La experiencia de linchar
Por Leandro Gamallo para Revista Bordes
I
El sábado 22 de marzo de 2014, a las siete de la tarde, una joven embarazada caminaba hacia su casa por la calle Liniers del barrio Azcuénaga de la ciudad de Rosario, provincia de Santa fe, junto a su hija de dos años. Repentinamente dos jóvenes que se trasladaban en una moto la interceptaron para robarle. Isaías Ducca, de 21 años, quien viajaba detrás del conductor, se bajó y le arrebató la cartera. Los jóvenes emprendieron la huida con el elemento robado, mientras la mujer gritaba desesperadamente alertando a los vecinos de la cuadra, quienes salieron de sus casas para ver lo que pasaba. Algunos de ellos iniciaron una persecución contra la motocicleta que, según los testimonios, apenas alcanzó a recorrer unos pocos metros. Al llegar a la esquina de Liniers y Marcos Paz, Ducca se bajó del rodado y corrió, logrando escapar con la cartera de la joven por la calle Marcos Paz. David Moreira, el chico de 18 años que conducía, siguió con la moto en el sentido opuesto, pero fue alcanzado rápidamente por una camioneta blanca, que lo chocó y lo hizo caer al piso. Allí fue atrapado por los enfurecidos vecinos y, según algunas versiones, por decenas de hinchas de Rosario Central que se habían reunido en el club Amistad y Unión del barrio Azcuénaga antes de ir a ver el partido al estadio de su equipo. La investigación judicial posterior demostró que Moreira fue arrastrado 50 metros y atacado a golpes y patadas. El fiscal sostuvo que la golpiza duró 15 minutos y que participaron de ella entre 30 y 50 personas que agredieron al joven, entre otras cosas, con la moto que manejaba y con la puerta de un auto. En un video que se dio a conocer días después se ve a dos personas dándole patadas en la cabeza, mientras otra decena de jóvenes participan en situación expectante. De fondo, algunos gritos pedían que dejaran de golpearlo. Luego de la paliza, Moreira quedó tendido en la calle alrededor de una hora hasta que llegó un patrullero del Comando Radioeléctrico y lo trasladó al Hospital de Emergencias Dr. Clemente Álvarez de Rosario. El chico presentaba graves traumatismos y pérdida de masa encefálica. “Le partieron la cabeza”, indicaron fuentes del hospital. Falleció tres días después.
El asesinato colectivo de David Moreira pudo haber sido tramitado en la coyuntura argentina como “una muerte más” de un joven pobre en un barrio popular. Sin embargo, el hecho cobró una gran repercusión en los medios masivos de comunicación, mientras decenas de casos se repetían alrededor de todo el país. A pesar de que las escenas de violencia mostraban características similares a hechos como grescas de jóvenes a la salida de discotecas o ataques de hinchadas de fútbol, los hechos que se produjeron entre marzo y abril de 2014 fueron denominados como “linchamientos”, instalándose por primera vez en la discusión pública ese “problema”.
Lo que distinguía (y, en algunos casos, legitimaba) a estas violencias de otras era que las acciones linchadoras se constituían como actos de “justicia por mano propia”, en la medida en que pretendían “castigar” (vale decir, devolver cierta cantidad de violencia) a individuos que presuntamente habían cometido algún delito previo. Sin entrar en el debate acerca de la definición de los hechos, nos preguntaremos aquí acerca de las características de estas acciones, su aparente novedad y las condiciones de posibilidad de su emergencia en el contexto de las transformaciones recientes de la acción colectiva. Abordaremos estas cuestiones a la luz de las experiencias en otros países de la región, proponiendo una agenda de investigación que trascienda los abordajes existentes.
II
Desde finales de los años 80, la emergencia y extensión de los linchamientos instalaron al problema en las agendas mediáticas y científicas en algunos países de América Latina. Más allá de las particularidades de cada país, entre las causas de este proceso se mencionan: el aumento en la desigualdad social, la fragmentación y la segregación entre clases; la generalización de la violencia social y el crimen (ya sea organizado o “común”); una supuesta incapacidad estatal para responder a la emergencia de estas múltiples y fragmentadas violencias; la posibilidad de activar acciones colectivas entre las redes de organización comunitaria y territorial de la sociedad civil; el aumento del temor social hacia el delito violento y la emergencia de la (in)seguridad como problema público; entre muchas otras. Buena parte de las investigaciones latinoamericanas han trabajado con la hipótesis de que los linchamientos se producen en escenarios de fragmentación social en los que el Estado es incapaz de garantizar el monopolio de la violencia legítima. Sobre el trasfondo de esta “crisis de autoridad” surgirían múltiples violencias, entre ellas, la linchadora. Al poner el foco principalmente en describir las falencias institucionales para prevenir y castigar delitos, estos trabajos dieron por sentado que la población respondería automáticamente ante la “impunidad” generalizada.
Desde otro punto de vista, sin embargo, se ha investigado la capacidad y el sentido otorgado por los sujetos implicados en la organización de las acciones colectivas violentas. Así como E. P. Thompson rechazaba las explicaciones que reducían al “hambre” las causas de las revueltas populares del siglo XVIII, los esfuerzos de algunos trabajos (entre los cuales nos encontramos) se dirigieron a exponer los sustratos organizativos de los grupos violentos, así como el “universo moral” de los valores amenazados e hipotéticamente defendidos por la violencia colectiva. Un enfoque de este tipo ha mostrado que lo que aparecía bajo el nombre de linchamientos agrupa a un conjunto de acciones colectivas heterogéneas. En particular, nuestras conclusiones para el caso mexicano han detallado los tres tipos distintos de linchamientos existentes en ese país en función del grado de coordinación de las acciones colectivas implicadas en ellos: linchamientos escasamente coordinados, efímeros y producidos por individuos sin relaciones previas a los hechos en espacios de circulación urbanos como calles céntricas y transportes públicos; linchamientos de grado de coordinación medio, en los que se concretan acciones complejas como la retención del cuerpo del linchado y negociaciones con las fuerzas de seguridad; y linchamientos altamente coordinados o ritualizados, organizados por colectivos preexistentes que actúan según un guion establecido y repetido de acciones, por ejemplo, el traslado el cuerpo del linchado a la plaza principal de pueblos o ciudades pequeñas. La descripción de los distintos tipos no sólo nos ha acercado más detalladamente a aquello que pretendíamos explicar, sino que nos ha permitido mostrar las relaciones concretas que cada acontecimiento tiene con las instituciones estatales. Las acciones ritualizadas desplegadas en muchos de los pueblos originarios de la zona metropolitana del valle de México y del centro-sur del país se han constituido como una performance incluida en el repertorio de acciones colectivas, tendiente a ejercer un control social popular y comunitario en muchas ciudades del México contemporáneo. Junto con las autodefensas, las policías comunitarias y los “cierres urbanos” (porciones cada vez más grandes de la ciudad auto-cerradas a la circulación, constituidas de hecho como barrios privados), los linchamientos ritualizados y las amenazas ciudadanas de linchamiento son un ejemplo de “vigilantismo”, entendido como “aquellas acciones de la sociedad civil tendientes a controlar, vigilar y castigar de manera más o menos espontánea hechos considerados injustos”. La propia dinámica de los linchamientos “callejeros” (acciones efímeras en las que, por ejemplo, un grupo de pasajeros de un trasporte público pesca a un supuesto ladrón y lo golpea), en cambio, no permite incluir estos eventos como actos “vigilantes”.
III
En Argentina el tema estuvo prácticamente ausente de los debates hasta que, como vimos, en 2014 se produjo un “ciclo de linchamientos” (entre el 28 de marzo, día en que atacaron a Moreira, y el 13 de abril de aquel año distintos medios de comunicación nacionales y locales registraron 22 linchamientos en todo el territorio nacional) precipitado por el asesinato colectivo de David Moreira. Las ciencias sociales trabajaron la cuestión fundamentalmente en torno a la descripción de los sentidos comunes hegemónicos que posibilitan este tipo de prácticas violentas, aunque llamativamente no se hicieron relevamientos que obtuvieran esas percepciones de primera mano. A diferencia de las discusiones en otras latitudes de nuestro continente, el foco de los trabajos académicos no se puso en la desconfianza de la sociedad civil ante las incapacidades estatales para administrar justicia. Buena parte de las producciones se dedicaron a analizar el tratamiento que los medios masivos de comunicación les dieron a los hechos o a exponer los casos de linchamientos como representantes de la penetración en la sociedad de los discursos de la (in)seguridad, que promueven percepciones y afectividades discriminatorias y violentas hacia la población pobre asociada a la figura del delincuente.
Sin embargo, unos años antes, González, Ladeuix y Ferreyra habían argumentado en Acciones colectivas de violencia punitiva en la Argentina reciente (2011), que los linchamientos no eran la única forma en la que se manifiesta la violencia colectiva en Argentina. Estos autores construyeron el concepto de acciones colectivas de violencia punitiva (ACVP) para dar cuenta de los modos en que se presentan las represalias violentas en nuestro país, mostrando que no se atacan únicamente a personas, sino también a cosas. Las ACVP referían fundamentalmente a los ataques a viviendas de presuntos homicidas, violadores o perpetradores de “crímenes aberrantes”. Retomando estos trabajos, hemos mostrado recientemente que las ACVP en Argentina se pueden agrupar en estallidos, ataques y linchamientos. A nivel general, proponíamos enmarcar su crecimiento en el proceso de transformaciones de la acción colectiva en las últimas décadas en Argentina. Teniendo en cuenta la forma, las ACVP se inscriben en la extensión de la acción directa, específicamente los formatos violentos de acción como estallidos y saqueos. Desde el lado del contenido, las ACVP se articulan con las demandas de justicia y lucha contra la impunidad desarrolladas en el espacio público desde la recuperación democrática. Complejas y polisémicas, las demandas de justicia en nuestro país han expresado la defensa de los derechos humanos y la denuncia del genocidio de Estado cometido durante la última dictadura militar, la lucha contra la violencia institucional y los crímenes policiales hacia los sectores populares, las protestas de familiares y amigos de víctimas de tragedias y accidentes que convulsionaron la opinión pública y las demandas de mayor dureza punitiva anclada en los discursos de la (in)seguridad.
Nuestra tipología (estallidos, ataques y linchamientos), construida a partir de los principales atributos de las acciones colectivas implicadas en su desarrollo, pretende mostrar esta heterogeneidad. Los estallidos sociales en respuesta a violencias previas, por ejemplo, surgen a partir de delitos conmocionantes (muchos de ellos eventos de violencia institucional cometidos por las propias fuerzas de seguridad) en los que generalmente se atacan edificios públicos. La participación masiva de personas, la extensión en el espacio y el tiempo de las acciones caracterizan a este formato de acción incluido en el repertorio de protesta de las movilizaciones argentinas desde los años 90.
Los ataques, por otra parte, suponen menor intensidad en la violencia y una participación menos masiva, aunque pueden involucrar mayores grados de organización. Corresponden a los ejemplos de destrucciones de viviendas de supuestos delincuentes mencionados por González. Estas acciones suelen producirse en los barrios de las periferias urbanas, lugares en los que los clivajes territoriales suelen organizar la participación política de los sectores populares. Con ellas generalmente se pretende “castigar” al autor del delito previo, pero también escenificar y publicitar el repudio moral del barrio ante hechos considerados inaceptables.
Los linchamientos, por último, se presentan generalmente como acciones efímeras, espontáneas y en lugares de tránsito urbano. Excepto algunos casos de agresiones en contextos de barrios empobrecidos, la mayoría de los casos registrados muestran desconocimiento tanto entre atacantes y atacados como entre los propios atacantes. Las acciones suelen precipitarse luego de que el presunto ladrón (el 90% de los linchamientos argentinos se producen luego de robos comunes), sin armas de fuego y en inferioridad numérica, es capturado por un colectivo de personas que lo agrede hasta entregarlo a la policía (son muy excepcionales las acciones que culminan con la muerte del linchado). La gran mayoría de los linchamientos en nuestro país, por lo tanto, se corresponden con las acciones escasamente coordinadas que describimos para los linchamientos en México. Así, pues, una mirada en detalle nos aleja de la versión “vigilante” de los hechos, dado que las acciones no se inscriben en procesos de organización civil que disputan y/o reemplazan a las fuerzas de seguridad estatales y a las instituciones penales vigentes. Por esta razón, la caracterización como episodios de “justicia por mano propia” no refleja el carácter precario, espontáneo y desorganizado de las represalias violentas.
En efecto, dado que se producen luego de hurtos callejeros que trastocan experiencias urbanas habituales, los linchamientos responden a un ataque intempestivo que rompe parcial y momentáneamente los sentidos de quienes lo sufren; en un contexto en el que existe una “oportunidad” para devolver la agresión a los atacantes iniciales: la indefensión del presunto ladrón (que está desarmado, por ejemplo) y el involucramiento de otras personas en la golpiza. Entender las razones por las cuales individuos que no fueron directamente afectados por el asalto original se sienten interpelados para sumarse o emprender la violencia colectiva constituye una de las claves para comprender los hechos (en muchos casos, incluso, el grupo agresor está conformado por algunos individuos que ni siquiera observaron el robo que precipitó las acciones). Algunos de los testimonios que pudimos recabar muestran que la experiencia de presenciar un robo parece actualizar emociones y sentimientos en relación a delitos sufridos previamente por los entrevistados o por sus allegados, motivando una comprensión hacia los afectados por el robo y una distancia (en algunos casos extrema) con los presuntos ladrones. En muchos casos, la empatía con las víctimas está dada por lo que representan sus personificaciones: las agresiones a personas consideradas “débiles” o “indefensas” como niños, ancianos, o mujeres embarazadas (como en el caso del linchamiento a Moreira) suelen ser fuertemente repudiadas. En este sentido, es necesario profundizar abordajes en torno a una sociología de las emociones que nos permitan acercarnos al universo de sentido de los que linchan y ligar concretamente sus percepciones con los discursos e ideologías circulantes. Sin negar la presencia de discursos xenófobos y descalificadores (discursos que hemos demostrado que existen entre los colectivos atacantes en nuestra investigación) debemos indagar más y mejor entre las sensaciones y moralidades de los grupos que ejercen violencia en situaciones particulares. Colocar la violencia en los contextos en los que se produce nos evita sostener prejuicios y caer en definiciones abstractas que, a nuestro juicio, nos alejan de la comprensión del problema. Nunca está de más recordar que una hermenéutica de los linchamientos no significa una legitimación o justificación de los hechos. Porque hasta las acciones más repudiables deben ser comprendidas si queremos empezar a transformar los sentidos comunes que profundizan la desigualdad en nuestra sociedad.
*Por Leandro Gamallo para Revista Bordes / Foto de portada: Colectivo Manifiesto