Los Detectives Salvajes: “Todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como tragedia”
#Novelasparaleer por Manuel Allasino
La quinta novela del escritor chileno Roberto Bolaño, Los Detectives Salvajes, publicada en 1998, sobresale no porque se haya desprendido de todo aliento vanguardista sino justamente porque discute con las vanguardias. Una constante idea de elogio y parodia de las vanguardias latinoamericanas sobrevuela toda la novela.
Los Detectives Salvajes está dividido en tres partes: “Mexicanos perdidos en México (1975)”, “Los detectives salvajes (1976 -1996)” y “Los desiertos de Sonora (1976)”.
La primera parte es narrada en clave de diario personal por uno de los personajes principales, Juan García Madero. Cuenta cómo conoce a los poetas del movimiento literario realismo visceral, que a su vez es un homenaje a otro movimiento literario del mismo nombre surgido en la década de 1920 y liderado por la poetisa Cesárea Tinajero, cuyo paradero se desconoce. García Madero termina formando parte de ese grupo, que es liderado por Ulises Lima y Arturo Belano, abandonando los estudios, alejándose de su familia e iniciándose en el sexo, además de empezar a escribir sus primeros poemas.
“No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo Juan García Madero, estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche. O al menos una buena parte. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el taller de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse (…). No sabía sin embargo, lo que era una pentapodia (que, como todo el mundo sabe, en la métrica clásica es un sistema de cinco pies), tampoco sabía lo que era un nicárqueo (que es un verso parecido al falecio), ni lo que era un tetrástico (que es una estrofa de cuatro versos). ¿Que cómo sé que no lo sabía? Porque cometí el error, el primer día de taller, de preguntárselo. No sé en qué estaría pensando. El único mexicano que sabe de memoria estas cosas es Octavio Paz (nuestro gran enemigo), el resto no tiene ni idea, al menos eso fue lo que me dijo Ulises Lima minutos después de que yo me sumara y fuera amistosamente aceptado en las filas del realismo visceral”.
Paralelamente al ingreso en el realismo visceral, García Madero comienza una relación con Rosario, una mesera del café, al cual van los real visceralistas. Rosario lo invita a vivir con ella; él acepta, amargando aún más la relación con sus tíos. Pero unas semanas después vuelve a casa de los Font, donde se encuentra refugiada Lupe, una prostituta que ha abandonado a su proxeneta de nombre Alberto. Una noche, casi por equivocación, y sin verdaderas intenciones, García Madero se acuesta con Lupe.
En la segunda parte de la novela, a la cual Bolaño la tituló: “Los detectives salvajes (1976-1996)”, se describen los testimonios en primera persona de 52 personajes distintos, que tuvieron relación con Arturo Belano y Ulises Lima, durante los años 1976 y 1996.
“Auxilio Lacouture, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, México DF, diciembre de 1976. Yo soy la madre de la poesía mexicana. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Yo conocí a Arturo Belano cuando él tenía dieciséis años y era un niño tímido y no sabía beber. Yo soy uruguaya, de Montevideo, pero un día llegué a México sin saber muy bien por qué, ni a qué, ni cómo, ni cuándo. Yo llegué a México Distrito Federal en el año 1967 o tal vez en el año 1965 o 1962. Yo ya no me acuerdo ni de las fechas ni de los peregrinajes, lo único que sé es que llegué a México y ya no me volví a marchar. Yo llegué a México cuando aún estaba vivo León Felipe, qué coloso, que fuerza de la naturaleza, y León Felipe murió en 1967 o sea que yo tuve que llegar antes de 1967”.
Entre los distintos testimonios, aparecen intercalados, los de Amadeo Salvatierra. Gracias a Amadeo, Arturo Belano y Ulises Lima ven por primera vez un poema de Cesárea Tinajero, el cual consiste en una sucesión de tres dibujos. A su vez, Salvatierra informa a los dos poetas de la intención, varios años atrás, de Cesárea Tinajero de trasladarse a Sonora, única pista con la que cuentan para localizar su paradero.
“Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Y entonces uno los muchachos me dijo: ¿dónde están los poemas de Césarea Tinajero?, y yo salí del pantano de la muerte de mi general Diego Carvajal o de la sopa incomestible e incomprensible que cuelga, creo yo, sobre nuestros destinos como la espada de Damocles o como un anuncio de tequila, les dije: en la última página, muchachos, y miré sus rostros fresquitos y atentos y observé sus manos que recorrían esas viejas hojas y luego volví a observar sus rostros y ellos entonces también me miraron y dijeron ¿no nos estarás vacilando, Amadeo?, ¿te sientes bien, Amadeo?, ¿quieres que te preparemos un café, Amadeo?, y yo pensé, ah, caray, debo estar más borracho de lo que creía, y con pasos vacilantes me levanté, me acerqué al espejo de la sala y me miré la cara. Seguía siendo yo mismo. No el yo mismo al que bien o mal me había acostumbrado, pero yo mismo. Y entonces les dije, muchachos, lo que necesito no es café sino un poco más de tequila y cuando me hubieron traído mi copa y la hubieron llenado y hube bebido pude separarme del pinche azogue del espejo en el que estaba apoyado, quiero decir: pude despegar mis manos de la superficie de aquel viejo espejo (no sin antes ver, por cierto, cómo quedaban marcadas las huellas dactilares de mis dedos en su superficie, como diez jetas diminutas que me decían algo al unísono y con una velocidad sorprendente que me impedía cualquier entendimiento). Y cuando hube vuelto a mi sillón les volví a preguntar qué era lo que opinaban ahora que tenían ante sí un verdadero poema de la mera Césarea Tinajero, ya sin ninguna lengua de por medio, el poema y nada más, y ellos me miraron y luego, sosteniendo ambos la revista, se sumergieron otra vez en ese charco de los años veinte, en ese ojo cerrado y lleno de polvo, y dijeron caray, Amadeo, ¿esto es lo único que tienes de ella?, ¿éste es su único poema publicado?, y yo les dije o tal vez les susurré: pues sí, muchachos, no hay más. Y añadí, como para medir lo que de verdad sentían: ¿decepcionante, no? Pero ellos creo que ni me escucharon, tenían sus cabezas muy juntas y miraban el poema, y uno de ellos, el chileno, parecía pensativo, mientras su compinche, el mexicano, se sonreía, imposible desalentar a esos muchachos, reflexioné, y luego dejé de mirarlos y de hablar y estiré mis huesos en el sillón, crac, crac, y uno de ellos al oír el sonido levantó la vista y me miró como para asegurarse de que no me había descuajaringado, y luego volvió a Cesárea y yo bostecé o suspiré y por un segundo, pero muy lejanas, pasaron ante mis ojos las imágenes de Cesárea y de sus amigos, iban caminando por una avenida de la parte norte del DF, y entre sus amigos me vi a mí mismo, qué cosa más curiosa, y volví a bostezar, y entonces uno de los muchachos rompió el silencio y dijo con voz clara y bien timbrada que el poema era interesante, y el otro lo apoyó en el acto y dijo que no sólo era interesante sino que él ya lo había visto cuando era un escuincle. ¿Cómo?, dije yo. En sueños, dijo el muchacho, no debía tener más de siete años y estaba afiebrado”.
En la tercera y última parte de la novela, titulada: “Los Desiertos de Sonora (1976)”, se continúa la narración de García Madero donde había quedado al final de la primera parte, y recoge los escritos de su diario del 1 de enero al 15 de febrero de 1976.
Los detectives salvajes, puede entenderse y leerse, como una novela híbrida, porque tiene componentes de la crónica policial, la periodística, y también propios del cine, como el thriller, al final de la primera parte.
*Por Manuel Allasino para La tinta