Diego Sztulwark: «La sensibilidad es el campo de batalla en este período»
Por Eduardo D. Benítez para Revista Almagro
Se produzca o no, una alternancia entre gobiernos neoliberales y nacional populares, el detritus de un vivir neoliberal seguirá siendo una “silenciosa” insistencia. Al menos si sigue sustraída de nuestro presente, la interrogación por el tipo de vida que podemos crearnos por fuera de sujeciones, por fuera del esquema de relaciones sociales automatizadas que impulsa el ordenamiento del mundo hoy vigente. Así lo piensa el ensayista y docente Diego Sztulwark, que en su libro La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político (Caja Negra Editora), analiza las cifras de lo neoliberal en tanto se ha evidenciado como proceso civilizatorio que modela deseos y opera gobernando “al nivel de la singularidad de cada individuo”.
El libro de Sztulwark viene a señalar que el consumo -factor determinante tanto para las experiencias progresistas como para el modelo neoliberal- debería estar en el centro del debate por venir. Imaginar nuevas maneras de habitar (nos) en torno al consumo, entendido como herramienta de subjetivación, para eludir el intento de obediencia y domesticación de nuestras existencias. ¿Qué significaría, entonces, politizar el consumo? ¿Es posible inventarnos una vida no neoliberal? ¿Cuáles serían las claves de esa nueva imaginación en el tembladeral sociopolítico que atraviesa América Latina? ¿Se inaugura un proceso auspicioso para Argentina con el gobierno entrante?
—En tu libro, el neoliberalismo está caracterizado no sólo en su aspecto macroeconómico -timba financiera, retracción del Estado en su capacidad de regular- sino también en su voluntad por modular subjetividades. ¿Por qué crees que este último aspecto se agudizó en los últimos años?
—La palabra neoliberal es muy útil políticamente pero a veces es muy imprecisa. En los noventa sirvió para denunciar el Consenso de Washington y las privatizaciones en todo el continente. Eso nombra una coyuntura macropolítica específica que fue derrotada en el 2001. Sin embargo lo neoliberal siguió formando parte de nuestras vidas de manera muy potente.
Se pueden distinguir tres significados posibles del neoliberalismo. Por un lado un nombre genérico que le damos a un tipo de capitalismo muy actual: a la globalización y la reestructuración general de las relaciones sociales después de los años setenta, algo que muchos llamaron postfordismo. Por otro lado tenemos un partido neoliberal que en cada momento tiene una agenda muy específica, como el macrismo en Argentina. Pero me parece importante distinguir que las estructuras neoliberales nos abarcan a todos. Nadie está por fuera de las transformaciones de esas relaciones sociales aunque dentro de esta situación puede haber partidos reformistas. Llamamos neoliberal a Macri, porque es ideológicamente un neoliberal, pero el gobierno de Alberto Fernández nace atrapado en condiciones estructurales que también lo son. Pero claro, no es lo mismo el polo que intenta desregular mercados, que implica siempre triturar derechos u orientarse al mercado internacional; que un polo socialdemócrata o populista que dentro de estructuras neoliberales tiene voluntad de otra cosa. Un tercer significado es el neoliberalismo como micropolítica, como forma de estabilizar las subjetividades. Es el enorme esfuerzo que hace el capital por gobernar al nivel de la singularidad de cada individuo. Entonces se nos ofrecen formas de percepción, estrategias de resolución de problemas, un sistema de coaching continuo de la vida. Siempre el capital tendió a esto pero en las últimas décadas se hace más claro. Sobre todo a partir de la obra de Félix Guattari entendimos que, a través de distintas escalas de unidades empresariales, todo está destinado a gobernar el deseo hacia el mundo de las mercancías. Para que la brecha entre deseo y capital no se abra, hay un esfuerzo micropolítico muy potente, para que siempre la respuesta a nuestra existencia pase por la Gran Empresa que toma a su cargo el desarrollo de los modos de vida.
—Partiendo de este tercer significado del neoliberalismo, aparece en tu libro una distinción entre modos de vida y formas de vida…
—Sí, tal vez es una distinción conceptual un poco rudimentaria en el sentido de que es algo binario. Los modos de vida están cada vez más a cargo del capital, como si fueran una nueva versión del poder pastoral que describió Michel Foucault alguna vez. El modo de vida es un automatismo capaz de registrar modos de existencia muy diversos, pero todos ellos son estandarizados. Es como entrar a un supermercado: tenés veinte marcas de cada cosa pero eso genera una especie de estándar sobre qué significa consumir. Se van armando “modos de vivir así” que siempre son recetables. La forma de vida es diferente porque surge al poder percibir que no se sabe qué es vivir. Es la larga historia por la cual las personas -tanto individual como colectivamente-no sabemos qué es morir, qué hacer con el sufrimiento, con el deseo, con el miedo. Desde siempre hubo preguntas sobre esto y prácticas para inventarse verdades a la altura de lo que significa vivir. Pero el neoliberalismo hoy es el gran secuestro de esa incertidumbre o de esa angustia. Nadie tiene derecho a preguntarse qué es vivir porque hay un cómo vivir inmediato. Muy rápidamente la empresa se hace cargo de anticipar tu angustia, tu inquietud, tu deseo y te da un cauce. En cambio pasar por esa angustia, por el no saber vivir, implica cuestionarse qué prácticas necesita uno para crearse una vida. A eso llamaría forma de vida: tiene que ver con el síntoma, con no participar del automatismo de los modos de vida.
—Sobre esos modos de vida estaría operando una Voz de mando, que uno tradicionalmente la identificaría como una centralidad omnipotente. Sin embargo hoy esa Voz mutó y aparece de forma múltiple. ¿Eso la hace más difícil de describir o identificar?
—Está claro: cambió el capitalismo, cambió el mundo. Ya no hay un patrón o un Padre que te diga “tenés que hacer las cosas así”. ¿Qué es lo que sí hay? La obligación de que tu vida, de alguna manera, pase por el mercado. Tenés que organizarte para funcionar en un tipo de dispositivo para curarte, casarte, ganar plata, sentirte relajado y productivo. Es sólo eso, nadie más te dice nada. Sólo que si no lo sabés hacer, jodete. Es un campo de obediencia que dice “organízate como dispositivo en el mercado y tratá de generar una renta”. Si no lo hacés nadie en particular va a venir a castigarte pero valdrás menos, terminarás en historias muy oscuras, etcétera. Entonces ¿no hay centro o el centro está en todos lados? No hay una Voz de mando pero por todos lados está este imperativo brutal que dice “en el mercado te valorizás”. En ese sentido el nivel de totalitarismo que estamos viviendo es infernal, pero ya no responde a la imagen genérica de una dictadura. No hay un malo pero todos tenemos una voz adentro que dice “¿cómo hago mañana?”. El mando opera desarmando toda forma de valorización de la vida en común. Funcionan como medios de comunicación, como sistemas crediticios, como empresas de seguridad. Solamente con ver cómo funciona el sistema de las finanzas en una sociedad, uno puede ver los automatismos del mando tal cual como opera.
—¿Esos automatismos son los que construyen a ese ciudadano consumidor que la figura de Macri proyectó sobre la sociedad de manera exitosa en el triunfo del 2015, como se lee en tu libro?
—Ese ciudadano consumidor viene de atrás, de la constituyente de 1994 -como lo señaló en su momento el historiador Ignacio Lewkowicz en su libro Pensar sin Estado– y se creó durante el kirchnerismo, que generó inclusión por consumo de masas. Habría que pensar bien por qué los gobiernos progresistas de América Latina tuvieron como forma de democratizar la sociedad, una apuesta muy fuerte por el consumo del mercado interno, como manera de crear derechos. El macrismo interpeló eso y lo aprovechó.
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—¿Qué estaríamos perdiendo de vista si sólo nos entusiasmamos con la derrota electoral del partido neoliberal?
—A mi modo de ver nos estaríamos perdiendo dos cosas. En primer lugar, habremos perdido la posibilidad de politizar el mercado. El momento en el que el consumo interno fue fuerte, podría haber sido el momento de interrogar quién produce para el mercado, qué generan las formas de consumo y con qué prácticas podemos armar dinámicas menos estrechamente neoliberales. Son preguntas que no se hicieron en el kirchnerismo ni veo que se estén haciendo ahora. El de Alberto Fernández podrá ser, en el mejor de los casos, un gobierno no neoliberal en el sentido de haber derrotado a Cambiemos, pero nuestras existencias van a seguir siendo neoliberales en muchas dimensiones. Y sobre esa base la derecha se regenera. Creo que es momento de poner en discusión en toda América Latina qué es lo que se abre en torno al consumo y qué imágenes de felicidad podemos darnos.
Pero en segundo lugar, y a la luz de lo que pasa estos días en Brasil, Chile y Bolivia, donde el Estado declara la guerra a sus pueblos, estaremos perdiendo de vista la amenaza de un tipo de neofascismo alimentado durante las crisis de lo neoliberal, se trata de una amenaza que está acechando.
—En «La ofensiva sensible» decís que el neoliberalismo opera a partir de un imperativo de la felicidad que tiene como necesidad eclipsar la conciencia de la muerte…
—Creo que el neoliberalismo que encarnó Macri pretendió ofrecerse como un vitalismo. Apuntó a la gente en tanto vida potente que puede convertirse en emprendedora. El discurso del futurismo y el optimismo es muy fuerte y cada tanto se recrea. Desde su punto de vista, se trataba de decirnos lo siguiente: “El capitalismo nos hace más libres y nos hace disfrutar de más cosas”. Por otro lado nos informaba que el moralismo de las izquierdas, del peronismo y de la religión son grandes obstáculos que nos dejan paralizados en la memoria de los muertos o en el deseo de una igualdad idealista. El pretendido vitalismo del capital tiene por objetivo volvernos más productivos y mejor consumidores; adaptarnos plenamente al mundo de ofertas. Sobre esto, tanto la economía neoliberal como algunas escuelas de psicología positiva, fueron armando índices de felicidad: ¿cómo es ser feliz, qué afectos hay que tener y cuáles no? Es un razonamiento cada vez más preocupado en cómo hacer vivir. Mientras que podríamos tener en cuenta un vitalismo totalmente distinto. Sería mucho más impuro en su potencia productiva y consumidora, porque tendría en el centro enfermedades, fragilidades, dudas, pánicos, vacilaciones, vulnerabilidades. Tendría una especie de muerte interna, una negatividad: no cuajar, no querer producir ni estar siempre tan disponible. Entre esos dos vitalismos se da lo que llamaríamos lucha de clases. Por un lado, cuajar en el mundo del capital como si la ropa te calzara justo, sosteniendo una vida tal cual como te la proponen. Por el otro, todos aquellos que rechazamos tener esa vida, que asumimos un no querer. Esta forma de vida, esta otra vitalidad no se puede llevar adelante sin crearse alianzas, sin crear otras maneras, otros recursos, otro lenguaje. Es decir: sin estar inmersos en la lucha de clases.
—En tu libro hablás de los ejercicios espirituales del mundo grecolatino al que recurre un filósofo francés, ¿ahí estarían las claves para construir micropolíticas no neoliberales?
—Sí… Pierre Hadot, un filósofo muy importante y muy poco conocido, descubre que todas las escuelas filosóficas grecolatinas, cuando hablaban para sus discípulos, intentaban enseñar a vivir. A eso lo llamaban ejercicios espirituales: los cínicos, los estoicos. Cada escuela hacía ejercicios sobre cómo relacionarse con el placer, con la muerte, con lo que se puede cambiar y lo que no. Foucault tomó mucho de Hadot con todo el discurso de “cuidarse a sí mismo” o el “gobierno de sí” pensando en los griegos. Cuando Hadot ve lo que hizo Foucault, escribe un texto donde advierte: cuidado con hacer una filosofía dandy, con hacer de uno mismo una obra de arte. Porque no se puede suponer que eso era lo que los griegos decían. Cuando un griego decía “ejercicio espiritual”, estaba pensando en un “cuidado de sí” que empezaba por el cosmos, pasaba por la polis y llegaba a uno. No es el individuo neoliberal recortado que se cuida a sí mismo. Entonces cuando recién te decía que no se puede separar la forma de vida de la lucha de clases, es porque me parece imposible creer que uno va a poder hacerse preguntas fuertes sobre las angustias, los miedos, una vida deseable o una libertad, sin entrar en una dinámica de cuestionamientos o sin participar en conflictos. Y me parece que esto es imposible sin amigos. Ahí podría entrar lo colectivo pero no de manera estereotipada, porque participar de un colectivo no te salva de nada. Lo que te salva es hacerte buenas preguntas, tener buenos aliados y entrar en buenas prácticas.
—¿Para no caer en ese dandismo del que habla Hadot, podría aparecer la necesidad de invocar esos “momentos plebeyos” que mencionás en algún momento?
—En realidad lo plebeyo no sé si es algo que se pueda buscar, sino que es una insistencia que puede encontrarse en muchos momentos de la historia argentina del Siglo XX, donde aparecen gestos irreverentes e igualitarios que no necesariamente conforman una política, pero condicionan mucho el panorama. El plebeyismo tiene algo de libertario, algo de no aceptación del modo de vida, es un gesto centrífugo que no se deja regular. Lo veo como un reverso de lo político. Hubo mucho plebeyismo en el populismo, en el neoliberalismo e incluso en la dictadura. Pero sí…me parece que hay una relación muy linda entre el no cuajar, el preguntarse qué hacer y el gesto plebeyo a nivel colectivo. Ahí se arma algo sin lo cual no podemos explicarnos lo mejor de la historia argentina: ni el 17 de octubre, ni el Cordobazo, ni el 2001, ni Madres de Plaza de Mayo, ni los movimientos piqueteros, ni los movimientos feministas populares. Son todos movimientos sintomáticos, irreverentes, igualitaristas que intentan crear otra cosa, den o no den lugar a una forma política compleja y estable.
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—Durante el gobierno de Cambiemos, eso que llamás potencias destituyentes no fueron contenidas por una voluntad de inclusión, como lo hizo el progresismo. Viendo los acontecimientos de Chile y Ecuador… ¿cómo crees que se hizo posible soportar cuatro años la asfixia económica, la represión, el desmoronamiento colectivo del autoestima…?
—Te diría que quedamos al límite. Y sólo quedamos al borde del precipicio porque el FMI inyectó 45 mil millones de dólares para que Macri llegara a las elecciones y porque se pudo meter una insurrección entera adentro de una elección. Esta elección contuvo una violencia enorme que hay que saber escuchar, es un odio a todo lo que hizo Macri en estos años. El gobierno de Alberto Fernández llega con el mandato de no reproducir el neoliberalismo insensible y brutal de Macri. Vamos a ver cómo funciona lo que viene, pero yo miraría Chile. Era el país de las mediaciones neoliberales perfectas, un modelo contrarrevolucionario exitoso para toda América Latina donde Pinochet todavía reina desde la tumba. Yo me preocuparía por desarrollar formas de investigación política que se tomen muy en serio lo que pasa con los estudiantes, con los movimientos de mujeres, los movimientos indígenas; porque son fuerzas vivas de las sociedades latinoamericanas. En 2017 Macri acababa de ganar las legislativas y había prometido reforma laboral, reforma previsional, y los movimientos populares lo frenaron en seco dos veces. Cambiemos sólo sobrevivió dos años porque Trump le pone 50 mil millones de dólares por cuestiones geopolíticas, e incluso así perdió las elecciones. Ese movimiento popular que lo frenó no está destruido y en Chile está constituyéndose a una gran velocidad. La idea de que la lucha de clases ya pasó, que los movimientos sociales no son vitales, que lo único que se puede hacer es gestionar neoliberalmente el mundo; es una mirada contra la que reacciono. Lo describiría así: todo es una mierda, el capitalismo va a ganar todo, el hombre y la mujer son egoístas, el amor es imposible, ejercitar la inteligencia no vale la pena, etcétera. Eso es el mundo pero a veces sucede que no. A veces aparecen Madres de Plaza de Mayo, el movimiento de mujeres, una filosofía, una insurrección. Es por eso que uno tiene que escribir, no para contar que el mundo es una mierda porque eso es obvio y para eso ya tenemos a la televisión y a los best sellers que lo relatan. ¿Qué pasa cuando surge lo otro, impulsos libertarios? Eso es lo que hay que contar, que hay unas excepciones que somos nosotros. Somos anomalías, lo que no cuaja, el síntoma, lo plebeyo. Cuando eso ocurre podemos respirar un poco y pensar. También ese es el momento de elegir desde qué punto de vista se para uno, y preguntarse dónde va a comprometer su lenguaje para darle aire a esas excepciones que pueden ser literarias, filosóficas, amorosas, políticas. Salvo que uno no quiera respirar más o que se sienta muy bien respirando en el neoliberalismo.
—Ahí habría un contrapeso a la ofensiva sensible…
—Por eso el libro se llama así. Porque la sensibilidad es el campo de batalla en este período. El terrorismo de Estado fue una política sobre la sensibilidad porque, sobre todo, infundió terror. Y el neoliberalismo trabaja, como dice Rita Segato, liquidando la empatía por competencia pura. Si pensás en los grandes momentos de la lucha política, de la dictadura hasta el presente, te das cuenta que son todos movimientos de resensibilización del campo social.
Por eso en el libro traté de construir una narración sobre esos momentos de desobediencia y en los que se puede ponerle límites al capital para armar espacios y pensar ciertas cosas. ¿Quién te dice gozá, se único, se creativo? Te lo dicen las empresas porque ya le dieron un sentido a eso, que es sencillamente: “acomodate al mercado”. Por eso te decía que no hay Voz de mando: está oculta y se ha convertido en compulsión al goce, porque las multinacionales son la voz del deseo, te están diciendo que tu vida será espectacular. Y cuando les empieza a ir mal en la economía, aparecen los Bolsonaro, los Bullrich, los Pichetto, les sale el odio y empiezan a fusilar como está sucediendo en Chile y en el bochornoso golpe al gobierno de Evo en Bolivia. Son las mismas elites de mercado que te dicen “gozá”, las que de repente -cuando los equilibrios macroeconómicos se le van a la mierda- te quieren meter un tiro en la cabeza y callarte la boca. Por eso es necesario hacer el esfuerzo para sacar de las resistencias, los elementos que nos permitan avanzar. No nos podemos distraer. Lo que pasó en Chile y Ecuador es importante, lo que pasó electoralmente en Argentina a su manera también. Pero todo depende del punto de vista: si uno lo mira pensando que la democracia es la capacidad de insurreccionar hacia arriba o si uno cree que la democracia es mantener el orden y las leyes. Yo cito a Maquiavelo para demostrar que el conflicto, el tumulto y la división es lo que permite que haya democracia.
—Teniendo en cuenta la magnitud y contundencia de los festejos por la asunción de Alberto Fernández… ¿qué camino crees que se abre alrededor de la experiencia nacional popular por venir?
—El día de la asunción, el 10 de diciembre, Milagro Sala dijo «gracias a los que resistieron estos años». La noche anterior el poeta y cineasta César González escribió: «No sé lo que viene pero este horror se va. Plebeya alegría. Hay que permitirse lo inmediato». Y agregó: «Pensamiento crítico y popular» contra la «tonta obsecuencia que es otra forma de convocar al atroz neoliberalismo». La plaza fue ocupada por voces muy distintas. Ya en la presentación del gabinete Fernández había enviado una señal a la militancia vinculada a los movimientos sociales al nombrar ministra a Elizabeth Gómez Alcorta, abogada de Milagros Sala, de los trabajadores de la Ford durante la dictadura y del líder mapuche Jones Huala. Luego, la plaza repleta y sin rejas fue el epicentro de una investidura presidencial inédita. Es cierto que las palabras de Cristina rozaron lo religioso, pero no lo fueron. El acto callejero de investidura del nuevo presidente fue laico. Una mística es aquella que brota de la fuerza colectiva de los cuerpos y no es atribuida de modo directo al líder. Hay una diferencia esencial entre mística laica y religión. En este caso la fuerza no proviene del cielo sino de una multitud muy diferenciada -tanto en experiencias como en formas de vida- que ve con nitidez lo que rechaza del pasado inmediato. Esa inmediatez tiene un valor cognitivo, es propiamente política.
-¿Qué consideraciones podrías hacer sobre el discurso de Alberto Fernández?
-El discurso de Alberto Fernández ante la asamblea legislativa del mediodía tuvo muchas aristas en torno a la democracia, el pacto y la unidad. Entre otras, señaló que el neoliberalismo realmente existente más que crear ha destruido empresas y que le toca al Estado representar una nueva composición social. Para eso toma tres grandes compromisos: acabar con el hambre, reformar la justicia y el aparato de inteligencia y condenar los golpes en la región. Además de celebrar la buena voluntad, hay que saber que un nuevo tiempo sólo puede abrirse en la medida en que los movimientos populares -en el sentido más amplio posible de la expresión- encuentren el modo de convertir estas palabras en políticas concretas contra la criminalización del mundo social y de género, la activación de bienestar desde abajo y la creación de formas de participación y decisión que hagan de la democracia una experiencia real y efectiva. Las preguntas se agolpan: ¿cómo hacer de ese tiempo inmediato, de esa multitud que apoya y sostiene, un movimiento de transformación, no sólo de la justicia, sino también de las líneas duras de la acumulación por desposesión? ¿Cómo no someter esa fuerza a la burocracia política y las grandes estructuras -patriarcales- de poder económico? ¿Cómo colocar esa fuerza en la región del lado de las luchas ciudadanas y populares? Como no fue una escena de legitimidad religiosa sino popular, no cabe esperar milagros. ¿Estamos ante la última sofisticación populista o se abre nueva secuencia política?
*Por Eduardo D. Benítez para Revista Almagro / Fotos: Karin Idelson.