El honor de las injurias
Anda el facebook enojado por la golpiza que la policía de la ciudad propina a todo tipo de manifestantes y periodistas que lo documentan.
Canta Arbolito en «La costumbre» que «uno se acostumbra a la pobreza, a la tristeza, a comer porquería, a la mentira, a la violencia, al mar de culpas, a ser esclavo y a la derrota de no ser nadie».
Cada vez que un policía de mierda le pega a un indefenso no olvides que la mano que mece la cuna es la de Horacio Rodríguez Larreta pero que el permiso es nuestro, tuyo, mío, de cada uno de los muchos que no frenamos la ofensa.
Hace unos años vi un documental, basado en el libro homónimo que se llama «El honor de las injurias». Las injurias fue un barrio pobre del Madrid de principios de siglo XX donde nacer era un castigo, ser niño una tortura y llegar a adulto un milagro.
El pistolero Felipe Sandoval salió de ese estercolero y llego a comisario político de la CNT española. Ejerció el poder de la bala de modo implacable y desmedido y fue perro de ataque contra la patronal, pero también el cuchillo que cortó cabezas de militancia cenetista en las purgas internas que sus dirigente anarquista madrileño le pidió ejecutara en los años 30.
Suele la historiografía libertaria retratar la guerra civil como el momento sublime del socialismo comunitario donde las manos obreras creaban y resistían.
El lodo de la historia, la lucha por el poder y los ajustes de cuentas entre compañeros queda reservado para la canalla bolchevique, que en la escuela de Stalin aprendían a construir hegemonía sobre los cuerpos fríos de la disidencia.
En la investigación de Carlos García-Alix el rey está desnudo. En una guerra civil no hay buenos, sólo tajo, sangre y deseos de olvido.
Sandoval fue un carnicero que empalideció cuando cayó en manos de los vencedores de la guerra y le mostraron hasta donde puede un cuerpo.
Creo que el valor de ésta biografía radica en que nos pone a discutir la violencia más allá de los héroes de la historia. Todos podemos empatizar con la pistola de Durruti o el Che, pero pocos podrán reivindicar a los artesanos del trabajo sucio como Sandoval. Porque no hay mucho que defender ahí pero sí que aprender. La historia no la hacen los nombres de las marquesinas, sino los anónimos, los de los dedos torcidos y la mirada esquiva, los paridos por la injuria.
Ahora que la violencia política se instala tranquilita y sin permiso en las noticias que consumimos diariamente, no habrá montaje que pueda disfrazar lo que es indisimulable: el gobierno electo es ahora un gobierno autoritario que no dudará en convertirse en dictadura si lo considera necesario.
Un montón de gente vive tristemente, van a morir democráticamente.
El único honor que le queda a las injurias es la venganza.
Por Leo Rodriguez / Imagen: Bernardino Ávila.