Domar la inmensidad
Les dijeron que en esas tierras no crecería nada. Que era inútil intentarlo, ni siquiera mandar técnicos, pura pérdida de tiempo. Podía ser cierto: al ver ese inmenso de Amazonas, esas selvas sobre gigantescas piedras negras -piedras como prehistóricas- ese sol quemando todo, esas lluvias inundando, esas llanuras amarillas, la conclusión podría haber sido esa.
¿Qué más que tigres, monos, anacondas, y ganado podían vivir en esos paisajes salvajes? Les dijeron. Ellos además venían de la ciudad, sin mucha experiencia de trabajar con semillas, siembras, ciclos, cosechas. Tenían tres cosas a su favor: los títulos en proceso en el Instituto Nacional de Tierras, el mensaje de Chávez, y la voluntad.
Pasaron siete años hasta este octubre. Entre los árboles siguen los yaguares, los araguatos y las culebras, pero hay más que eso: decenas de hectáreas fueron sembradas. Conucos más exactamente: parcelas con producción diversificada donde crece maíz, plátano, auyama, ají, lechoza, caraota, yuca, topocho. Y arroz, en una zona del país que no lo produce. Fruto del trabajo duro, de quién domó una parte de la inmensidad y lo logró. Los restos de las batallas están a la vista: troncos ennegrecidos por el fuego, árboles caídos, la inteligencia del hombre y la mujer sobre la fuerza de la naturaleza.
Todo fue hecho a mano, sin máquina ni apoyo de nadie. El orgullo que tienen es grande. Lo dicen las sonrisas al levantar un racimo de espigas de oro blanco. Mire esto compadre, dicen con las manos llenas.
Son sesenta familias, organizadas en el Consejo Comunal Mata Gorda que comienza a la orilla de la carretera. A su alrededor viven comunidades de pueblos indígenas Baré, Jivi, Piaroa. Ellos son criollos como les dicen. Esa extensión era antes de un latifundista, unas 5 mil hectáreas improductivas. Ahora hay pocos alambres, solo algunos para impedir que el ganado pase para donde no debe. Son también una comunidad, no dependen de nadie: las semillas, la tierra, el agua, y el esfuerzo son suyos.
-La gente está muy emocionada con el arroz, dice Santiaga Lara.
Ella vivía en Puerto Ayacucho, originaria de Apure, de familia Yaruro. Maneja un taxi que le fue entregada por el Gobierno a la Unidad de Batalla Hugo Chávez, que funciona en el territorio del Consejo Comunal. No taxean el carro, lo usan para las necesidades sociales de la comunidad: trasladar a la gente a cobrar los Hogares de la Patria, Amor Mayor, llevar el dinero para la compra de comida del Consejo Local de Abastecimiento y Producción que llega a doce comunidades de la zona. El centro de acopio está en la entrada de Mata Gorda: una churuata de techo de palma de mariche, como todas en Amazonas. De ahí nacen los caminos de tierra roja que recorren kilómetros para llegar a las casas, trazan sentido en un espacio que se extiende ondulado, cortado por esas rocas que parecen haber sido arrojadas desde el cielo como puñados de meteoritos. Algunas miden decenas de metros: desde ahí cae agua cristalina que es vida para las siembras de los conucos.
–El campo está luchando para que la gente de la ciudad que está haciendo otros trabajos tenga qué comer, dice.
Acá la comida no falta. Ni las puertas abiertas, las casas rodeadas de horizonte, los árboles, plantas aromáticas, las palabras claras, hechas como el conuco, con trabajo colectivo, esfuerzo, voluntad ante todo lo que se opuso.
Que fue mucho.
* * *
Puede parecer irreal para quienes ven en Venezuela un país en crisis al borde del colapso. O para quiénes, en su imaginario, la revolución fue un asunto de petróleo: cuanto más caro estaba el barril más el Gobierno tenía apoyo popular. Intrascendente también, para los que nunca se enfrentaron a la tierra. Todas esas miradas comparten un punto: el desconocimiento, la subestimación muchas veces, del pueblo venezolano, en particular de los sectores más humildes. Y para conocer lo primero es escuchar y observar -puede parecer evidente, no lo es. Así se puede comprender cómo un grupo de familias de la ciudad decidió ocupar unas tierras deshabitadas y ponerlas, contra todo diagnóstico, a producir. Y lograrlo. Sin financiamiento institucional, ni abonos artificiales para las siembras, ni tractores. Allí están: quien quiera ir que vaya.
Se trata de una experiencia eminentemente chavista a la vez que atípica. Lo primero porque son hombres y mujeres que se formaron directamente escuchando a Chávez por radio y televisión. Fue su pedagogo. Entre su liderazgo y ellos se conformó un puente invisible y tan duro como para internarse monte adentro con uñas, machetes, fuego y organización.
Existen casos similares en todo el país: consejos comunales y comunas nacidas de los Aló Presidente, lectura de leyes, etc., por impulso independiente de personas en sus territorios. Atípica en este caso porque no hubo financiamiento estatal. No lo necesitaron. Su acompañamiento, para comprar un camión, por ejemplo, podría darles más potencia. Pero su fuerza mayor reside en su capacidad de hacer sin depender de nadie, de ser soberanos. La autonomía es clave para esta época y lo que, seguramente, un día vendrá: no siempre el chavismo tendrá el control del aparato estatal. Lo saben. Y también la dimensión de lo que está juego:
-Si el imperio llega a tocarnos va a querer hacernos esclavos, esa es la opinión de todos nosotros, por eso nos ves haciendo todo esto, de aquí para allá.
Mata Gorda es una de las formas del país por-venir que ya nació. De lo que resiste a una estrategia que busca arrasarlo todo. Producen alimentos, comunidad, muestran que, con consciencia y organización, se puede. Eso, en un país donde siempre se quiso desestimar al pueblo, acusarlo de flojo e incapaz, es inmenso. Tanto como la selva que los rodea.
*Por Marco Teruggi en su blog Hasta el Nocau. Fotografía: Vicent Chanza.