La conspiración de los perdedores
Paul B. Preciado es filósofo, curador y activista trans. En 2019 fue publicada por Semiotext(e), “Un apartamento en Urano: Crónicas del cruce”, una colección de sus columnas entre 2013 y 2018 para Libération y otros medios de comunicación.
Me enfermé en París el miércoles 11 de marzo, antes de que el gobierno francés ordenara el confinamiento de la población, y cuando me levanté el 19 de marzo, un poco más de una semana después, el mundo había cambiado. Cuando caí en cama, el mundo era cercano, colectivo, viscoso y sucio. Cuando salí, se había vuelto distante, individual, seco e higiénico. Durante la enfermedad, no pude evaluar lo que estaba sucediendo desde el punto de vista político y económico porque la fiebre y el malestar acaparaban mi energía vital. Nadie puede filosofar con una cabeza que explota. De vez en cuando, veía las noticias, lo cual sólo aumentaba mi descontento. La realidad era indistinguible de un mal sueño y la tapa de los diarios resultaba más desconcertante que cualquier pesadilla provocada por mis delirios febriles. Durante dos días enteros, y como receta contra la ansiedad, decidí no entrar a ningún sitio web. Atribuyo mi curación a eso y al aceite esencial de orégano. No tenía dificultades para respirar, pero me era difícil creer que seguiría respirando. No tenía miedo de morir. Tenía miedo de morir solo.
Entre la fiebre y la ansiedad, imaginé que los parámetros del comportamiento social organizado habían cambiado para siempre y que ya no podrían ser modificados. Lo sentí con tal convicción que la sensación me perforó el pecho, incluso cuando empecé a respirar con mayor facilidad. Todo conservaría para siempre la nueva forma que las cosas habían tomado. A partir de ahora, tendríamos acceso a modos cada vez más excesivos de consumo digital, pero nuestros cuerpos, nuestros organismos físicos, se verían privados de todo contacto y de toda vitalidad. La mutación se manifestaría como una cristalización de la vida orgánica, como una digitalización del trabajo y el consumo y como una desmaterialización del deseo.
Al levantarme de la cama, después de haber estado enfermo por el virus durante una semana, me hice esta pregunta tan vasta y tan extraña como un nuevo continente: ¿Bajo qué condiciones y de qué manera valdría la pena vivir la vida?
Las personas casadas estarían ahora condenados a vivir las veinticuatro horas del día con su cónyuge, tanto si se amaran como si se odiaran, o ambas cosas a la vez; lo cual, por cierto, es el caso más típico: Las parejas se rigen por una ley de la física cuántica según la cual no hay oposición entre términos contrarios, sino más bien una simultaneidad de hechos dialécticos. En esta nueva realidad, aquelles de nosotres que hubiésemos perdido a nuestro amor o que no lo hubiéramos encontrado a tiempo –es decir, antes de la gran mutación del COVID-19– estaríamos condenades a pasar el resto de nuestras vidas totalmente soles. Sobreviviríamos, pero sin tocar, sin piel. Aquelles que no se hubieran atrevido a decirle a la persona que amaban que la amaban, ya no podrían estar en contacto con ella, aunque pudieran expresar su amor, y ahora tendrían que vivir para siempre con la imposible anticipación de un encuentro físico que nunca tendría lugar. Les que habían elegido viajar se quedarían para siempre al otro lado de la frontera y los ricos que se hubieran ido a la costa o al campo para pasar el período de confinamiento en sus casas de descanso (¡pobres de elles!) nunca podrían volver a la ciudad. Sus casas serían confiscadas para alojar a los sin techo, quienes, a diferencia de los ricos, viven a tiempo completo en la ciudad. Bajo la nueva e impredecible forma que las cosas habrían tomado después del virus, todo quedaría grabado en piedra. Lo que parecía un encierro temporal continuaría por el resto de nuestras vidas. Tal vez las cosas cambiarían de nuevo, pero no para aquelles de nosotres mayores de cuarenta años. Esa sería la nueva realidad. La vida después de la gran mutación. Me preguntaría, entonces, si una vida así vale la pena de ser vivida.
Al levantarme de la cama, después de haber estado enfermo por el virus durante una semana, me hice esta pregunta tan vasta y tan extraña como un nuevo continente: ¿Bajo qué condiciones y de qué manera valdría la pena vivir la vida? La segunda cosa que hice, antes de encontrar una respuesta a esa pregunta, fue escribir una carta de amor. De todas las teorías conspirativas que había leído, la que más me sedujo es la que dice que el virus fue creado en un laboratorio para que todes les perdedores del mundo pudieran recuperar a sus ex, pero sin estar realmente obligados a volver con elles.
Rebosante de lirismo y de la ansiedad acumulada durante una semana de estar enfermo, asustado e inseguro, la carta a mi ex no sólo fue una poética y desesperada declaración de amor, sino que fue, sobre todo, un vergonzoso documento para quien la firmaba. Pero si las cosas ya no pudieran cambiar, si los que están lejos no pudieran volver a tocarse, ¿cuál sería la importancia de quedar en ridículo? ¿Qué importaría decirle a la persona que amas que la amas, sabiendo que, con toda probabilidad, ella ya te había olvidado o reemplazado, si de todas formas nunca podrías volver a verla? El nuevo estado de cosas, en su inmovilidad escultórica, conferiría un nuevo grado al incluso ya ridículo “y qué carajo me importa”.
Escribí a mano esa bella y horriblemente patética carta, la puse en un sobre blanco brillante y en ella, con mi mejor letra, escribí el nombre y la dirección de mi ex. Me vestí, me puse un barbijo, los guantes y los zapatos que había dejado en la puerta, y bajé a la entrada del edificio. Allí, de acuerdo con las normas de confinamiento, no salí a la calle, sino que me dirigí la zona de depósito de la basura. Abrí el tacho amarillo y puse la carta para mi ex en él. El papel era, efectivamente, reciclable. Lentamente, volví a mi departamento. Dejé mis zapatos en la puerta. Entré, me saqué los pantalones y los puse en una bolsa de plástico. Me quité el barbijo y lo puse en el balcón para que se aireara; me quité los guantes, los tiré a la basura y me lavé las manos durante dos interminables minutos. Todo, absolutamente todo, adquirió la forma que habría tomado después de la gran mutación. Volví a mi computadora y abrí el correo electrónico: y ahí estaba, un mensaje suyo titulado «Pienso en vos durante la crisis del virus».
Por Paul B. Preciado publicado en Artforum traducido por María Marta Andreatta / Imagen: La tinta