El país que se llevan y la resistencia de los que se quedan
La frontera entre Venezuela y Colombia es un pasaje permanente para el tráfico ilegal de productos en medio de una sostenida guerra económica
Por Marco Teruggi para 15 y último
Dos hombres cargan una pierna de vaca arriba de una moto en dirección a la frontera, un responsable del paso fronterizo cobra mil pesos por cada kilo que pese el animal, las canoas van y vienen de una orilla a la otra, las carnicerías y queserías están vacías porque llega gente “del centro”, como dicen, a comprar unos kilos y llevarlos para el otro lado, todos los hoteles están llenos para hospedar a los que hacen el camino de la reventa, existen rutas de buses de varios puntos del país a la frontera exclusivamente para quienes se dedican a ese negocio, hay más robos en el pueblo, casi todo se cobra en efectivo y el efectivo se compra en 300%, las gasolineras despachan a menos de la mitad de carros de lo que deberían hacer con lo que les llega, los carros cargan varias veces en el día con chip revendidos. Sucede de día, delante de todos.
De noche hay otros movimientos, los buses cargados de carne y queso salen hacia la frontera, otros recogen el dinero en efectivo en un punto intermedio y van en la misma dirección con sacos llenos que luego forman pilas de bolívares del otro lado, pasan los contrabandistas que compraron la carne al matadero clandestino, los que llevan ganado sin identificación que será marcado en Colombia pasan gandolas, más gandolas, se va un país. La frontera es un agujero negro que arrastra hombres, mujeres y todo tipo de mercancía: aguacates, limones, gasolina, macetas, efectivo, animales, cemento, cada cosa que del otro lado cueste más. Es una sociedad con complicidades, jerarquías, silencios, con humildes que consiguen alguito y grandes mafias que desangran. Es un saqueo diario, un auto-saqueo.
El diferencial es inmenso. Un sueldo mínimo es dos millones 500 mil bolívares en Venezuela. Un trabajador sin papeles, es decir mal pago, que haga tareas domésticas cobra en un pueblo de frontera en Colombia -convertido de pesos- 220 millones de bolívares mensuales. ¿Es mucho, poco? Una rueda de moto cuesta 70 millones. Algunas escuelas se quedan sin profesores, en otras trabajan mitad de semana y los otros días cruzan para resolver en Colombia.
La frontera condensa muchas variables, las presiona hasta sus límites. La frontera llega hasta Caracas, donde el efectivo se compra en 100% como precio bajo, y los autobuses cobran según decidan las cooperativas privadas: “Hasta Barinas debería ser 350 mil, pero decidimos que sean 600 mil en efectivo, es eso o no viajamos, ¿qué prefieres?” fue la respuesta pocos días atrás. Nada de esto es nuevo, ni es secreto, es una profundización de tendencias, situaciones que se expanden a medida que el cuadro económico se sostiene en el mismo lugar: un descenso desigual, donde quienes menos tenían tienen ahora menos, los que más tenían tienen más y piden más -como la Asociación Bancaria de Venezuela-, y un universo de hogares ha conseguido maneras de afrontar la situación con remesas, frontera, servicios, entre otras cosas. Los primeros son los más chavistas.
La economía se reinventa, hace metamorfosis, con rasgos caníbales y una ausencia de autoridad evidente en varios puntos. Impacta sobre las subjetividades, el tejido social, los límites de hasta dónde sí y hasta dónde no. El país se transforma aguas abajo con movimientos prolongados, peligrosos. Es el efecto diario de las sanciones económicas, la política de guerra fronteriza del gobierno colombiano, el laberinto chavista que noquea en lo político, pero golpea muchas veces en el vacío económico: los anuncios se suceden, la realidad diaria se deteriora para las mayorías.
Ante ese país que se devora existe otro que no se rinde. Productores que buscan la manera de conseguir los insumos a pesar de la falta de políticas, campesinos que se mantienen en sus rescates, jóvenes que no piensan en irse como se ha puesto de moda, sino en hacer política chavista en su barrio, colegio, gente que abre las puertas de su casa con un plato de lo que tengan, que presta efectivo sin porcentajes, regala, que no hace negocios con la comida sino que la transforma en política organizativa justa, trabajadores que se mantienen en ministerios con sueldos mínimos porque creen que se puede, que la revolución no es solo un gobierno, gente que escribe, hace programas de radio, filma, saca fotos sin pedir nada a cambio, milicianos que se paran a las tres de la mañana, ordeñan, y luego salen en moto, camiones, o lo que puedan, a participar de un entrenamiento, consejos comunales que se renuevan, comunas que se obstinan en el horizonte estratégico, otras que nacen, como la recién votada comuna de Altos de Lídice, en lo más alto de La Pastora, en Caracas.
Existe una resistencia de actos individuales, organizados, espontáneos, permanentes. Es un cotidiano de guerra de posiciones, que luego se expresa, por ejemplo, en contiendas electorales. Hay un país que lucha, otro que derrama frustración -con razones a veces- por redes, otro que resuelve el día a día y punto, otro que se descompone, no cree en nadie, ha optado por el sálvese quien pueda, otro que se enriquece. Es una batalla en los subterráneos, ética, política, humana.
Este escenario no se irá mañana, ni pasado, ni a fin de año, puede prolongarse por un tiempo indefinido. Los dos bloques históricos en batalla parecen padecer de un agotamiento de recursos: la oposición está orsai, los norteamericanos agudizan las variables para desatar más miseria económica, pero no saltan a nuevas acciones que les permitan obtener un desenlace, y la dirección de la revolución mantiene su capacidad de maniobra política -mejores que el enemigo- pero estira el panorama económico sin medidas claras. ¿Podría tomar algunas? El problema es no solamente pensar cuáles podrían ser -existen propuestas por escrito- sino de qué capacidad se dispone para implementarlas. Una dificultad doble con el agregado de una corrupción que el Fiscal General destapa semanalmente.
El país que no se rinde no parece en medida todavía de revertir el cuadro actual. Por dificultades de herramientas políticas, porque el acumulado popular permite aguantar de pie como pocos procesos podrían hacerlo, pero no contiene la fuerza para hacer predominar otras variables políticas/económicas, desplazar a corruptos y burócratas que viven un conflicto donde la bala más cercana ha sido un twitt. El chavismo tiene su cielo y sus demonios.
Esta es la etapa que enfrentamos, en la que estamos inmersos, con algo de Juan Gelman con su verso de “aprender a resistir, ni a irse ni a quedarse”, con las raíces del chavismo que impiden que los vientos que arrasan nos arranquen de esta tierra, con el imperialismo de frente y el arma cargada, con lo que hemos logrado -una inmensidad política- y lo que no se encuentra todavía por dónde, cómo, con quiénes, en una batalla silenciosa que se libra en decisiones ministeriales, vicepresidenciales, en esta, nuestra época, esta frontera desde donde escribo estas líneas mientras viajan buses de contrabando a Colombia y un hombre se levanta ante de que salga el sol para ordeñar el ganado y fundar el país que necesitamos.
*Por Marco Teruggi para 15 y último