¿Qué tienen en la cabeza los que miran la pobreza?
Por Gonzalo Assusa para La tinta
Axel Yamil Atúnez vive en Misiones y camina 3 kilómetros de ida y 3 de vuelta, y cruza 2 arroyos de ida y 2 de vuelta para asistir a la escuela. La leyenda que acompaña su imagen más de 17 mil veces compartida, reza: “Se sienten las mañanas heladas en la hermosa Misiones. Pero se calienta el pecho con orgullo cuando se aprecia esta imagen de los alumnos llegando a la escuela. Algunos figurarán por tomar escuelas, pero este solo merece aplausos porque la escuela se abrirá por y para él. Escuela 196, Picada Caa Guazú, Leandro N. Alem».
Lorenzo tenía 16 años e iba a la Escuela Bilingüe 948 en la misma provincia. En el acto del Día de la Bandera, el 20 de junio de 2016, fue fotografiado con la insignia patria en sus manos y sus pies descalzos. La campaña de sensibilización mediática no tardó en mostrar sus primeros brotes y la Cámara de Industria del Calzado donó 300 pares de zapatillas a la comunidad. Ya calzado con sus donadas y flamantes zapatillas de lona, el joven tuvo que aclarar: “A mí no me molestó salir descalzo en la foto”.
La TedX Talk de Mayra Arena supera el millón de visitas en Youtube. El título es ineludible: «¿Qué tienen los pobres en la cabeza?» Pocas partes del cuerpo popular tan intervenidas como las dos que menciona Mayra: la cabeza y los pies. Entre la curiosidad de la neurociencia por el déficit o el superávit de neurotransmisores que volverían a los pobres unos estresados sociales sin capacidad de previsión y la indignación de la clase media bien por las altas yantas de los que no tienen ni aguinaldo, cada uno de los textos de Mayra son invitaciones al pronunciamiento sociológico.
Hablemos de pobreza
Mayra se queja de que la pobreza en Argentina no es un escándalo, pero la indignación de los argentinos por la pobreza es directamente proporcional a la atención mediática que reciben los pobres –que es mucha y en muchos sentidos-. La falta de cifras durante la gestión del INDEC intervenido, los informes de desnutrición infantil en el norte del país con más audiencia que Cadena Nacional, los comunicados de preocupación firmados por el Episcopado y autoridad científica de la Universidad Católica Argentina en el tema. El Observatorio de la Deuda Social Argentina (dependiente de la UCA) hace décadas es una institución de referencia para hablar de la pobreza en el país. Tiene sede en Puerto Madero. En el mismo barrio, apenas a unas cuadras, una empanada frita en grasa de chancho o un mini choripán servidos en un frasco vacío de mermelada transforma lo popular en gourmet y se cobra a precio euro.
La pobreza puede llegar a indignar en todos lados, pero lo que se dice sobre la pobreza suele ser pronunciado desde arriba (por políticos, periodistas, académicos). En este sentido, hay algo indudablemente novedoso en la irrupción de Mayra en la arena pública: es un análisis en territorio y a pie, en primera persona y de cerca, y es también una manifestación más de la socialización de las herramientas analíticas, políticas y prácticas que se dan por la progresiva –aunque compleja y contradictoria- democratización de la educación y el conocimiento en algunos períodos históricos del país. Y no es la única.
Puede también citarse el caso emblemático de Waldemar Cubilla, el Doctor en Sociología de la Universidad Nacional de San Martín que comenzó a estudiar su carrera universitaria cuando aún cumplía condena en una cárcel del departamento de San Martín, provincia de Buenos Aires.
Otro punto disruptivo en el análisis de Mayra es la referencia a espacios públicos como la escuela, la vecindad o el comedor; espacios de encuentro entre clases sociales: “Uno se da cuenta que es pobre cuando ingresa en el sistema escolar”.
Hay un orgullo tradicional por esos lugares de co-existencia, integración y conflicto en Argentina, y la historia personal de Mayra manifiesta su imponente potencial transformador. La escuela pública y la universidad pública no eliminan mágicamente las desigualdades, pero, a diferencia de las políticas de segregación, marcan a fuego en la experiencia tanto la puesta en evidencia de las desigualdades existentes, su injusticia y su percepción singular y situacional (“los pobres éramos nosotros y los ricos eran los que se compraban alfajores en el recreo”) como las posibilidades de acceso, de proyectos y de deseos más allá de lo socialmente esperable para los que nacen en hogares sin bidet.
“De piba, cuando sos pobre, lo que te salva de la marginalidad es creer. Creer que algún día vas a tener todo eso que querés tener”. No es menor que, en ambas dimensiones, la argumentación de Mayra deje en un plano tácito las condiciones de posibilidad para aquello que es dicho: las que hacen posible que ella estudie Ciencia Política, las que hacen posible que ella se haya encontrado con otros diferentes y desiguales en la escuela (con todos los padecimientos, las estigmatizaciones y las revictimizaciones que su relato pone de manifiesto) y las que probablemente hayan hecho posible que dicte una TedX Talk. Esas condiciones de posibilidad no son individuales, sino colectivas y no están en la cabeza, sino en las relaciones.
Su último giro argumentativo, a la vez, complejiza y refuerza. Hiperconsciente de las manipulaciones mediáticas sobre su propio discurso, en su entrevista publicada en Revista Anfibia critica la elevación de su carta en Facebook a una especie de “receta para salir de la pobreza”: “Si no tenés un Estado que te garantice mínimas condiciones y una sociedad que te dé las posibilidades de concretar esos sueños, de nada sirven la esperanza ni soñar ni un carajo”. Acto seguido, transforma el concepto de “esperanza” en el de “mentalidad”: una categoría que nuevamente pone el acento en la responsabilidad individual, en las capacidades que faltan, en los desafíos que no se asumen, en esa evocación ambigua y totalizante a la idea de que la educación está en el fondo de todos los problemas y en el horizonte de todas las soluciones.
¿Qué tienen en los pies?
La ropa hecha en los mismos barcos-factoría asiáticos, pero sin la pipa o las tres rayas de calidad que tiene en el Alto Palermo Shoping, se expone en La Salada y es comprable por un sistema de fiado en donde la tarjeta de débito de la Asignación Universal Por Hijo hace las veces de Master Card.
Todos los días, cerca de un tercio de la población de Argentina se despierta, camina y come junto a la basura, las cloacas y el agua servida. Andan mucho para llevar a los hijos a la escuela, para tomarse algún autobús caro y de mala calidad o para ir a una farmacia con medicamentos inaccesibles. Tienen más problemas de salud y menos hospitales a mano.
Los mismos días, una minoría encumbrada –o personas que aspiran a serlo- come alimentos macrobióticos, nada en piletas con agua bastante más potable que la que toma la mitad más pobre del país y tiene tiempo para sentir más piedad por los caballos que por los carreros pobres de la ciudad. Tienen menos problemas presupuestarios y más ofertas financieras para beneficiarse.
Por una serie de razones muy difíciles de expresar en pocas palabras, aún poniendo a estas dos poblaciones en párrafos contiguos, es casi imposible convencer a las grandes mayorías de que una y otra tienen mucho que ver entre sí, que la pobreza y la riqueza no se producen por separado, sino en un mismo proceso. Está más a mano pensar que la salvación es del orden de la creencia, que el camino es del orden de la aspiración y que la causa se esconde en un rincón recóndito de la cabeza.
Así como la pobreza indigna en cifras estadísticas y reconforta en historias individuales de autosuperación, la desigualdad también incomoda, pero no tanto por las brechas como por los desfasajes. Resulta que ahora los pobres tienen Direct TV, pero no tienen revoque; no tienen para comer, pero se compran zapatillas y celulares más caros que los míos; saquean, pero no se llevan arroz, fideos o polenta, sino cajas de fernet. ¿Qué tienen en la cabeza los que no entienden que los pobres quieren altas yantas? En plano fotográfico picado, el miedo y el asco le ponen tripa a esa mirada sobre la pobreza situada en el más aristocrático de los puertos, con ceño fruncido y nariz respingada y arrugada. En el último tiempo, una élite de ministros y altos funcionarios pusieron en palabras esta sensación: ¿Quién les dijo que podían aspirar -a algo más que a vestigios de droga residual-? ¿Cuándo creyeron que tenían derecho a algo más que a la supervivencia? ¿Cómo es que se atreven a la estética y la tecnología parados en el umbral de la escasez?
El discurso de Mayra tiene por momentos sutiles -pero no pocos- puntos de contacto con el encumbrado imaginario de la sociedad meritocrática, afín a la actual ideología de gobierno. Propone un modo de comprensión de la pobreza que refuerza algunos diagnósticos centrados en el resentimiento, la falta de educación y la falta de valores. En otros momentos, choca de frente con la política elitista de Cambiemos. Dice que no cree en la meritocracia y que no se va a sentir nunca de clase media. Dice que los consumos y los intereses de los pobres se cuestionan todo el tiempo, mientras que la clase media se revienta la tarjeta y la élite vota para que le bajen las retenciones. Que los medios la muestran edulcorada y la aceptan porque es blanquita. También sostiene que es parte de los “hijos de la violencia” y que la marginalidad tiene mucho que ver con la “mentalidad”. En la complejidad de sus posiciones, reside también la relevancia de este emergente actor político y mediático.
Probablemente, estemos viviendo uno de los más fuertes y profundos momentos de crisis de este proyecto político. Esto no implica que su carácter hegemónico y su resistencia a dejar de ser el relato social dominante haya mermado. Buena parte de las razones por las cuales esta TedX Talk tuvo semejante difusión pasa por esos puntos de contacto que, como acumulación de mitos y cosmovisiones que se cuelan hasta en los más bienintencionados progresistas, hacen a todo un imaginario que debemos (esta vez) disputar a pleno en la batalla cultural. Personalmente, levanto el guante en tres puntos.
1.- Las violencias son de nosotros, las vaquitas son ajenas.
Mayra sostiene que la violencia es un modo –incorrecto- de expresar resentimiento y enojo de los pobres contra “aquellos que tienen” y un mal aprendido camino en la búsqueda de respeto. No encuentro datos ni experiencias que permitan afirmar que las prácticas y las relaciones violentas sean patrimonio exclusivo de las familias pobres o marginales. Ella misma aclara que no es una generalización para los pobres, pero tampoco encuentro evidencia de que las personas que provienen de clase media o alta sean agentes de pacificación. Un ejemplo que suele dar Nicolás Cabrera sobre los malos diagnósticos en torno a la violencia en el fútbol: aunque todas las miradas apuntan a los barrabravas como culpables de la violencia en las canchas, muchos de los conflictos violentos comienzan o tienen epicentros en las plateas, donde las entradas son más caras.
Mucho menos preciso me resulta la afirmación de que la violencia más frecuentemente ejercida sea protagonizada por pobres contra ricos o “pudientes” por razones de resentimiento o equivocadas búsquedas de respeto. De hecho, quienes más sistemáticamente sufren la violencia institucional (sin siquiera contar la violencia económica) son los pobres (muy particularmente, jóvenes y varones), acosados por las fuerzas de seguridad pública y privada de nuestras ciudades desde hace décadas. Los vínculos violentos pueden tomar una forma singular en el mundo popular, rodeados de carencias materiales y simbólicas, pero no es menor señalar que el sobreescrutinio estatal y periodístico de estos sectores –esa mirada sospechosa y culpabilizante- hacen tremendamente más difícil el disimulo de casos de violencia de género e intrafamiliar que en hogares de clase media y alta, en los que la “intimidad” y la “privacidad” es resguardada de los ojos de las trabajadoras sociales o de los periodistas de América TV. No hace falta negar la violencia que viven día a día los desposeídos de nuestra tierra para entender que sus causas deben ser buscadas mucho más en sus múltiples relaciones (incluidas aquellas que sostienen con esos otros sociales que se cruzan en la escuela, en la plaza y en diversos espacios públicos) y mucho menos en sus cabezas.
2.- No quieren trabajar
“No sé si alguna vez tuvieron un albañil laburando en su casa, pero yo les puedo asegurar que el tipo el lunes no aparece. ¡La gente dice por qué! ¡Por qué no trabajan! ¿No nos gusta trabajar? ¿Vivimos de planes, como muchos dicen? Antes no había planes y vivíamos igual”, sostiene Mayra.
En Argentina, uno de cada diez adultos está desocupado. De los que tienen trabajo, tres de cada diez tienen empleos informales y otros tantos empleos legales, pero precarios o inestables, o mal pagos. Lo más probable es que los que nacen ricos se mantengan así o, en su defecto, caigan muy poco. Los que nacen pobres, en cambio, apenas si pueden ascender, pero siempre conservan la posibilidad de caer sin límite.
El mito de la “tercera generación” de desempleados –que jamás ha aportado un solo dato que lo sostenga- y de los niños que se criaron sin jamás ver a sus padres levantarse temprano para ir a trabajar, no sólo es de los más difundidos y trans-ideológicos en la mitomanía nacional, sino que es sumamente difícil de romper porque sirve tanto para condenar como para excusar a los pobres por aquello que se supone no saben, no quieren o no pueden hacer. Cuando formaba parte de una Oficina de Empleo del Estado, me tocó entrevistar jóvenes que, ante la pregunta por si habían trabajado, respondían siempre que no. Luego, resultaba que atendían kioscos, hacían fletes, eran ayudantes de albañil, empleadas domésticas, cuidadoras y cocineras desde los 12 años. Cuando llegaban a mi escritorio, eran ya mayores de edad, llevaban 6 años poniendo el lomo, pero su primera respuesta cuando una persona con empleo en blanco y calificado les preguntaba si habían trabajado alguna vez era una negación.
La misma negación opera cuando se desconoce al trabajo doméstico y la economía de los cuidados, que se lleva más horas diarias que el trabajo denominado “productivo” (el empleo, por el que recibimos como contrapartida un salario), pero que no se considera “laburar”.
El relato a partir del cual el peronismo y los planes sociales han terminado con la “cultura del trabajo” de pobres que alguna vez supieron ser dignos y orgullosos desconoce injustamente los ritmos –siempre inestables– del trabajo en la construcción y la venta ambulante, en la limpieza de hogares y la venta doméstica de cosméticos: son ritmos discontinuos, pero no por ello menos extenuantes.
Este relato sobre todo prejuzga injustamente como no-trabajo todo aquello que se practica por fuera de la oficina, los horarios comerciales, la ropa formal y las trayectorias a largo plazo. Negar que los pobres trabajen y le enseñen a sus hijos a trabajar –cuando sobran las historias de hijos iniciados en la obra y limpiando llevados de la mano por sus propios padres y sus propias madres–, además de ser inexacto, refuerza los estigmas y redobla la negación material que los pobres sufren todos los días.
3.- Pensar con los pies
La elección de las zapatillas o las pautas reproductivas de los sectores populares desvela a muchos analistas y son, sin dudas, procesos y elecciones muy complejos de explicar. El problema con la persecución de las mejores respuestas es que corremos el riesgo de olvidar quizás lo más importante: la mera formulación de la pregunta habla menos del pobre y más de quien interroga. “Y la gente dice: ¿Por qué usan esas zapatillas? ¿Con qué necesidad? Fluorecentes, gigantes…”. El problema no empieza con el calzado ni con el gasto ni con el excedente estético, sino con las expectativas no cumplidas de quien reflexiona. Ese que habla, se pregunta y se indigna, espera del pobre otra actitud: la humildad y la resignación, la aceptación de lo poco y la carencia, la mesura y el esfuerzo, el ascetismo cromático, pero jamás el derroche. Para este pensamiento, el pobre es bueno hasta que aspira a algo más que la justa satisfacción de la necesidad. Tanto así, que la formulación lo delata: con qué necesidad, se preguntan.
El discurso que mira desde arriba, pero que muy frecuentemente se asume como propio desde abajo, es el que se frustra al no encontrar planificación profiláctica en hogares en los que escasean los recursos. Los modelos de pareja, embarazos, nacimientos y crianzas de quien observa a la distancia no encajan con lógicas sociales en las que, desposeídos de todo capital, cada nueva persona en la familia son brazos para trabajar y manos para cuidar, aún cuando también sean bocas para alimentar y pies para calzar. Eso no significa que los hijos se tengan porque sean lo único que se tiene.
Las expectativas –sean deseos o proyectos– ocupan el centro del discurso de Mayra. Es lo que distingue a los pobres de los marginales: es la “creencia” y la “esperanza” de “salir” de la pobreza. Por eso, la pregunta se dirige a la cabeza y la preocupación apunta a la “educación”. Nuevamente, la reflexión sobre las condiciones de posibilidad (el suelo) queda fuera del foco.
Haciendo entrevistas en un barrio popular de Córdoba, conocí a Élida, inmigrante rural que trabajaba limpiando casas y estudios legales. Hablándome de su niñez, me dijo: “En esa época, pensábamos con los pies”. En algún punto, creo que Élida nombra eso que la preocupación de moda e idealista por la pobreza deja de lado: se trata de pensar dónde estamos parados, el suelo a partir del cual podemos o no podemos saltar, en el que podemos o no podemos afirmarnos, el suelo que colectivamente tenemos la obligación de sostener, elevar o que dejaremos se degrade y erosione. Lo tristemente habitual es que, al mirar los pobres pies caminantes, el observador se regocije por la resignación callada del humilde descalzo o se indigne por el exceso inmoral del mal pobre calzado con altas yantas. En cualquier caso, ni piedad ni desprecio, ninguna de esas opciones lleva a comprender nada.
* Por Gonzalo Assusa para La tinta