Brasil Postsocrático: el fútbol como posibilidad
Con una casaca en blanco y negro, demasiado alto, demasiado flaco, sobre sus pies talla 37, ingresaba al campo de juego con el brazo extendido sobre su cabeza y el puño cerrado contra el mundo. Arquitecto de la Democracia Corinthiana en plena dictadura, Socrates hizo del “taco”, una variante del pase que se otorga de espalda, casi a ciegas, como un acto de fe que encierra una forma radical de entregarse al otro, aunque no siempre se le mire ni se le comprenda. A 6 años de su muerte, vale pensar si volver a juntarse y confiar es una estrategia necesaria en esta Brasil que, desde 2013, fue cooptada por el conservadurismo y los grandes medios de comunicación.
Por José Pablo Segreda Johanning para Revista Paquidermo
El hombre del Corinthians que ahora cruza en solitario la línea de cal con el brazo extendido sobre su cabeza y el puño cerrado contra el mundo, como queriendo convocar la militancia de los Black Panthers, salta decididamente al campo de juego con una única e irreductible declaración de principios: “Ganar o perder, pero siempre con democracia”. Los noventa minutos del partido están por iniciar. Es 1983 y en el Brasil los militares llevan casi dos décadas haciendo del sufragio un insumo del olvido. El jugador no lo sabe aún; tampoco los 37.000 hinchas que gritan desalmados desde las gradas de un imponente estadio Pacaembú, pero dentro de poco va a anotar por partida doble en la final del torneo paulista: primero, con el empeine de su diminuto botín derecho talla 37, fusila de un gol la meta del São Paulo F. C.; luego, con la izquierda pero con igual inquina, le da un tiro de muerte a la dictadura de João Baptista Figueiredo.
Demasiado alto, demasiado flaco, de aspecto desenfadado y magistral regate, de abundante y reflexiva barba, el jugador se llama Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira (menos de un cuarto de siglo tardaría ese largo nombre en llegar a Sócrates). Al momento de nacer, Don Raimundo, su padre y gran admirador de los pensadores griegos, supo que a su hijo le aguardaba un hermoso nombre concebido desde el siglo de Pericles. Lo llamó Sócrates para que se pasara la vida derribando arquetipos y dictadores. Y así sucedió.
Fue un jugador brillante. Quiso la pelota como pocos la han querido: con la alegría y la magia de los carnavales. Se le recordará siempre por sus quiebres dulces, su disparo de media distancia, su cambio de ritmo; por goles imposibles y alocados, por su entendimiento privilegiado e intuitivo del espacio-tiempo del juego para destrabar defensas infranqueables. Médico de profesión y futbolista por amor, se le recuerda también por la entereza con que vivió más allá del césped: “Para mí”, reflexionaba Sócrates, “lo ideal sería un socialismo perfecto, donde todos los hombres tengan los mismos derechos y los mismos deberes. Una concepción del mundo sin poder”.
Precozmente intuyó que el fútbol podía ser también un legítimo punto de partida para comprender al otro, para ayudar al otro; el fútbol como factor de cambio en nuestras sociedades: “Regalo mis goles a un país mejor”, confesó a sus compatriotas al calor de una victoria. Convenció a todos de que la democracia era el único camino posible. Participó activamente en la campaña “Elecciones directas ya” en 1984, desafiando a la dictadura y denunciando las injusticias del poder. Fue el arquitecto de la Democracia Corinthiana, un movimiento político a lo interno de la institución deportiva que democratizó todas las decisiones del club, desde las contrataciones y el horario de los entrenamientos, hasta el sistema táctico y la gestión del ocio fuera de las canchas; estableciendo el insólito paradigma de la autogestión y la horizontalidad deportiva. En el dorso de la camiseta no figuraba ningún sponsor, solo la palabra Democracia escrita sobre la piel. Pronto, El Doctor se convirtió no solo en el ídolo de la “torcida do Timão”, la hinchada del Corinthians, sino también en el referente indiscutible de un país al que le habían mutilado la libertad.
Genialidad, locura, esperanza y derrota; encarnó el rostro de la propia humanidad. Vivió de acuerdo con los pocos principios que dijo defender y se entregó de lleno a las tres pasiones que endulzaron sus días: la bebida, la medicina y el fútbol. Como su predecesor el ateniense, Sócrates brasileiro también se supo dueño de su vida y de su muerte: una mañana de 1983 declaró: “Quiero morir un domingo y con Corinthians Campeón”. El domingo 4 de diciembre de 2011, horas después de su deceso, el Corinthians conseguía el Brasileirão. Fue ésta la prueba irrefutable de que la gramática de la vida, como la del fútbol, también permite profecías hermosas.
Es junio del 2013. Treinta años nos separan de aquella noche mágica en el Pacaembú. La ciudad donde todo inicia es también São Paulo, la misma que vio nacer a la Democracia Corinthiana. Hoy sin embargo no es un hombre en solitario, sino una multitud esperanzada la que cruza la acera y hace decididamente invasión de calle. La imagen se replica vertiginosamente en Brasilia, Río de Janeiro, Manaus y más allá; en cada esquina, en cada barrio, en cada plaza con árboles incapaces de borrar el horizonte. En el decurso de las semanas las movilizaciones contra el aumento de la tarifa del transporte público convocadas por el Movimento Passe Livre (MPL) durante la Copa FIFA de Confederaciones 2013 han dejan atónito no solo a Brasil sino al mundo entero. Lo que en principio era un reclamo puntual sobre un tema tarifario y una muestra de indignación hacia las políticas dictatoriales de la FIFA, que obligaron al gobierno de Dilma Rousseff a destinar cifras fantásticas del erario público para la renovación y construcción de infraestructura necesaria para albergar la Copa Mundial, se convirtió en pocos días en un aglutinador de malestar de todo el tejido social. Incorporó así elementos variables para plantear una discusión que podría hacer que el país avance en el proceso de democratización de la riqueza y del acceso a la salud, a la educación, a la tierra, a la cultura y a la participación política.
En el país de la samba y del fútbol, desde entonces las movilizaciones resultan atípicas y excepcionales, parecen descendidas a los marcos de una tropicalidad que les es propia: carecen de verticalidad, surgen de forma espontánea y aleatoria, no tienen un rumbo determinado y a la fecha carecen de un nombre que las identifique. Parecen recordar de forma inevitable y sustantiva a los encuentros de barrio. Cinco o seis chicos improvisan con unas cuantas piedras y una pelota un partido de fútbol en la calle, prontamente y sin importar que sean allegados o desconocidos, se suman chicos de otros barrios y otras avenidas. Juegan hasta que las fuerzas lo permitan, sin tiempo, sin marcador, por el goce exclusivo de sentir la libertad del cuerpo en torno a una pelota y a otros cuerpos. Hace algunos años los dueños del espectáculo, la FIFA, Blatter, João Havelange, ISL Marketing, le robaron la pelota a la gente e inventaron el fútbol de los sponsors, de las vitrinas, de los galácticos; el fútbol de esa abstrusa entelequia que los burócratas del deporte entienden por Fair Play. Un fútbol sin humanidad, sin tachaduras, sin resistencia. Tan artificial que parece jugarse en una placa de Petri.
Los dueños del deporte sintético quieren volver a postular esa antigua fórmula de que el mundo de la vida es irreconciliable con el mundo de la pelota. Sin embargo nada es más falso que esto: si el fútbol no existe como proyecto social, como posibilidad de sentido de un sujeto humano que se construye desde el marco de un proceso de reconocimiento dentro de una colectividad, entonces es un despropósito. Quizá por ello Albert Camus, el arquero de Sísifo, pensaba con razón que todo lo que sabía de moral y de las obligaciones humanas se lo debía necesariamente al fútbol. “Vamos a apoyar a la selección, olvidemos la confusión y las protestas” , dijo un Pelé más preocupado por aumentar el margen de utilidad de ciertas compañías o por proteger los activos de la FIFA en los bancos de Zürich. Sin embargo, en Três Corações de Minas Gerais, la ciudad natal del astro brasileño, algún héroe anónimo le puso una mordaza a la estatua que quiere recordar la magia de sus goles. Con entera razón ahora dicen en Brasil que O Rei es un poeta cuando calla.
“¿Cómo puedes saber lo que es la amistad si nunca devolviste una pared?” Preguntaba Walter Saavedra hace algunos años. Resulta que el pase, como casi ningún otro recurso en el balompié, permite la posibilidad de vincularse íntima y existencialmente con el otro, de compartir corporalmente con el otro un mundo común. En el Brasil de los ochentas, El Doctor Sócrates hizo del pase con el tobillo un distintivo personal. El “taco”, una variante del pase que se otorga de espalda, casi a ciegas, como un acto de fe, encierra una forma radical de entregarse al otro, aunque no siempre se le mire ni se le comprenda.
Es cierto: las actuales movilizaciones en Brasil deben incorporar también a los sectores trabajadores y a la periferia desagregada más allá de las ciudades. Deben de alguna forma politizarse también, para lograr entroncar los actuales gestos de descontento con las históricas demandas populares, para que no ganen el conservadurismo y los grandes medios de comunicación brasileños. Pero en principio no puede ser malo que la gente quiera juntarse, como no se juntaba desde las movilizaciones que precipitaron la renuncia de Fernando Collor de Melo en 1992, desde el anonimato de una calle o del césped, para empezar a sentir nuevamente al otro, para volver a confiar en él. Quizá la hermenéutica del sujeto deba incorporar necesariamente esa lección elemental del fútbol de la infancia: no hay partido sin compañeros, ni sociedad sin posibilidad de apertura al otro. La democracia, como creía el viejo Sócrates brasileiro, tanto en la vida como en el fútbol, debe pasar primero por la democratización de los cuerpos.
Sócrates formó parte de una verde amarela que practicó, según coinciden muchos, el fútbol más vistoso y desvergonzado de la historia, sin embargo nunca pudo alzar una Copa Mundial. En España’82 vivió junto a Zico, Falcao y Tohinho la tragedia de Sarriá. En México ’86, mediante la definición por penales, la Francia de Platini frenó una fiebre amarilla que amenazaba con convertirse en pandemia por todo el planeta. Erró un penal. La historia le perdonó porque había jugado del mismo modo en que había vivido, no para ganar sino para ser recordado.
El genio se ha marchado. En el pasado han quedado sus goles de fantasía y también aquellos pases de tacón que nos enseñaron que el fútbol era para hacer amigos. Pero la pregunta para sus herederos ha quedado intacta: ¿nos recordarán?
*Por José Pablo Segreda Johanning para Revista Paquidermo (2013)