Los comedores salvajes
La votación de la ley de Emergencia Alimentaria y las nuevas estadísticas de pobreza e indigencia pusieron en el candelabro mediático la cuestión del hambre. Adentro de los barrios la crisis es económica, pero también logística y anímica. Los comedores y merenderos bancan la parada mientras la vida implosiona, el aire se torna irrespirable, el cansancio penetra hasta los huesos, la violencia deviene existencial. Escenas del conurbano bonaerense, donde llegar a diciembre puede ser un milagro.
Por Leandro Barttolotta, Ignacio Gago y Gonzalo Sarrais Alier para revista crisis
Tu estómago gruñe como enjaulado… “Seguro está hablando de cuando tenés hambre”, pensaba Vanesa cuando en su cuarto adolescente o en algún barcito de Rafael Calzada escuchaba la canción del Indio. Aún los noventa no habían estallado, los Redondos no se habían partido y ella iba a morfar a la Iglesia.
“En ese momento mi vieja no laburaba. Fuimos al comedor del colegio hasta que terminó el secundario; hasta que nos echaron”, recuerda entre risas. La última vez que se pudrió todo tenía un hijo recién nacido, cartoneaba en Capital Federal y por más que había crisis no la sentía como ahora.
“Esto lo viví más como un golpe, sobre todo en estos últimos años en que todo retumba más. Pensás en tu hijo y no sabés qué va a pasar, si voy a poder sostener la escuela, la plata para que viaje, si va a conseguir trabajo, si estaremos sanos para poder acompañarlo. Todo eso hace que te sientas sola y con mucha responsabilidad”.
Si es cierto que el verdadero fondo anticíclico es la memoria subjetiva, es decir, los recuerdos del aguante, se entiende por qué la gente más grande y curtida suele atravesar estos momentos de temor y temblor con mayor tranquilidad. “Esto ya lo pasé”, es una contraseña para esa costumbre tan argenta de que se vaya todo a la mierda. Pero entre los veteranos y las veteranas de otras crisis y les centennials, queda el desabrido relleno etario del sándwich: “Los que tenemos entre treinta y cuarenta y algo somos los más complicados. Mi vieja, las doñas más grandes, están como si dijeran: no me mires a mí que yo ya cumplí”.
En un contexto de ajuste brutal y mayorías cansadas, los y las que la hicieron –o ya la militaron– quedaron en un segundo plano y el corte generacional de quienes bancan comedores, merenderos y diferentes ranchadas barriales es claro: flacos y flacas que vivieron la del dosmiluno siendo adolescentes y ahora tienen hijos de esa edad.
El de Vane es uno de los tantos espacios que en apenas tres manzanas del barrio 2 de abril se apilan al ritmo de la crisis. Hay al menos nueve comedores y merenderos: dos de ellos están hace años, uno en la escuela y otro en una sede del programa juvenil Envión; hay dos comedores de noche, uno histórico que volvió a abrir sus puertas y otro de un vecino que consiguió mercadería del municipio para dar de cenar en su casa de jueves a domingo; y cinco más que pintaron en los últimos dos años.
Rally merendero
Entre la crisis de principio de siglo y la actual, Vane saltó de madre joven a madre de un hijo adolescente. En el medio le quedaron cicatrices y sórdidos engomes de clase, pero si las preocupaciones cambian las insistencias son las mismas de siempre: moverse y saltar empujada por los dramas del barrio, ponerle el cuerpo y el ánimo a las pulsiones de las militancias silvestres. “Al comedor lo fuimos pensando con una amiga con la que laburábamos en una cooperativa del Argentina Trabaja. Ella luego se abrió acá a unas cuadras uno y éste lo terminé armando sola y con la ayuda de mi marido que trabaja en una panadería y trae las facturas de ayer”, cuenta Vane.
La intensificación de la crisis fue ajustando las expectativas: de comedor a merendero. “Si vos le decís al vecino que vas a estar, tenés que estar. No le podés decir que no conseguiste recursos, que no vas a abrir. La mayoría no venía a comer acá, te dejaban los tupper con una notita: somos seis, somos siete. Pero hacían falta recursos y tiempo, por eso ahora estamos con la merienda para unos 35 chicos… a veces llegan a 50. Para sostenerlo usé parte de un préstamo de ANSES. En vez de material para arreglar mi casa o pagar deudas compré mercadería”.
Vane saca un parlante casi a la vereda, mueve una tele hasta el patio y se arma la ranchadita. Pibitos y pibitas –y a veces sus madres– se mandan un rally merendero y también la pasan piola. Aterrizan en su casa y pernoctan un rato luego de pasar por el Poli en donde también se sirve leche con galletitas. Quizás ese mediodía pintó el comedor de la escuela o de alguna sede de Envión, y si no hubo almuerzo al menos se puede papear una merienda recargada y fue. Pero los fines de semana el Polideportivo está cerrado y quizás, piensan Vane y su marido, convendría abrir sábados y domingo en reemplazo de algún día semanal.
Saltar por el barrio es dar lugar a una pulsión potente y silvestre que no se banca mucho la jerga ni la sujeción militante o eclesial. Que no se la banca porque el rechazo es más fisiológico y de formas de vida que ideológico o político. Porque las pulsiones nacieron en vidas muy expuestas a biografías barriales y a sociabilidades de ‘vieja escuela’ con una naturaleza que entremezcla historias personales marcadas por las crisis, barrialismo indócil y vecinalismos sueltos y no-engorrados. Y porque en calendarios ajustados, endeudados y agobiados no se soporta la pertenencia a una organización más que se suma a las laborales, familiares y conyugales.
Se salta por el barrio: se autopropulsan las vidas que son susceptibles al malestar que se siente en las calles en las que naciste, te criaste y vas a morir. Ese saltar no es mera solidaridad social espontánea, ni tampoco una filantropía onegeísta, es una pulsión que no está organizada ni marcada por estrategias militantes (que a veces no pintan ni de lejos), tampoco por organigramas municipales.
Se salta por el barrio y punto. Esa acción es tan potente en su origen como difícil de sostener en el cotidiano. Lúcida porque se basa en información sensible recolectada en un contexto hiperprecario, ese que el lenguaje militante y el estatal no suelen percibir. Pero también frágil porque estas apuestas tan hechas de cuerpo-suelto pueden volar por el aire cuando algunas de las obligaciones de la vida cotidiana sacan los dientes y la cosa se pone más fea. Los y las que sostienen estos comedores y merenderos silvestres que brotaron en los años de macrismo brutal están demasiado cerca de sentarse en esas mesas en las que sirven a los demás.
De repente hizo boom
La tonalidad afectiva de los barrios ajustados es el cansancio. Vidas aplacadas y a la vez híper movilizadas, por todos los vectores sociales que se intensificaron con la crisis hasta el enloquecimiento. Hay que gestionar una vida con cada vez menos margen de tiempo, guita y combustible anímico. Las deudas crecen y no se pueden pagar, las familias ampliadas, malregresadas o hacinadas en las piezas que se copan y alojan, los laburos que escasean o devoran cada vez más energía vital, la desocupación que es más ocupación de la cabeza quemada e impotente por la falta de guita.
La cosa se pone cada vez más espesa y violenta. “El barrio antes tenía un poco más de movimiento. Nos juntábamos, hacíamos una reunión, nos organizábamos, me parece. Hoy falta eso, está como más quedado. Antes había reuniones por lo que se te ocurra; desde robos hasta poner el agua. Y eso es porque no se sale. No sale uno. Se queda quietito esperando que salgo el otro por ahí. No creo que sea por un no te ayudo sino porque no surge. Las mismas personas que hacían eso ya no se organizan más”, analiza Vane.
* Por Leandro Barttolotta, Ignacio Gago y Gonzalo Sarrais Alier para revista crisis / Imagen de tapa: Adrián Escandar