El último descubiertero
Por Sergio Alvez para La tinta
Julio Cordero nació en San Pedro, Misiones, el 13 de mayo de 1957. Fue descubiertero. “Descubiertero es el que busca determinadas especies de árboles en el monte. Se orienta rápidamente hacia el lugar en donde se encuentra cada ejemplar de la especie buscada, por distante que esté uno de otro, y por más oculto que se halle en la maraña. El descubiertero también es guía y orientador en las marchas a través de la selva; especie de baqueano del monte”, define, en Las figuras del habla misionera, Hugo Amable.
Hijo único de una pareja sampedrina, Julio atesora la omnipresencia vegetal –esa inmensidad verde de los montes– como uno de sus primeros recuerdos de infancia. “Acá, en San Pedro, todo era monte”, evoca.
“San Pedro fue el obraje de la provincia. De acá, se llevaron todo, explotaron la selva a más no poder. Primero, se repartieron la tierra entre unos pocos y, después, cortaron toda la madera que pudieron. Hay muchas especies de árboles que se extinguieron, no dejaron nada. Los obrajeros, los mensú, los hacheros y los descubierteros dejamos nuestro sudor y nuestra sangre en el monte, por nada, por unos pesitos, siempre fuimos explotados, por los que se llevaron la selva en carros, camiones y barcos”, afirma el hombre.
El padre de Julio conoció antes que él el sufrimiento de un peón montaraz en aquellos tiempos –albores del siglo XX– en que un puñado de familias y empresas se aventuraban en extraer del monte virgen toda la riqueza forestal posible. Fue obrajero y, luego, cansado de la explotación, logró un empleo en el Registro de las Personas de San Pedro. Había podido llegar sólo hasta segundo grado. Por eso, quería que su hijo estudiase. Y así fue, aunque, antes de terminar la secundaria, un episodio alejaría a Julio de la educación formal. “Una maestra me encontró fumando un cigarro en el baño. Y me echaron de la escuela. Entonces, mi viejo, muy tranquilo, me dio una motosierra y me dijo: ahora que no vas a ir más a la escuela, a trabajar. Así empecé a trabajar en el monte”, cuenta Julio.
Tuvo que adentrarse en la selva para changuear. Conocer el mundo de los obrajes y los campamentos. Sumergirse en esos vergeles silvestres, de mata, agua y peligros. En pocos años, fue ganando conocimiento y experiencias. Aprendió a reconocer territorios indómitos como si fueran la palma de su mano. Se hizo amigo de la jungla y sus misterios. Nació en él un verbo que aún enuncia al recordar esos años: “Yo empecé a descubiertar con 17 años. Mi primera descubiertada fue para una empresa que fabricaba ataúdes. Buscaban varios tipos de madera. Yo me internaba en el monte, descubría dónde estaba lo que ellos buscaban y marcaba los árboles con mi machete. Después, venían los obrajeros y hacían su trabajo de sacar esos gigantes”.
El descubiertero, oficio que hace mucho tiempo está extinguido en la región, debía encontrar las especies arbóreas y, además, marcar los caminos para llegar a lo profundo de la selva.
“La grapia, por ejemplo, es un árbol que ya casi no existe en San Pedro. He visto miles y miles de grapias caer y ser llevadas en todos estos años para los aserraderos. Creo que, si no se hubieran hecho las reservas, las áreas protegidas, no hubiese quedado nada”, aventura Julio.
Para nuestro descubiertero, el Parque Provincial Cruce Caballero en San Pedro alberga a “los últimos gigantes de la selva”. En sus casi 500 hectáreas, esta reserva atesora a las especies típicas de la selva misionera. Araucarias, Cedros, Canelas, Pino paraná, Guatambú, Laurel. El mono carayá rojo, amenazado, aquí ruge libre y altivo.
Julio Cordero llega al lugar y conversa con los guardaparques provinciales. Un tucán sobrevuela una arboleda próxima. Julio entra al monte. Encuentra un sendero y avanza, contemplando la mata, reconociendo sus especies una a una, palmeando los troncos con su mano sabia. “Aprendí los nombres de todo lo que veo en el monte. Sé cuando un tronco está hueco o no. Conozco los nombres de las aves y cada yuyo que es medicina. Sé bien cuáles son los bichos que te pueden matar y cuáles los que no te van a hacer nada. Aprendí a descubrir qué agua da para tomar y cuál no. Y, aunque me perdí muchas veces, terminé aprendiendo a entrar y salir de la selva como si fuera mi casa”.
Julio se encuentra con el tronco caído, yaciente sobre el suelo de la floresta, de un añejo pino. Son casi 60 metros extendidos horizontalmente. Julio camina sobre el tronco. Contempla sus extremos. “Debe tener unos mil años”, concluye al fin.
“En el monte, te pasan cosas”, dice Julio, anunciando una serie de anécdotas. De cuando se cortó la rodilla gravemente con su propio machete. De cuando le picó una araña venenosa. De cuando el contacto con un gusano “pluma de pollo” casi lo mata en plena selva. De cuando estuvo cara a cara con un yaguaraté. O cuando creyó enloquecer por no poder encontrar la salida. “Quedarse atrapado en la selva y no encontrar la forma de salir es una de las cosas más desesperantes que te pueden pasar. Hay algo que, cuando falta, uno puede perderse. Es el sol. Cuando no hay sol, uno pierde las señales que lo guiaron y perderse en el monte es muy fácil. Si uno se pierde, es importante tranquilizarse y seguir buscando con calma”.
Sus ojos lo han visto todo selva adentro. Pero hay algunas imágenes que la retina y la memoria conservarán para siempre. “Una vez, descubiertando, me encontraba en la zona de lo que ahora es el Parque Esmeralda, una selva inmensa, ya se hacía de noche y, sobre el arroyo Florida, había tantas piedras preciosas que parecía una ciudad iluminada. Otra vez, me encontré con siete saltos, uno encima del otro, desembocando majestuoso en un arroyo. Fue una de las cosas más lindas que vi en mi vida. La naturaleza tiene ese encanto. De repente, vas en medio del monte y podés encontrarte con cosas hermosas”.
“Al monte, no podías entrar sin un machete bien afilado y una lima para afilar. El descubiertero todo el tiempo está macheteando. No te podía faltar una buena linterna, una lata con una lineada y un anzuelo, una matula (reviro con carne frita) para comer, un buen cuchillo y, muy importante, unas polainas de cuero atadas hasta la rodilla. Estas polainas se iban endureciendo con el tiempo, se adhiere la vegetación y queda tan dura que no hay diente de víbora que lo atraviese. Camisa manga larga, una buena alpargata. Cigarros. Cuando me agarraba hambre, a veces, descueraba algún bicho y hacía charque. O pescaba un bagrecito y hacía sopa con reviro. Si tenía sed, tomaba agua de cualquier arroyo. Muchas veces, te encontrabas con algún indígena, que son los que más saben de la selva, se aprende mucho de ellos. Y así, iba descubiertando. Fui uno de los últimos descubierteros en Misiones”.
Un día de febrero, hace ya muchos años, Julio Cordero decidió no volver a descubiertar jamás. “Lo recuerdo perfectamente. Era una mañana de muchísimo calor y humedad. Yo estaba descubiertando y, para antes del mediodía, tuve que matar once yararás. Varias no me mordieron de casualidad. Entonces, me dije que ya había sido suficiente. Que si no me había pasado nada en tantos años en el monte, era porque me había encomendado a Dios, y tuve fortuna, nunca me pasó nada grave como sí les pasó a otros descubierteros. Así que ese fue mi último día. Me vine a trabajar al pueblo, pero nunca olvido mis duros años de descubiertero y, cada tanto, me gusta entrar al monte sin razón, solo para volver a encontrarme con la selva”.
Hace pocos meses, Julio Cordero se jubiló como trabajador de la Salud Pública. Hoy, vive tranquilo con su familia en una colina del pueblo, donde todos le conocen como “Kiko”.
*Por Sergio Alvez para La tinta / Imágenes: Sergio Alvez.