La Utopía por Asalto #2: La Revolución Rusa como parteaguas de un siglo
A 100 años de la revolución que eclosionó todos los esquemas teóricos del materialismo histórico y que conmocionó al mundo entero, La tinta invitó a distintxs intelectuales y compañerxs de diversos espacios a que escribieran para repensar los legados de la revolución rusa hoy.
¿Qué tuvo y qué tiene Rusia para convidarle a nuestro presente, en el que todos los lazos sociales parecen resquebrajados? Nosotrxs creemos que nos puede enseñar todo. Precisamente se trató de la primera vez en la historia que una clase explotada intentó modelar un mundo según sus ideas. Pese al panorama arrollador de la Rusia zarista, el pueblo ruso superó todos los diagnósticos, reventó todos los esquemas.
Quienes lean las siguientes páginas del dossier «La Utopía por Asalto» encontrarán artículos y criterios variados: desde análisis históricos y repaso de las repercusiones de la revolución a nivel nacional o provincial, hasta su efecto en procesos sociales locales (como la reforma universitaria) o consecuencias en la cultura.
Con este compilado de textos proponemos volver sobre nuestras luchas y demandas como trabajadores para descubrir nuevas y mejores formas de organizarnos.
La Utopía por Asalto #2: La Revolución Rusa como parteaguas de un siglo
Por Omar Acha para La tinta
Los centenarios suelen ser benévolos. Tienden, como acontece a menudo con la memoria, a limar las aristas cortantes de la experiencia histórica y de los desacuerdos suscitados sobre ella. Por otra parte, cuando se los considera como “hechos históricos”, clausurados, el carácter inofensivo que así se les impone los ha desgastado. Son filos que ya no cortan. Entre tantas conmemoraciones, hay un riesgo de domesticar el recuerdo de la Revolución Rusa de 1917.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la Revolución Rusa despertó un “temor rojo”, un miedo a la revolución en otros países.
El desarrollo del nacionalismo excluyente, oligárquico, en la Argentina encuentra en el miedo a la diseminación global de la revolución proletaria uno de sus acicates decisivos. También el nacionalismo inclusivo, popular o populista, encontró en el peligro revolucionario socialista un aliciente para reorientar las políticas económicas y sociales en una fórmula que integrase a la temida conflictividad obrera en el marco de una nacionalidad armónica, con mayor justicia distributiva.
Había que moderar la explotación de las masas para evitar males peores y neutralizar los movimientos revolucionarios. Pero en el Estado keynesiano, la dinámica democratizante así abierta fue más lejos de lo imaginado. No porque cuestionara el capitalismo al que se propuso rescatar de su propio egoísmo, sino porque los actores históricos se tomaron en serio sus promesas de una sociedad menos injusta. De allí la conflictividad que persistió en el mundo capitalista durante todo el siglo XX.
Por supuesto, ese temor a la revolución recorrió un camino diferente al de la evolución de la geopolítica soviética, sobre todo después de la victoria de Stalin, en 1929, con su resignación al “socialismo en un solo país”. Es que si el movimiento comunista liderado por la dirigencia bolchevique desde 1919 (la Tercera Internacional) siguió en teoría los lineamientos decisivos por Lenin y sus camaradas, en verdad las realidades nacionales de los nuevos partidos comunistas fue diversa. No podía ser de otra manera. Pronto se observó que el poder bolchevique pugnaba por persistir en lo que desde 1922 se denominó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), y lejos estaba de ser la conspiración mundial de inmenso poder temido por la propaganda antisoviética.
La historia de los efectos situados de la Revolución Rusa debe entonces reconocer sus variaciones locales, las maneras en que las nuevas organizaciones comunistas se comprometieron con una revolución que para ser exitosa solo podía ser mundial. En trabajos recientes, dos historiadores argentinos, Roberto Pittaluga y Hernán Camarero, han reconstruido –por ejemplo– las repercusiones, usos e interpretaciones del hecho revolucionario ruso en la Argentina. De los mismos no se deriva una imagen unitaria de lo que el historiador anticomunista francés François Furet concibió como una “ilusión” que capturó el pensamiento de varias generaciones fuera de la URSS. Las maneras de “leer” el acontecimiento suscitaron encontradas interpretaciones, cambios y matices.
Pero Furet, como Eric Hobsbawm, tiene razón al subrayar el alcance “histórico-mundial” de la Revolución Rusa. Porque conectada estrechamente con la Primera Guerra Mundial, la Revolución inauguró el difícil siglo XX, un siglo de guerras catastróficas, de revoluciones complejas, en compañía de un capitalismo que tuvo su treintenio dorado (1945-1975) tras el cual se reveló la presencia de una larga crisis que lejos de ser terminal parece consolidarse como el estado de extraña normalidad.
Después de la Revolución Rusa nada fue lo mismo. Nacieron los fascismos y alternativas reactivas al comunismo. Las izquierdas se dividieron respecto de la Unión Soviética. Se ensayaron nuevas vías de una revolución anticapitalista, las que tuvieron que dar cuenta de la existencia de la URSS. La Revolución Rusa marcó un antes y un después en la geopolítica, en la política mundial.
Lo hizo a tal punto que luego la Revolución China, aquella que a pesar o en razón de sus sorprendentes giros hacia la hegemonía del mercado capitalista global, hoy es algo así como una sobrevida del comunismo en su versión burocratizada.
Al mismo tiempo, es igualmente convincente que tras el bienio de desmoronamiento del “socialismo real”, en 1989-1991, el ciclo revolucionario fue clausurado. No ocurrió desde el exterior, a través de una guerra o una invasión, sino por el derrumbe de un sistema que había perdido hacía tiempo su competencia productivista, tecnológica y militar con Estado Unidos y la OTAN.
Es viable dar por cerrado el ciclo histórico de la Revolución Rusa. Al respecto las posturas son también múltiples. Por ejemplo, se la ha considerado clausurada y “traicionada” una vez que Stalin impulsó las políticas más violentas y centralistas, en 1929. También la victoria del recién formado Ejército Rojo en la guerra civil, y la consolidación de la Nueva Política Económica, hacia 1922, es una candidata para definir el ocaso del proceso revolucionario, el que sería continuado por otro ligado a la construcción de un nuevo orden. Otras interpretaciones prefieren destacar la clausura de los impulsos creativos de la revolución con las purgas de 1936-1938. En fin, para avanzar más rápido, también se ha pensado que el cierre hacia 1991 dibuja la trayectoria de más de siete décadas, y que el modo de desaparecer que tuvo el régimen burocrático dice mucho sobre sus orígenes y naturaleza. Tales divergencias ocuparán a los debates de los historiadores. Para el público no académico, la Revolución Rusa es parte del pasado. La interrogación es a qué tipo de pasado pertenece.
Un acontecimiento pasado puede tener distintas cualidades. Puede ser un pasado muerto, agotado, que no nos dice nada. O puede ser un pasado que conmueve algo del presente. A menudo ocurre que esa capacidad para conmover está en el presente que recuerda, en el hoy que piensa al ayer. Creo que ese será el estatus de la Revolución Rusa. Seguramente una vez que transcurran semanas de las conmemoraciones de su centenario, de las discusiones suscitadas al respecto, tendrá una presencia marginal en el atareado mundo en que vivimos.
Le sucederá lo que le ha ocurrido a todas las revoluciones, pues todas de alguna manera han fracasado, fueron “incompletas” o fueron olvidadas. Pero renacieron cuando otras voluntades revolucionarias apelaron a la memoria de las experiencias pretéritas para comprender sus desafíos inéditos. Porque las revoluciones, aunque se parezcan a otras, siempre son únicas. Entonces los viejos fantasmas de la Revolución Rusa, con todas sus contradicciones, se alzarán de la tumba del olvido para recorrer en las palabras de otras generaciones el eterno sueño de la emancipación. Es tarea de los vivos el invocar aquellos nombres, sin sumisiones, para recoger el legado del pasado.
* Por Omar Acha para La tinta