Parece una fiesta de la solidaridad: todo lo caro e inaccesible ahora aparece
liberado: ¿para quiénes?
– ¿Qué está comiendo alguien que vende a diario en una terminal?
– Los políticos, la clase mejor paga del Estado ¿hacen donaciones? ¿Dónde?
– ¿Ya dejaron de morir de hambre lxs niñxs de las comunidades originarias? ¿O
ahora tienen qué comer?
– ¿No nos llama la atención que existan más denuncias anónimas a vecinxs que
iniciativas para ayudar a lxs más desfavorecidxs circulando en las redes?
– ¿No estamos dejando morir a personas en simultáneo a nuestro miedo hipotético
a morir?
– ¿No prueba esto que mi vida vale más que las de otrxs?
– ¿No es también un modo de desinterés y de irresponsabilidad social y ciudadana,
justo lo que cuestionamos en la conducta de quienes rompen el aislamiento?
– ¿Con qué alcohol en gel desinfectamos nuestra moral?
Cierro el puño como festejando un gol frente a esa pregunta. Sigo:
– ¿El presidente no podría haber hecho un llamado a la amabilidad en el ejercicio
de los controles a las fuerzas de seguridad, en lugar de habilitarlxs, abiertamente,
a ejercer la fuerza?
El planteo me ayuda a entender algo que había llamado mi atención un par de días
atrás, mientras veía una nota a Alberto Fernández en Telefe: “A los que están circulando
contrariando la cuarentena, de eso se van a ocupar las fuerzas de seguridad. Y como suelo
decir yo, yo trato de que entiendan por las buenas –gestos y sonrisas de asentimiento de
las periodistas–, pero si no lo entiendan por las buenas, lo van a entender con el rigor de
la ley”. ¿Funcionan –pregunto si funcionan, no si son– las palabras del presidente como
una amenaza? ¿Sabrá Alberto Fernández que sus declaraciones van a exponer al maltrato
y a la violencia (que ya son dañinos) de un modo desigual (que es todavía peor)? ¿Cómo
cree que cumplirán la orden presidencial lxs agentes que, digamos, por política de la
institución o por vicio profesional, están acostumbrados a abusar de su fuerza en los
barrios marginales? Y, en esos barrios, ¿qué capacidad, qué educación, qué razonabilidad
y qué “paciencia” cree que tendrán para hacer respetar la cuarentena “por las buenas”?
No es difícil advertir que, por las mismas razones que un grupo de policías, tal vez de
buena manera, secuestran autos en Buenos Aires; otro, probablemente de muy mala
forma, se sentirá justificado para secuestrar un carro en Corrientes –como, de hecho, ya
pasó con el carrero Juan Alberto Cáceres–. “Ley pareja no es rigurosa”, reza un dicho
popular. “Nada más injusto que tratar como iguales a los desiguales”, dice Dubet. No es
tan complejo percibir que lo legal seguirá sirviendo de excusa para lo ilegal; o “lo justo”
para que exista una mayor injusticia: penalizar a lxs que necesitan moverse para no pasar
hambre, por ejemplo.
“Y si no, hay que ponerse más estrictos ¿no? –continúa la entrevistadora– que no
es, infiero, lo que usted quiere, hasta como pensamiento político ¿no? Tiene que primar
la libertad, pero en esta situación, digo, el pelotudo que sale… –lo enfatiza y Alberto se
ríe–, el que no respeta lo que se tiene que respetar, se le saca el auto, se le pone una multa,
que duela también ¿no? Digo. Si no, es joda”. ¿Para quiénes o en qué estrato social la
alternativa es “respetar la cuarentena o joda”? ¿Cuál es el sacrificio que la persona que
habla y sus compañerxs consideran que están haciendo y que otrxs también “tienen que
hacer”? ¿Cómo será la cuarentena ideal para esa periodista y para la clase social de la que
forma parte, la que puede cumplir sin pasar hambre, que goza de ciertas comodidades e
ignora lo que es la violencia policial reiterada? ¿Debería/n preguntárselo ya que son sus
ideas la que, constantemente, se convierten en decisiones políticas? ¿Se sentirán
responsables del sufrimiento que contribuyen a generar? No lo sé. Lo que sí sé es que el
sentimiento de indignación que circula en los medios, reforzado irresponsablemente por
algunas expresiones del presidente, tiene sus víctimas: barrios, grupos y personas cuyos
rostros, palabras, historias y emociones no transitan por los canales de televisión. Sectores
e individuos a los que les llega más rápido la policía que la garrafa. O, peor todavía: la
policía en lugar de mercaderías y garrafas.
¿Cómo se informará Alberto Fernández? ¿Y la ministra de seguridad? ¿De
quiénes recibirán los reportes? ¿Estarán al tanto de todos los casos de abusos policiales
que, diariamente, sube CORREPI? ¿No les hará ruido la cantidad de personas detenidas,
la acusación habitual de “resistencia a la autoridad” y la clase social que la mayoría de
esa gente integra? Por mi parte, ya no puedo dejar de pensar que lo que existe en las calles
es un enorme festival de las fuerzas de seguridad. En Chaco, por ejemplo, los policías se
filmaron persiguiendo y disparando, con guantes y barbijos, a un grupo de personas que
estaban en un basural. ¿Cómo será, después de la cuarentena, la forma de proceder y el
mundo emocional de lxs policías? ¿En qué terminará el reconocimiento político y social
que ahora se les otorga? ¿Quiénes pagaran por los golpes, las torturas, los cuasi secuestros
y los gritos? Resultaría raro que el maltrato y el sufrimiento gratuito no terminen en odio
¿qué pasará con ese odio?
Ya es tarde y estoy cansado. Prendo la tele y la vuelvo a apagar: un filósofo habla
de que este es “el momento de la introspección jugada”. Lo enfatiza. Es como si ignorara
completamente que para eso es necesario, por lo menos, tener las necesidades básicas
satisfechas. ¿Para quiénes hablará? No me interesa. Incluso los chistes sobre la cuarentena
tienen un olor a clase que ya no soporto.
Por Ariel Rivero para La tinta / Foto: Colectivo Manifiesto
* Docente. Profesor de filosofía.
PD: El escrito de mi hermano –Franco Rivero– al que aludo salió publicado el 4 de abril
en la Revista Sudestada y se titula “No hay mal que por bien no venga”.