Abriendo caminos
Conoce las penurias de las trabajadoras sexuales porque es una de ellas. Esa realidad la llevó a recorrer los prostíbulos y whisquerías del interior de Uruguay promocionando los derechos y la salud de las mujeres que allí trabajan. Fue en la charla profunda que pudo verse definitivamente al espejo y comprender –y denunciar– cuánto de común hay en las historias de todas.
Los niños que jugaban entre las cunetas de la calle Beaulieu de Fray Bentos estaban acostumbrados a oír los llantos. Sobre todo en esos días de verano, cuando la tosca de la calle ardía. Sabían que si detenían su juego y miraban hacia la whisquería del barrio iban a encontrar a la preciosa gordita rubia, bien abrigada como todo niño de pecho, abandonada de nuevo al sol. La señora que la cuidaba era la misma que limpiaba el prostíbulo donde por las noches trabajaba la madre de la criatura. Difícil estar pendiente de ella todo el tiempo.
Podría decirse que Karina nació llorando.
Cuatro décadas más tarde Karina Núñez Rodríguez es una mujer curtida por la vida, fuerte y audaz. Es quien escucha, acompaña y lucha, siempre de frente, en defensa de las suyas. Los años le permitieron cultivar los saberes y aprendió a usar su inteligencia para defender a sus compañeras; ya no está en edad de “agarrarse a trompadas” con nadie más.
Camina con confianza y determinación por las calles de la ciudad rionegrense de Young, con una cartera hecha por ella misma con bolsas de plástico, que cruza sobre su cuerpo opulento. Regala una sonrisa a todo aquel que la saluda. Incluso a Roberto, el proxeneta que “cagaba a palos” a su pareja, Sandra, el asesino que “la abrió al medio con un cuchillo”. Nunca perdonó a Roberto, pero tampoco deja de interactuar con él, “porque también es parte de esta sociedad, de lo que somos”. Lo comprendió al encontrarlo en la cárcel, hacinado y en muy mal estado, un día que fue a hacer un taller de prevención de VIH y sífilis. “Esta mujer tiene más rostro que Tarzán.” Si lo dice el ex fiolo Roberto, por más alcoholizado y desamparado que se encuentre ahora, tiene que ser cierto.
Los días de Karina son siempre cargados. Esta mañana la esperan en dos radios de Young para que cuente sobre el taller que dictará por la tarde, en el día internacional de la acción por la salud de las mujeres. Habla con soltura cuando invita a todas las mujeres de la ciudad a un taller en la Casa de la Cultura, para que a través del humor, algunos “ejercicios vaginales” y consejos sobre el uso de preservativos, se apropien de sus cuerpos. Un oyente de la emisora local la felicita por su “búsqueda de la verdad y por la claridad de sus palabras en defensa de la mujer”.
En pocos meses Karina Núñez se transformó en una locutora experimentada. Ana Nela Portela, de Alternativa FM, 90.3 –la radio comunitaria de la ciudad–, le cedió un espacio todos los miércoles donde habla sobre sus dos trabajos: el que desempeña en el cruce de las rutas 3 y 25 como “trabajadora sexual”, y el que consume el resto de su tiempo: la promoción de la salud femenina, la lucha contra la trata, y la defensa de los derechos de quienes ejercen la prostitución y de los niños, niñas y adolescentes que sufren la explotación sexual.
En 2007 Karina fundó junto con otras trabajadoras sexuales la asociación Grupo Visión Nocturna. Lo hicieron para luchar por sus derechos y para trabajar en la prevención de enfermedades de trasmisión sexual. El año pasado dejó el grupo. Visión Nocturna se incorporó a un proyecto de la Red de Mujeres Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y del Caribe, que financió un proyecto a condición de trabajar exclusivamente en prevención del sida. La organización debió dejar de lado la actividad contra la explotación sexual y el trabajo hacia la población trans, y Karina se fue. “No prostituyo mis principios”, dice ahora, para explicar su alejamiento. Tampoco abandona sus objetivos con facilidad. Las metas fundacionales de la institución las lleva adelante por su cuenta, y con dinero que sale de su bolsillo. Recorrió todo el país denunciando a proxenetas, redes de trata y la explotación sexual infantil; organizó a mujeres que se prostituyen y dictó talleres sobre salud sexual para trabajadoras del ambiente y también para el público en general.
Mañana viajará a Paso de los Toros porque acaban de procesar con prisión a un almacenero por explotación sexual de una niña, y ella quiere estar para apoyar a la víctima, hija de una compañera de oficio. La niña fue abusada entre sus 9 y 11 años. El almacenero le ofrecía un refuerzo de mortadela a cambio de sexo oral. Que la niña se atreva a declarar exigió mucho trabajo –su familia también estaba en situación de vulnerabilidad–, y necesitó mucho apoyo y la certeza de que si hablaba no le pasaría nada.
En 2008, aburrida de que rechazaran sus denuncias por la realidad compleja que se vive en el interior del país, entendió que mientras no existieran datos escritos de lo que narraba no la tomarían en serio. Así emprendió uno de sus proyectos más ambiciosos: un viaje por nueve departamentos del litoral y el norte del país, en donde censó a las mujeres que ejercen el trabajo sexual. En hojas de cuaderno apuntó datos sobre cada una de las prostitutas que encontraba a su paso: edad, lugar de nacimiento y el de residencia, el sexo, la edad en la que comenzaron a prostituirse, si habían sido abusadas sexualmente durante la infancia. En dos años su encuesta reunió varios datos que luego le sirvieron en su lucha institucional, pero también en la personal. Descubrió que su caso no era único, que compartía muchas vivencias con sus compañeras. Sobre todo, su pesquisa dejaba constancia de lo que Karina no para de repetir: el trabajo sexual es la cara visible de la explotación sexual que las mujeres vivieron en su infancia.
El grado de conciencia, conocimiento y militancia al que llegó es fruto de un largo y tortuoso camino. Hubo un tiempo más antiguo en el que su vida fue aun más difícil que ahora: cuando vivía sumergida en el mundo del quilombo, un círculo que al primer descuido absorbe toda vida que transite por él. Karina recuerda su sentimiento de prisionera, de ver que otro, intocable, hacía usufructo de su cuerpo.
La whisquería del norte de Young en donde trabajó tantos años aún sigue funcionando. Sigue siendo “un asco”, sigue manteniendo a las mujeres en régimen de servidumbre, obligándolas a recibir clientes todos los días desde las 22 horas hasta las 5 de la mañana a cambio de un simple cuartito frío en el fondo y la amenaza de ser multadas si faltan. Ahí siguen trabajando viejas compañeras. Antes de arrancar la farsa de la noche, antes de que se disfracen de las figuras que cumplirán con el deseo del enésimo hombre que viene a sentir que es amo, se reúnen para hablar como simples mujeres. Conjuran malos recuerdos. Hablan de lo difícil que es enfrentarse a un padre que te viola. Para una de las ellas, tres décadas no alcanzaron para sentir que puede denunciarlo, a pesar del profundo dolor que le provocó. A pesar, también, de que sigue abusando de otros niños en la familia. La más jovencita del plantel presta atención, pero no dice nada. Desde sus 12 años hay hombres que le pagan por actos sexuales. Ahora tiene 20, y cuando nadie la mira ella se chupa el dedo. “Nosotras tenemos la sonrisa del payaso pintada y el lagrimón que nos cae por dentro”, sentencia Karina. En el cuartito del fondo del prostíbulo de bloques y techo de chapa comparten la vivencia de haber sido abusadas sexualmente por un adulto cuando eran niñas.
Durante muchos años Karina no fue consciente de lo que había vivido en su infancia ni del daño que aquella época le causó. Todo empezó cuando un vecino le ofreció un yogur a cambio de que ella “se le sentara encima”. En su cabecita de niña no lo entendió como un abuso, como una explotación. Estaba orgullosa de poder proteger a sus hermanas menores, de llevarles alimento, porque en la casa vivían hambrientas desde que se habían llevado preso a su padre por ser dirigente del Partido Comunista en Fray Bentos. Las torturas y los picanazos le costaron una pierna. “Estaba muy jodido el panorama y justo a mí se me ocurre contar” lo que le hacía el vecino. Se ligó una paliza, pero igual siguió los pasos de su madre, su abuela y su bisabuela, que habían sido explotadas sexualmente en su niñez y que luego habían ejercido la prostitución.
“¡Ahora la entiendo!”, dice cuando habla de su madre. No la perdona, pero en su viaje por nueve departamentos vio su vida replicada en muchas otras mujeres que viven de la prostitución: el alcoholismo, el no poder con su propia vida y menos aun con la de sus hijos.
Cadena y eslabón. Esas son las palabras que utiliza Karina para hablar del nexo maternal, de la reproducción de la explotación sexual generación tras generación. Después de aquel yogur, cambiar de rumbo no sería fácil. No fue por falta de proponérselo. A los 24 años se anotó en el liceo para terminar los dos años que le quedaban para ser bachiller. Cursó y salvó quinto, pero de sexto le siguen quedando algunas materias ¿Por qué? Karina no sabe explicarlo, prefiere no hablar de eso. Y cuando confía alguna intimidad, algún recuerdo doloroso, lo hace para atajarse, para evitar que el otro piense que “es fácil ser prostituta”.
Lo intentó todo: trabajó en la zafra, vendió chorizos, limpió casas, cuidó niños. En su casa guarda docenas de diplomas y certificados de cursos y capacitaciones. Karina presentó ponencias, organizó innumerables talleres; hace un año se diplomó de manipuladora de alimentos –con 98 puntos sobre 100–, pero ningún almacén quiere emplearla. Comparte un cuarto en la pequeñita casa de una familia compuesta por abuelos, hijos y nietos y con la mente suficientemente abierta como para alquilarle un espacio donde vivir. Fueron los únicos en Young que aceptaron hospedarla. Cuando vuelve de trabajar por la noche se ducha con el agua fría que hay y se va a dormir a su cuarto, tratando de no despertar al que duerme en la cama de al lado.
Con el tiempo se le presentaron nuevas dificultades. El nacimiento de su primer hijo le hizo sufrir con otra intensidad la estigmatización social de la mujer que se prostituye. “Me tocó ver actos de mis hijos desde fuera de la escuela. Cuando recibían premios no podía estar”, cuenta. Así fue naciendo en ella la idea que se transformaría en un objetivo fundamental: que su trabajo no perjudicara la vida de sus hijos. Por eso, el día que uno de ellos cumplió 6 años y ninguno de sus compañeritos de clase fue a la fiesta que le organizó, decidió nunca más trabajar en la ciudad donde viven sus hijos. “Aquel día coincidió con que mi madre había ido a la playa y volvió insolada, con una fiebre que volaba. Entonces, cuando arrancó el cumpleaños y no llegó ningún amigo le dije a mi hijo: ‘Tus compañeritos se fueron todos a la playa como la abuela, y están todos en cama, mi amor’. Y mi hijo me respondió: ‘Mamá, ¿y si cortamos pedazos de torta y se los llevamos a sus casas?’”.
No se trata solamente de protegerlos de la estigmatización sino también de la normalización y naturalización del trabajo sexual. Esa preocupación se transformó en uno de sus ejes principales: cómo “romper la cadena de la explotación que se continúa de madre a hija”. En su caso lo logró imponiéndose reglas para diferenciarse de su propia madre: no tomar alcohol, no fumar, no hablar de su trabajo delante de sus hijos, no llevar clientes o distintos hombres a su casa, a su cama. “El último eslabón” de su cadena familiar lo cortaron sus hijas.
Ahora Karina escribe un libro. El ser detrás de la vagina productiva, se llamará, y es el fruto de las encuestas que hizo en su recorrida por el país. Allí describe la situación familiar de las mujeres que trabajan en la prostitución: “Trabajo sexual […] etapa en la que los vínculos familiares secundarios se rompen y mayoritariamente de forma definitiva a causa de la estigmatización. Etapa en la que sus hijos son menos cuidados, puestos a cargo de niñeras o de algún familiar cercano […] llegando así en ocasiones a incumplir varios de los deberes inherentes a los derechos del niño y del adolescente”. La relación con sus hijos se ve ahí reflejada. Su decisión de no vivir y trabajar en la misma ciudad la alejó de sus hijos. Los dos más pequeños tienen niñeras. “Son madres” –Karina las llama “madres”–. Los hijos más grandes (en total tiene seis) se criaron con su abuela, la madre de Karina. Hoy viaja cada dos semanas a verlos. Le duele mucho no poder estar con ellos. Sin embargo ese dolor es preferible al que sentiría si sus hijos la vieran trabajar en la calle. “A mí todavía me duele recordar cuando mi mamá salía…”
Antiguas compañeras recuerdan la disciplina de Karina en la whisquería, no bebía, trabajaba para enviarles a sus hijos cada peso que ganaba, a pesar de estar en ese mundo que la absorbía. En el quilombo, donde “la vida es un círculo muy cerrado”, donde “nadie cree en nada” y por lo tanto la vida es una secuencia de inmediateces, Karina carecía de paciencia para tratar de cambiar su vida: “Si había algo que no podía hacer era esperar”. Hoy nota esa misma dificultad en las compañeras, cuando, por ejemplo, no aceptan esperar un año para ver los resultados de un plan de vivienda.
Un día de 1999, cuando estaba trabajando en una whisquería en Durazno, le llegó una notificación. Le habían sacado la patria potestad de sus tres hijos más grandes. Su madre había convencido a las autoridades de que Karina los había abandonado a su cargo para así poder cobrar las asignaciones familiares. No soportó la idea de “perder a los gurises” y por segunda vez se cortó las venas.
Una compañera de la whisquería de Durazno la salvó. La “Turca” se la llevó a su casa, la curó, le dio de comer, la cuidó durante varios días. Una vez curada y mientras llevaba adelante el proceso para recuperar a sus hijos (que duró cuatro años), la Turca llevaba a Karina a todos lados, presentándola a personas con las que nunca había tratado. Fue así que comenzó su proceso de reconstrucción personal, de empoderamiento y de superación.
Cuando las dos mujeres recibieron una invitación del Ministerio de Salud Pública para ir a Montevideo y participar en un programa de prevención del sida, a Karina se le abrió todo un mundo. Se empezó a vincular con más y más personas, militantes feministas, de derechos humanos, expertos en salud, en derecho… “Y me gustó –recuerda– me sentí cómoda. Sentí que siempre pertenecí ahí.” Cursó el Programa Prioritario de Infecciones de Trasmisión Sexual y Sida durante dos años, y obtuvo un certificado de promotora en salud. “Me encantó ¿Viste cuando decís, ‘esto es lo mío’?”
Los cursos, las capacitaciones, los congresos, los talleres se fueron multiplicando.
“Me gusta muchísimo ver que ahora me reciben donde antes las puertas se me cerraban.” Volvió al liceo donde una vez agarró a trompadas a una docente por burlarse de su hija, frente a la clase, por tener una madre prostituta. Pero esta vez fue recibida por la directora para dirigir un taller de salud sexual. “Es una sensación tan linda sentir que sorprendés a personas que antes tenían prejuicios contra ti y que ahora podés dialogar de igual a igual con ellas. ¡Me llena de adrenalina!”
“¡Bueno, comenzó la función!”, declara Karina a la docena de mujeres de clase media y de diversas edades que se encuentran en la Casa de la Cultura de Young para participar de su taller de salud sexual femenina. Karina es una excelente animadora; en pocos minutos hace volar en pedazos los tabúes y logra que las mujeres se sientan cómodas. Con una gran sonrisa y una batería de bromas las invita a “querer su parte más linda”. Luego de haberlas mandado a correr en círculos, ordena a las mujeres sentarse en las sillas con las piernas separadas, para “abrir las cosas”. “Inspiramos y apretamos la vagina. ¡Nos tenemos que conectar con la vagina, gurisas!”, alienta. Llegó la hora de los ejercicios vaginales que todas las participantes parecen haber estado esperando, porque enseguida se desata un tiroteo de bromas entre las mujeres. Karina dirige los ejercicios: “Apretamos y dilatamos, apretamos y dilatamos”. “En morse, ¿sería abrir y cerrar, abrir y cerrar?”, larga una participante y provoca carcajadas en la sala. Karina pasa a explicar cómo transformar un preservativo masculino en una barrera de látex para practicar el sexo oral y la sala se llena de caras haciendo muecas con las lenguas “cauchutadas”. Termina mostrando cómo se coloca un condón femenino. Las participantes salen del taller más alegres y más sabias.
Karina está contenta a pesar de que vinieron menos personas de las que se habían apuntado. Disfruta mucho de animar un grupo, le dedica mucha preparación y le pone toda su energía. El taller lo organizó ella por iniciativa propia y, como de costumbre, no la ayudará a comer. Necesita trabajar de noche para ganar dinero. Pero hoy no podrá hacerlo, está sangrando de nuevo. Hace dos años y medio le detectaron un cáncer en el cuello del útero. En su agenda donde apunta todos los días que trabajó y cuánto ganó, hay un mes que está repleto de anotaciones que dicen “nada”, fue durante los tratamientos que le hicieron. Hace dos meses los controles mostraron que tenía metástasis. Ahora, cuando está muy estresada vuelve a sangrar y eso le impide trabajar. “A los clientes no les podés dar lástima, pagan por complacerse ellos.”
La doctora le aconsejó que durmiera bien, que comiera sano, que llevara una vida tranquila. Pero el mundo la espera para ser cambiado y hay mujeres que necesitan creer en ese cambio. Hay que estar ahí, “haciendo diez cosas en un día”.
“No me cuido –admite–. No bajo de peso, no manejo el estrés. Pero si paro y pienso en eso me muero antes.”
Karina sigue preciosa, gordita y rubia, pero ya no la oirás llorar. Va y viene, argumenta y escucha, se indigna y reacciona. A veces logra convencerse de que es suprahumana. Y el resto del tiempo tiene que olvidar que no lo es.
*Por Florencia Rovira Torres para Revista Ajena / Fotos Manuela Aldabe