River, de libro
Lo que sabe mi primo, lo que sabe como nadie, es todo lo que se escribió sobre River. Lo que lo cautivaba era River, la palabra River, la poesía que llevaba River por el extraordinario hecho de ser River, la idea de que hubiera novelistas, ensayistas, historiadores, versificadores, letristas, que reconocieran que en esas cinco letras -R-I-V-E-R- viajaba algo que expresa muchísimo.
Por Ariel Scher para Deportes y Literatura
(A los amigos y a las amigas de River, con derecho a estar felices. Y, sobre todo, a aquellos que, con la camiseta que más los conmueva, con la de River si son de River o con otra quienes no somos de River, saben o están dispuestos a saber que el fútbol es un juego y bastante más que eso, pero no la colección de violencias y de mafias, de mercaderes y de estafas, de mierdas partidistas y de mierdas culturales que se adueñaron de la final de un torneo)
Yo no sé si ustedes tienen un primo así. Así, tan de River, digo.
Tan de River porque yo, que ni soy ni seré de River, tengo decenas de amigos de River, y conozco miles de hinchas de River, y cienmiles de gentes de River que no sé si son buenas o malas, de izquierda o de derecha, primos o nada mío, pero resulta imposible que sepan lo que mi primo sabe de River. No, no hablo de saber de jugadores, de goles, de vueltas olímpicas, de titulares o de suplentes. Lo que sabe mi primo, lo que sabe como nadie, es todo lo que se escribió sobre River.
Se los voy a explicar fácil, con un solo ejemplo. Mi primo creció con la almohada apoyada al lado de un póster del Beto Alonso, escuchaba repeticiones de Fioravanti relatando un gol de Pinino Mas mientras nosotros, indiferentes a ese eco, oíamos a Los Beatles, prometía que se iba a dejar bigotitos como los del Feo Labruna y, pegado a su banderín más rojo y más blanco, había clavado con chinches un papel con una frase escrita con sus dedos. Era de «Diario de la guerra del cerdo», gran novela del gran Adolfo Bioy Casares, en la que un personaje dice:
-El domingo ya me verán en las tribunas alentando a River.
Mi primo amagaba con llorar cada vez que leía o repetía o mostraba esa frase porque esa frase era de Bioy Casares, pero mucho más era él, él mismo, que jamás faltaba, que el domingo o cuando fuera alentaba a River en las tribunas. Como, igual que a muchísimos, llorar le daba vergüenza, mi primo se había inventado un atajo para frenarse las lágrimas. «Bioy -precisaba- menciona cuatro veces a River en Diario de la guerra del cerdo». Enseguida, nos verificaba impresionados por el dato, soltaba alguna otra referencia del maestro Bioy Casares a River, suspiraba como los que dominan que aún falta lo mejor, y agregaba: «Bioy Casares… y Borges». Nosotros, que de Borges manejábamos sólo que Borges no conocía ni un césped de fútbol, parpadeábamos, dudábamos, malmirábamos y, al final, le prestábamos atención. Ahí llegaba el mazazo riverplatense de mi primo: «Bioy Casares y Borges escribían juntos bajo el nombre Honorio Bustos Domecq. En «Esse est percipi», un cuento, empiezan: ‘Viejo turista de la zona de Núñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River’. O sea, muchachos: Borges. Lo repito: Booorges. Hasta Borges se ocupó de River«. Nosotros, asombrados, nos rendíamos.
En esa época, mi primo tenía la salud irrompible de Mostaza Merlo en los años en los en los que Mostaza Merlo salía campeón con la banda roja, pero parecía rumbear hacia el infarto cuando le mencionaban al Monumental y, en especial, cuando alguien lo escribía. Le habían contado, por ejemplo, que Héctor Oesterheld había llevado a la historieta al punto más alto posible con El Eternauta. Entonces, fue sobre esas páginas. Cuando detectó que la batalla culminante tenía sitio en la cancha de River, no encontró atajo suficiente: lloró. Le pasó lo mismo cuando, más adelante, leyó una frase de Juan Gelman, hincha de Atlanta, poeta del universo, tejida con dolor de exilio: «Se puede vivir mejor o peor, pero lo que es imposible, en mi caso y en la mayoría de los que se exiliaron, es integrarse; de manera que se crea una especie de alucinación, los primeros años me pasaron cosas divertidas como esta: un domingo, en Roma, a las tres de la tarde, voy a visitar a un amigo y paso por el Coliseo, que se parece a la cancha de River, sólo que es más chiquito…» Síntesis: hallar al Monumental escrito lo ponía al borde de los éxtasis que le adeudaba a Francescoli, ese mago de tantas veces. De ahí que, ya maduro, se conmovió con una novela de Martín Kohan, quien, aun siendo de Boca, ambientaba parte de su «Dos veces junio» en el Mundial 78 y en el Monumental.
El mundo está lleno de personas que no se interesan en las personas. Sólo ese tropezón humano permite comprender que nacieran individuos que se perdieran disfrutar a mi primo. O que se trazaran un diseño equivocado de su perfil. Porque, contra cualquier supuesto, mi primo se sentía muy de River, pero carecía de la más mínima formación literaria. Lejos de las amplitudes corporales del Gordo Pratto, su biblioteca tenía el ancho de la cintura de Nacho Fernández y su vínculo con los libros portaba las desconfianzas que atrapan -ahora, en la discutible modernidad en la que alrededor de todas las camisetas suele haber más hinchismo que hinchas- a cualquier corazón de River cuando el club incorpora a alguien que estuvo en Boca. Lo que lo cautivaba era River, la palabra River, la poesía que llevaba River por el extraordinario hecho de ser River, la idea de que hubiera novelistas, ensayistas, historiadores, versificadores, letristas, que reconocieran que en esas cinco letras -R-I-V-E-R- viajaba algo que expresa muchísimo.
Tangos, por caso, mi primo no podía ni musitar uno entero. No obstante, reverenciaba a Enrique Cadícamo, sublime artista, quien, con los ojos frente al Arco del Triunfo, con la boca tragando los aires de París, anotó «que arco más debute pa’ un gol de la Fiera» cuando la Fiera era Bernabé Ferreyra, desembarcado en River en 1932 para abollar redes a base de cañonazos. Con los autores argentinos, acaso obligado por las presiones de un profesora de cuarto año, arrimaba algún nombre. De los extranjeros, ni eso. Igual, intuía que Eduardo Galeano era uruguayo y brillante, especialmente brillante en sus alusiones a River en «El fútbol a sol y sombra». Y que Javier Marías, español y madridista, debía apretar las teclas tan bien como señalaban los críticos, sobre todo porque en «Salvajes y sentimentales. Letras de fútbol» se acordaba de River a la hora de elogiar a Alfredo Di Stéfano y al Indiecito Solari.
Ni de los diarios, salvo de las secciones deportivas, se ocupaba con pasión de lector. De todos modos, apilaba notas de hacía ochenta años y de hacía ochenta minutos en los que el sustantivo River refulgía como ningún otro vocablo. Y se enorgullecía de que, en un texto de El Mundo de febrero de 1938, el incomparable Roberto Arlt garabateara las dos sílabas de River en medio de unas cuantas oraciones magistrales en las que el foco era el boxeador italiano Primo Carnera. «Ninguno de los escritores famosos se salteó a River», nos liquidaba, sobre todo a los que no nos entusiasmábamos ni con la camiseta de River ni con su póster del Beto Alonso. «¿Lo conocen a Leopoldo Marechal? Ese la rompia», convencía. Y citaba una oración de «Adán BuenosAyres» en la que el crack Marechal describía a «demonios infantiles, embanderados con los colores de River Plate o de Boca Juniors». «¿Y Cortázar? ¿Vos creés que Cortázar hubiera metido a River en sus libros si River no fuera lo que es?», interrogaba. Luego, nos liquidaba de nuevo. «Una fulgurante combinación de fútbol, sobre todo si la hacía River Plate, equipo al que fui fiel en mis años de buen porteño», había sentenciado nada menos que Cortázar, por necesidades literarias y no futboleras, en un fragmento de «La vuelta al día en ochenta mundos». Y no conforme con eso, lo había incluido en «Los Gatos» («Para Carlos María el año fue dos cosas: el triunfo de River Plate y el acceso a la camaradería aún recelosa de su padre»), cuento a lo Cortázar, o en «Libro de Manuel».
En algunas épocas, a mi primo lo capturaban fervores y tapaba las paredes de su cuarto con más pósters y con más párrafos. El abanico de lo que copiaba y estampaba con chinches en las paredes era ancho. Por ahí, un textual ofrendado a «los hinchas millonarios» que Ivo Pelay había consignado en el guion de la película «La canción de los barrios», por ahí un tramo largo de Ernesto Sabato en «Abbadón el Exterminador»: «En invencible Don Juan entre las chicas del ministerio, en incontenible puntero de River, en Fangio, en Dueño de un Torino, en Carlitos Gardel, en Leguisamo solo, en Sócrates, Aristóteles Onassis».
Los hinchas de River y los hinchas de cada cuadro, si la vida no los aplanó, preservan en algún espacio las cosas que edificaron su humanidad. Ya no tanto en las paredes, pero sí en los oídos y en la identidad, a mi primo se le esfumó su condición de pibe, pero se siguió sacudiendo con las citas a River de colecciones de escritores. Aplaudió de pie en cada brevedad de River del Negro Fontanarrosa («los pendejos ven que River sale campeón y se hacen de River» se resigna en el cuento «19 de diciembre de 1971») o cuando el propio Negro le destinó algún capítulo a River en su «No te vayas campeón». Le encantó que un anónimo Defensores de Belgrano sureño, uno de los equipos barriales de la felicidad joven de Osvaldo Soriano (que labró una contratapa de Página/12 titulada «La noche de River» cuando dos goles de Hernán Crespo valieron, en 1996, la segunda Libertadores en banda roja), se vistiera como River. Y le envió cartas a cuatro ministros de Educación para que honraran con todos los premios a Juan Sasturain por el cuento «Sportivo Virreyes», en el que enarbola al fútbol como método mayor para aprender la historia colonial, con las figuras de River al servicio de la enseñanza: «Para él, fana de River, Carrizo es Cevallos; Mantegari es Arredondo; Pipo Rossi es Melo y el glorioso Walter Gómez tiene, para siempre, el lugar del cagón de Sobremonte”.
A River, sabe el planeta, le tocó indigestarse con el regusto de tiempos malos. Por supuesto, en estos tiempos mi primo fue más de River que nunca. Y se esmeró en ampliar su firmamento de escritores nutridos de River. Oscar, un amigo, le entregó una joya: un artículo de 1956 en el que Francisco Luis Bernárdez, el romántico poeta de «La ciudad sin Laura», se embelesa con Carrizo, con Labruna y con «el alma puesta en el equipo rojiblanco». Alguien, una dama, le regaló un tramito de «La traición de Rita Hayworth», del enorme Manuel Puig: «Pero ¿qué ocurre? en violenta jugada Moreno pasa a Labruna, Labruna pasa a Loustau y Loustau pierde la pelota una enésima vez, ignorando la presencia del nuevo centrojá, quien ahora por primera vez en posesión de la pelota la pasa a Moreno, Moreno la devuelve al centrojá quien gambetea brillantemente al zaguero boquense y goool, ¡gooool de River Plate!».
Nunca se cansó de esas búsquedas y de esos hallazgos. Nunca se cansó de la palabra River. Un aroma de respeto a River atravesó algunos cuentos de Eduardo Sacheri o hasta su novela «Papeles en el viento» y también le gustó. Y una inquietud que lo reinstaló en la infancia lo sacudió en el 2014, cuando Washington Cucurto reveló que le habían sugerido hacerse parte de una antología de poetas de River: «Pero, ¿de River Plate? ¿Qué poeta es hincha de River Plate? Ahí la cosa se complicaba, armar una antología de poetas riverplatenses era realmente complicado. Veamos que hay, qué averigüe y si es posible publicar un libro así. Para mi sorpresa, me encontré sólo con dos hinchas de River poetas. Luis Alberto Spinetta y Ricardo Daniel Piña. No sería mala idea hacer un libro conjunto con letras del músico y poemas de Ricardo Piña que escribió el libro de poesía futbolera Ortega no se va, ya un clásico dentro del género». Invitado a la música, evaluó que «Te alentaré donde sea», la demostración de amor con forma de libro del compositor Ariel Prat o la fe consecuente y hecha canción de Ignacio Copani también merecían un sitio en la antología que fuera.
En toda esa literatura y en toda su historia de fútbol pensó mi primo en la jornada de lluvias argentina y de fiestas paridas en Madrid -al cabo, una jornada poética- en la que River besó glorias y cielos y se llevó, con la pelota hecha justicia, la Libertadores del 2018. En medio de tanta sonrisa, primero esbozó una teoría rara según la cual Homero (el de Grecia, ¿con quién otro podía delirar un delirante como mi primo) había concebido las cadencias inmortales de «La Odisea» anticipando los vaivenes violentos y agobiantes que enmarcaron la final de la Copa con Boca e intuyó que ya mismo algún colombiano heredero de Gabriel García Márquez andaba tipeando una oda a la zurda campeona de Juanfer Quintero. Luego, abrazó a cada amigo y a cada desconocido e inclusive se ocupó de llamar a cada uno de nosotros, sus primos de la vida entera, para reiterarnos, con la voz y con la emoción, la larga sociedad de los escritores y River con la que nos había llenado los tímpanos desde el fondo de los tiempos.
-Esa versificación sutil de «El Pity Martínez/qué loco que está» que ahora cantan mis amigos también tiene algo de Homero-, nos lanzó mi primo, media hora después de que, sin que ni Homero ni ninguno de los griegos viejos se enteraran de su existencia, el Pity Martínez metiera el tercer gol de River en la final de Madrid.
Ahí lo notamos cansado, agitado, quizás necesitando un reposo. Nos proclamó que el Muñeco Gallardo era Bioy y Borges juntos y nos reiteró el principio y el final de «Señor Labruna», el cuentazo en el que Rodolfo Braceli hace dialogar al prócer Labruna con el docente norteño Estupor Corcuera. Yo, atrevido, le propuse que no extraviara la alegría, que aprobaba que se le enredaran en las manos unos ejemplares de «Ser de River», de Andrés Burgo, o de la biografía de Gallardo que entretejió Diego Borinsky, pero que se relajara leyendo.
-¿Qué leo?-, me preguntó.
-Probá con Julio Verne, francés, de aventuras, un fenómeno.
-Sólo una consulta. De River, ¿escribió algo el hombre ese?-, me devolvió.
Tuve que decirle que no.
Del otro lado, entonces, desfilaron, primero, un silencio y, de inmediato, la garganta rota de un tipo de River al que los que no somos de River lo sabíamos feliz, feliz, feliz.
«El más grande sigue siendo River Plei», cantó con la energía que le quedaba. Después, me dijo que no hay mejor literatura que esa.
*Por Ariel Scher para Deportes y Literatura