¿Comienza el macrismo cultural?
El film El ciudadano ilustre tiene dos materias difíciles ante sí, el retrato de un escritor sin dogmas y una vida pueblerina vulgar, violenta y sin esperanzas. Decir que fracasa en ambos aspectos, parece una desdeñosa simplificación para un proyecto ambicioso, que literariamente podría tener antecedentes en el condado de Yoknapatawka de Faulkner y cinematográficamente en las muy recordables condenas éticas a una vida popular,clausurada por el reinado del mal–como por ejemplo, La Jauría humana, de Arthur Penn-, donde la estulticia de la comunidad es de naturaleza trágica.
Desde luego, El ciudadano ilustre no intenta iniciarse en el género trágico, y reitera las conocidas insistencias de su director en recorrer la incierta frontera en la que ficción y realidad se roban mutuamente sus significados. El género ante el cual estamos es el de la sátira ingeniosa, la farsa pontificadora. Pero el verdadero tema es el de la “realidad literaria” contra el “kitsch social”, ideología última del film, que al fin exige que un elemento de la ficción (el libro del escritor premiado) se edite luego por una editorial que es precisamente uno de los auspiciantes financieros de la película.
La presencia de estereotipos que se ofrecen como graníticos (el propio escritor, el intendente, los patoteros del pueblo, el organizador de cacerías de chanchos, la chica que quiere escapar de la caldera del diablo, etc.), parecería la exigencia superior de un género que quiere describir el kitsch popular, sin confundirse con él.
Pero los incesantes muñequitos inflables, la pacata vida comercial donde es posible imaginar la desazón infinita de los habitantes, la regorducha reina de belleza, el carro de bomberos, no nos declaran por lo menos de una forma artísticamente aceptable, si sonretratos que examinan una espesura ambigua de lo popular (entre lo tierno y lo violento, lo lírico y lo caricaturesco) o la maniobra especulativa de los directores del film, coincidente con los tramos más obtusos del discurso del escritor. Lo popular, materia que exige siempre consideraciones irónicas o burlescas, no puede ser sólo encerrada en ellas, que resultarían dilapidadoras de su fuerza si no estuvieran acompañadas de la conmiseración festiva y de la ironía gozosa.
Estos últimos resortes se ausentan tanto del film de Duprat/Cohn –al que no se le pide rabelesianismo ni apologías de la picaresca-, que todo parece destinado a originar una fácil empatía del espectador con el escritor que “desafía a los reyes” y a los “ministerios “(¡vaya!), con la consiguiente condena al poder telúrico, obcecado y rabioso, encarnado en la película por el presidente de la sociedad de “artistas plásticos” del poblado. Escenas de gran fuerza, como la de Dady Brieva, que sale de cacería cubierto su rostro por una máscara médica (fue herido en un momento anterior), destilan una violencia sórdida, a lo Tarantino, que se desvanece cuando el espectador descubre que están al servicio del tono general de hipérbole canchera que tiene el film.
El drama del escritor está apenas desarrollado, su vuelta a casa no lo hace un Ulises en una Ítaca de la periferia del mundo, sino un personaje que en el mejor de los casos, despunta una leve ambigüedad apenas bocetada. No es un Wilcock ni un Bianciotti, que no ganaron el Nobel pero se fueron de su idioma castellano para tener más repercusión en italiano o en francés.
Esa indeterminación se revela en la curiosidad por volver a su lugar natal, en un descenso brusco al llano, el intento por reconocer la casa de su padre, un principismo escéptico que lo lleva a una cuasi-relación incestuosa, luego a un gesto de generosidad escondida, después a una lección sobre la ficción repleta de pobres didactismos a un vecino que cree que su padre es uno de los personajes de la novela premiada con el Nobel. Pero la ambigüedad que hubiera permitido desplegar la tensión de una conciencia verdaderamente literaria entre la nostalgia y la convicción de que algo se ha roto definitivamente, es arruinada por la vocación esencial del film, que es la de gobernar y ser gobernado por estereotipos en crudo y por formas de relato basadas en la intervención de planos calculados y guardados en la caja de sorpresas, para atrapar al espectador con una “ficción dentro de la ficción”. Así concluye el film: luego de que el escritor fuera objeto de una cacería donde presuntamente lo matan (“capítulo V”), se muestra otra escena con personajes que son típicos de los empleados de las casas de pompas fúnebres.
Pero no es el velatorio del escritor, sino la presentación del libro donde se cuentan las acciones que se han visto en el film. ¿La literatura por encima del relato fílmico? Este juego ya lo conocemos, y ahora es aprovechado incluso para vender un libro –el libro de la película- en librerías “reales” de la ciudad. De tal modo, la tentación de entrar en este juego, devora los pocos intentos en que se pudo mostrar la materia argumental con mayor consideración hacia los personajes, rescatándolos de un sarcasmo virulento que suena como el atildamiento real de los autores del film. De nada vale que el escritor realice algunos escasos intentos por trazar su canon estético (“la ficción no tiene porqué inspirarse en el peso de lo real”), pues su conato educativo ante las masas ramplonas que viven su vida zángana con sus delicias de ignota crueldad, traduce bastante fielmente un pensamiento cultural que tiene del elitismo sólo su tonta displicencia y ninguna de sus ocultas delicias.
Ciertamente, es un film de escenas muy pensadas, así como de realización sumaria. Mientras el kitsch es un lejano heredero de lo barroco, el film que critica el barroquismo es de una sorprendente linealidad, sólo interesante en los pocos momentos de “retroceso de la conciencia”, como el referido episodio de la compra de la silla de ruedas para el niño down, que también es un ocurrencia que como muchas otras, bordea el “mal gusto”, presuntamente atribuido a los habitantes de “Salas”, y que no atinan a reconocer en sí mismos los autores del film.
El triste villorio de “Salas” es la “Colonia Vela” de Soriano. Todo eso ya lo vimos, y han pasado casi treinta años. Lo que se puede agregar también lo suple “Relatos salvajes”. Pero nadie pide que un condado “cercano a la ciudad de Santa Rosa” –informa el film- sea la Santa María de Onetti, o Macondo, o una ciudad italiana sometida al “amarcord” de algún gran director. Pero el factor que el escritor premiado por el Nobel tanto desdeña (su intento auto-confesional es derrotado por su figura desatenta y soberbia), es decir, el factor de la realidad (para abordar el cual hay que escribir con la simpleza compleja de Kafka, también nos informan) se filtra constantemente, a través de las risitas cómplices del público, que sale del cine satisfecho de haberse derrotado una vez más a la chanflonería que impera por doquier. Por lo menos, si uno va a ver la película en un cine de Caballito, comuna respetable, donde luego, en los pasillos del Village, apenas quedan algunos rastros de pochoclo.
*Por Horacio González, para La Tecla Eñe