Hacer el odio, la reproducción del poder represivo
Por Manuel Allasino para La tinta
Hacer el odio es una novela del escritor Gabriel Báñez, publicada en 1984. En ella, se describe cómo el poder represivo se internaliza en personajes anónimos y lo reproducen en su cotidianeidad.
Ambientada durante la última dictadura en nuestro país, el trabajo de Báñez elude todo tipo de golpe bajo y refleja cómo distintas personas sostienen a su manera el horror.
La historia gira alrededor de la figura de Damián Daussen, un sereno de la facultad de Ciencias Exactas de la ciudad de La Plata que, durante las noches, pinta esvásticas en las paredes y atormenta a su novia por su condición de judía.
“Probablemente sea antisemita. Como probablemente todo el género humano sea un poco inconfesable. Macías ve en esta presunción un absoluto. De nada valió aclararle que mi relación con Raquel fue bastante ordinaria. Por lo demás, ignora que los absolutos son como los sentimientos: no existen. Y si existen, resultan inconfesables. ¿Soy antisemita? A Danilo Gronewald la frialdad de mi proceder le hubiera permitido deducir una certeza. Doña Marga, en cambio, diría un no rotundo. Por mi parte, creo que uno busca parecerse a lo que más teme. Quizá por eso intenté la carrera de cura. Raquel nunca entendió semejante razonamiento. Justo ella, que se involucró en mi vida. Es cómico, el Padre Anselmo también solía repetir que hay virtudes que el temor explica fácilmente. Hoy escribiría dios con minúscula. Mi nombre también. Lo tengo permanentemente clavado con chinches a la pared de mi cuarto de pensión. A través del documento, que dice Damián Daussen (en ese caso el documento significaría menos una imagen que una devoción), porque en algún tiempo que hoy se me ocurre remoto, tan remoto como el presente histórico de los curas al hablar, cursé tres años de Seminario Menor. Luego, disipados algunos temores, abandoné la vocación para entrar a trabajar como sereno en la facultad de Ciencias Exactas de mi ciudad. Continúo releyendo algunos pasajes de La Biblia, sin embargo, Job sobre todo. Me ayudan a conciliar el sueño. Job es una letanía que no cesa. Como el tambor de la Browing que parece no detenerse jamás cada vez que lo impulso libre. Es extraño pero es así: un sereno siempre debe estar a la espera de lo peor. Un sacerdote lo mismo. No hay grandes diferencias entre ambas responsabilidades. Pero este no es el punto. Lo que a continuación debo confesar es mi afición por la música. No cualquiera, sino Brahms. O Wagner, porque sigo creyendo que toda belleza es trágica o no es belleza. Es una cursilería que leí en algún lado y me gustó. Algunas estupideces reconfortan. Siempre hay indicios, pequeñas revanchas, hechos tan alentadores como el incendio del Teatro Argentino de mi ciudad o la quema de bibliotecas, que siempre propicié”.
Gabriel Báñez, con su prosa lúcida, sarcástica y provocadora, nos relata, a través de las páginas, mucho más que el retrato de un antisemita: muestra lo represivo en un personaje anónimo que no es un célebre verdugo. Dussein no forma parte de ningún grupo de tareas ni es un torturador de militantes políticos, pero sí reprime todo el tiempo a su pareja Raquel por ser judía.
“Salimos y el sol estaba alto. Era un día luminoso. Los transeúntes caminaban como suspendidos. Raquel, en cambio, me tomaba del brazo y apoyaba su cabeza en mi hombro dejándose llevar. Parecía feliz y mencionaba proyectos que se me ocurrían concebibles. De tanto en tanto hablaba de Israel, del árbol con que sus padres habían colaborado al nacer ella y que ahora, con su misma edad, estaría creciendo en alguna desértica región de Palestina; de esas cosas probables pero momentáneamente inasibles que necesitaba reafirmar en la progresiva firmeza que adoptaba su mano en mi brazo. A lo lejos podían escucharse los murmullos sordos de grúas y tractores socavando los escombros del recientemente incendiado Teatro Argentino. Eran desplazamientos lentos, probablemente demorados ya que las tareas de remoción se habían iniciado hacía poco más de un mes debido a que las lluvias anegaron las zonas bajas del terreno. El periódico informaba obsesivamente de esos avances y, según lo último publicado, las excavaciones para dar con los pilotes de fundación se prolongarían más de lo previsto. Por otra parte, ya se había designado una comisión encargada de recibir nuevos proyectos y licitar la nueva obra. Todo por decreto, como si se tratara de la creación de un nuevo estado. La campaña era evidente: quienes jamás asistieron a representación alguna colaboraron con la compra de <<ladrillos auténticos>>, los pocos que pudieron extraerse indemnes del holocausto. Se repartían numerados y con una factura donde constaba su legitimidad. Un poco como esos árboles ajenos y virtuales que, después del exterminio, afirmaban en Raquel la indivisa posesión del recuerdo. Nos detuvimos frente al pozo. Raquel dijo: <<ésta es la ciudad más reaccionaria del país>>. Después caminamos a la deriva durante un poco más de una hora y regresamos a la pensión exhaustos. Hicimos nuevamente el amor y luego comimos fiambres y salchichas. De la pieza de Yaco podía escucharse aún la monocorde letanía de una canción de moda. Una y otra vez la melodía retornaba con su cadencia pegadiza. Sin solución final. Por mi parte, hubiera preferido comer morcilla fría”.
Hacer el odio busca molestar al lector, sacudirlo. Es una novela de sentencias, en donde el lenguaje bucea entre diferentes tópicos como: el deseo, la sexualidad, la violencia, el morbo, la victimización y el antisemitismo.
Oscilando entre el cinismo y la crueldad, con justeza y tensión, el escritor platense (que se suicidó en 2009) nos propone una historia brutal que aborda la dictadura cívica, militar y eclesiástica desde otro lugar: el poder represivo se despliega sin la necesidad de la coerción ni la amenaza.
“Después de esto reconoció que en el país las cosas no habían cambiado mayormente. Preguntó por Yaco y le expliqué que continuaba muerto. Se sorprendió y quedó mirándome atónita. <<Desaparecido>>, corrigió. <<Sí, eso>>, convine. No sabía que supiera lo de Yaco, y si bien había sido secuestrado antes de su viaje, tampoco entendía cómo podía retener ese nombre con tanta nitidez. Deduje que alguna vez había hablado con doña Marga. Tenía que ser eso. Ciertas personas utilizan la memoria como cajas de sorpresas: recuerdan únicamente aquello que las ha impresionado. En verdad, pocas cosas importantes conocía de Raquel. <<Vos no cambiaste mucho>>, dijo luego, <<te imaginaba un poco distinto>>. Respondí que no había grandes cosas como para cambiar y esto pareció desanimarla un tanto. <<Allá, en cambio, las cosas son demasiado cambiantes. La guerra torna a las personas más vulnerables…>> Me pareció un pensamiento estúpido pero dije <<claro, debe ser así>>. Luego continuó pormenorizando aspectos de la vida de todos los días <<en un país -afirmó- donde sobra el oxigeno pero uno se queda sin aliento>>. Esperó que preguntara algo pero como me mantuve en silencio continuó. Una de las cosas que más vivamente me impresionaron tenía que ver con el lado doméstico de la guerra, por ejemplo cuando contó que los soldados que estaban en el frente, era hábito, mantenían por sobre sus necesidades un tipo de higiene natural. <<Para ellos el canto rodado que está esparcido en el desierto es papel higiénico; usan las piedras mas lisas para limpiarse>>, aseguró. Me pareció una observación portentosa. Recién entonces comprendí que Raquel había viajado a Israel. Cada tanto mencionaba a su hija, el <<prácticamente natural alumbramiento>> que había tenido en Haifa, y sólo de vez en cuando el estupor de sus azorados padres cuando se enteraron de la novedad. Los <<revolucionarios procedimientos en materia de riego>>, en cambio, resultó lo único artificial que había encontrado en el país. Su cúmulo de impresiones se extendía ante mis oídos como un alegato inobjetable. No me importaba tanto lo que decía sino cómo lo decía: un poco sobreponiéndose a ella misma, como a bocanadas. Ni siquiera cuando mencioné la visita de Danilo Gronewald a ese mismo cuarto logró aquietarse. Apenas si gesticuló un poco, desacreditándolo, para proseguir de inmediato con aquella visión incandescente de la vida en el desierto. Estaba cegada, Israel la había cegado. Y sin embargo, yo apenas llegaba a valorar nada detrás de ese nombre también inaccesible, casi una convención. Ignoro el motivo, pero me sobrevino la intuición ahogada del patio de la comisaría. Por un momento creía tener la cabeza sumergida en el cubo de agua. Hubiera sido inútil explicar todo, detalle por detalle, así que opté por escucharla mansamente, con la misma resignación con que me instalaba ante Euclides cuando éste miraba estólido el cañón del arma. Era inútil contarle lo de Julia, tampoco lo entendería”.
Hacer el odio de Gabriel Báñez es una novela anclada en la ciudad de La Plata durante el proceso militar que trabaja cómo se puede enquistar el odio en una persona y exteriorizarlo sin formar parte del aparato represivo.
Sobre el autor
Gabriel Bañez nació en La Plata en 1951 y se suicidó en la misma ciudad en el 2009.
Es autor de las novelas Parajes (1975. Primer Premio Provincial de Novela Roberto J. Payró); El Capitán Tresguerras fue a la guerra (1980); Hacer el odio (1984); Góndolas (1986); El curandero del cuarto oscuro (1990); Paredón, paredón (1992); Los chicos desaparecen (1993); El circo nunca muere (1992); Octubre amarillo (1994); Virgen (1997) y Cultura (2006).
Publicó relatos en antologías de Argentina y México, y recibió el Primer Premio de Novela Letra Sur por La cisura de Rolando en el año 2008.
Estuvo a cargo del suplemento cultural del diario El día y dirigió el sello La Comuna Ediciones. Dos de sus libros han sido adaptados al cine, Los chicos desaparecen y Hacer el odio.
En el 2017, la Comuna Ediciones editó Jitler, su novela póstuma.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Roger Mantegani.