La fiesta del pata sucia
Hace dos mil y pico de años, en un potrero perdido en medio de un desierto asiático en el que, actualmente, mueren cientos de chicos bajo las bombas, entre ovejas, villeros y artistas ambulantes, nacía un morochito pata sucia hijo de laburantes.
Con el tiempo, se hizo político. De él, sabemos que, a la edad de treinta, empezó a militar el anarquismo y a luchar por la abolición de los privilegios, las riquezas y la propiedad privada; por la liberación del cuerpo y el espíritu; por la anulación del trabajo y de las instituciones (entre ellas, principalmente, la familia y el dinero); la enseñanza de la desobediencia civil y la práctica extensiva del amor. Se rodeó de putas, leprosos, ladrones, villeros y revolucionarios. Profesó el anarco-comunismo (único sacramento que enseñó) y un pacifismo virulento («no traigo paz, sino la espada»). De él, tenemos el testimonio de algunos pocos de sus seguidores: nos dicen que hacía milagros. Sanó a los pobres y operó algunos pocos prodigios grandes, dignos de recordar, porque son, a su vez, alegoría de sus enseñanzas: hizo del agua vino, para que siguiera la fiesta; dio de comer al pueblo hambriento dos veces multiplicando el morfi; resucitó cadáveres, porque esta es la vida que vale la pena vivir; caminó arriba del agua en medio de una tormenta y calmó la tormenta, porque lo imposible es posible cuando se tiene fe en uno mismo; y, por último, se resucitó, después de que lo humillaran, azotaran y crucificaran, porque nada es más fuerte que la convicción de un negro. Nos dejó una sola oración, consciente de lo aburrido que es rezar: en esa oración, nos enseñó a exigirle a dios su reino.
Después, el Poder, ante el avance de su mensaje entre los desplazados, se apropió de su imagen. Mató a sus seguidores. Se inventó los sacerdotes. Lo pintó rubio como sus príncipes. Y convirtió a las iglesias (que significan asamblea y eran muchas) en un sola institución de poder, represión y censura. Esto sucedió en el Concilio de Nicea, trescientos y pico de años después de este negrito, por orden de un emperador romano. En ese Concilio, se inventó que Jesús era dios (en los evangelios, el negro se llama a sí mismo «hijo del hombre») y, para reforzar la cosa, se inventó la Santísima Trinidad, se quemaron los documentos de los principales líderes cristianos primitivos y se creó el poder eclesiástico, sustituyendo la horizontalidad por estructuras piramidales, institucionalizando una forma de poder ya ejercida por el perverso Saulo y el resto de los fariseos: el poder pastoral.
Ojalá los cristianos que practican o avalan alguna forma de poder represora, al descorchar champagne esta noche, piensen en todos los jesuses a los que, día a día, matan o cuya muerte se construye en acciones como las de avalar o aplaudir que un Chocobar le dispare a un chorito por la espalda. No vaya a ser que –como en la novela de Dostoievski–, cuando Jesús vuelva, los que «creen en él» lo desconozcan y, por hereje, lo encarcelen, lo torturen y lo quemen en la hoguera.
*Por Ignacio Tamagno.
Foto: M.A.F.I.A.