¿Fármacos o angustia?: neoliberalismo y neurociencias
Por Manuel Figueroa, Adrián Lavaroni, Facundo Ortega y Marcelo Piñeyro para La tinta
Los imperios nos dominan y nos explotan, y la ciencia hace varios siglos es la encargada de producir conocimiento “válido y confiable”, para los grupos concentrados de poder. Mientras tanto la neurociencia es el reflejo 2.0 de todo esto. Esta crítica no va dirigida a aquel sector de la ciencia, o de la neurociencia, que ha podido desligarse de esta brutal lógica de dominación imperial, va dirigida al resto. De esta manera, cuando en este texto nos refiramos a ciencia o neurociencia, sólo nos referimos a este resto.
El saber neurocientífico no se limita sólo al campo académico y de investigación. Cada día la divulgación de este cuerpo de conocimientos cobra mayor importancia en la sociedad por fuera de estos ámbitos. A través de libros, eventos, y diferentes personalidades de constante aparición en los medios de comunicación, se construye un saber neurocientífico de alcance masivo. El “neuro-conocimiento” que se divulga en los ámbitos no-científicos no se limita a la descripción y explicación de los fenómenos dentro del laboratorio, sino que se extrapola salvajemente: realidades como la pobreza, el hambre y la locura, ámbitos como la educación, el liderazgo y la política, y un largo etcétera que cada uno podrá corroborar pasando por cualquier librería y observando cuántos libros con la palabra cerebro o el prefijo neuro, se exhiben en la vidriera; son “explicados” y justificados por este conocimiento a partir de neurotransmisores, áreas cerebrales e imágenes de cerebros iluminados. La moda y la industria parecen ir de la mano.
¿Qué nos ofrecen hoy las neurociencias? Detenerse a reflexionar en la trascendencia de los estudios que toman como base al cerebro para explicar absolutamente todo, nos enfrentará, y no será de forma inaudita, con la pregunta: ¿qué intereses representan estas investigaciones? Este último interrogante nos invita a meditar en el trasfondo político que se enmascara detrás de «bambalinas”, en el escenario del campo neurocientífico del siglo XXI. Esto trae aparejado indagar sobre quiénes financian las investigaciones, bajo qué criterios y quiénes o qué sectores poblacionales, industriales y tecnológicos se ven beneficiados.
La caja negra de la ciencia
A través de la razón, y con el método como bandera, se busca describir, ordenar y explicar diversos fenómenos a partir de supuestas leyes que se encuentran invisibles en la naturaleza. Sin embargo, poco se dice de las reglas y los supuestos (filosóficos, ontológicos, metodológicos, políticos y éticos) que intervienen en esto que entendemos como producción científica de conocimiento.
La tragedia dramatúrgica del campo neuro-hegemónico, encuentra una analogía que puede ayudarnos a engarzar algunos aspectos que se camuflan recónditos en la “caja negra” de la ciencia, aquello que no se cuestiona, ni sobre lo que se problematiza.
Imaginemos por un momento, con todas las salvedades y pormenores que ello requiere, la división del trabajo y la división de los procesos psíquicos de manera idéntica. Esto permite entender el abordaje que las neurociencias realizan acerca del ser humano a partir de su analógica comparación con las lógicas de producción propias del modelo económico capitalista (ya sea a partir del modelo fordista de producción en serie o del modelo toyotista de producción especializada).
Siguiendo lógicas toyotistas, la neurociencia ha dividido los procesos psíquicos para su estudio. Así podemos encontrar científicos que se especializan en memoria, percepción, atención, estrés, depresión, etc. Luego de que cada “obrero” neurocientífico realiza su parte seriada del trabajo de comprender los mecanismos subyacentes a los diversos fenómenos en los que se ha dividido el funcionamiento cerebral, llega el momento de ensamblar todo. La gran cinta seriada y especializada entrelaza las investigaciones con el “pegamento” que llamamos: neurotransmisores: microscópicos químicos que están dentro de nuestro cerebro, se liberan para que este funcione correctamente y en caso contrario, pueden ser corregidos por alguna píldora mágica.
El destino final de la gran cinta que acarrea los estudios seriados y divididos (especializados) de los procesos cerebrales a los que se reduce el psiquismo -como si fuesen intrínsecamente distintos y diferenciados-, es la industria tecnológica y, para ser más puntuales a los propósitos de este escrito, uno de sus efluentes: la industria farmacéutica. Para comprender el final de esta tragedia con más claridad, es necesario remitirse a la noción de medicalización.
La medicalización implica, entre otros aspectos, concebir problemas cuyas causas no son esencialmente orgánicas como si lo fuesen, utilizando como herramienta la conversión de estas problemáticas en trastornos o afecciones que se tornan ubicables en un catálogo de trastornos psiquiátricos. Conforme más se actualiza este catálogo, a más personas incluye dentro de los percentiles de patologización- y, por ende, tratables mediante alguna clase de fármaco (por ejemplo, pensemos en el hiper-diagnosticado TDAH).
Considerando esto les explicaremos nuestro punto: el problema radica en la extrapolación del conocimiento desde un contexto controlado hacia un contexto complejo, y en la utilización de este conocimiento para el control de la neurotransmisión de la sociedad, que no se incluye en los límites de normalidad definidos por una asociación de psiquiatría norteamericana. Y no sólo eso, sino la inferencia y la explicación sobre fenómenos que poco tienen que ver con el cerebro. Por ejemplo, cómo funciona la sociedad; cómo debe educarse; cómo debería pensarse un sistema de gobierno tomando como analogía al cerebro; cómo entender nuestras emociones y sentimientos; cómo debe pensarse la pobreza.
De la angustia al dolor
La tragedia de la neurociencia es que busca una causa última para poder explicar el sufrimiento y el dolor de los pueblos. Esa causa última claramente la ubica en nuestras y en sus propias cabezas, más precisamente en lo que hay dentro: nuestros cerebros.
La reducción de la Angustia -sí, en mayúscula- al mero dolor, es parte de esta tragedia. ¿Qué sabe una pastilla de mi Angustia? ¿Cómo comprenden el insomnio que ayer me acompañó? ¿Qué sabe el alprazolam de la Angustia que recorría con fuerza mi cuerpo como el abrazo de una ola en Playa Grande? Angustia que, como decía Antonin Artaud, “la medicina desconoce”, “la angustia que hace a los locos, la angustia que hace a los suicidas, la angustia que hace a los condenados”.
Estos cuestionamientos explican, quizá, los motivos por los cuales buscar las respuestas a ellas es un dilema complejo. La angustia no puede ser operacionalizada ni racionalizada, su complejidad obedece a un nivel de análisis que no es propio del campo neurocientífico. En cambio, el dolor puede ser medido, analizado o apaciguado. El dolor puede calmarse.
Colocar el eje de la mirada de la neurociencia y la industria farmacéutica en el dolor -o su equivalente en algún diagnóstico-, es uno de los aspectos que reflejan minuciosamente los intereses políticos detrás de las investigaciones que justifican la medicalización. Estos terminan generando condiciones que moldean la arcilla compuesta de supuestos filosóficos, epistemológicos, ontológicos, metodológicos, éticos y políticos que crean las bases de los productos hechos a imagen y semejanza del imperio (de tinte neoliberal y tecno-industrial), y son arrojados para reproducir sus prácticas.
La ética del silencio
En el libro de Gisela Untoiglich llamado En la infancia los diagnósticos se escriben con lápiz, trabajan un aspecto que devela las promesas de la ciencia moderna, y cómo a través de un triple eje (proceso de medicalización, proceso de patologización y proceso de medicamentalización) se analizan las percepciones y reacciones de distintos actores ante los “fracasos” de los niños/as en sus aprendizajes. En la primera parte del libro, sobretodo en su segundo artículo, trabaja cómo se produce conocimiento científico supuestamente verdadero, para poder soportar las teorías que justifican la medicalización, patologización y medicamentalización de niños que atraviesan procesos diversos en su aprendizaje cotidiano.
Recuperamos esto porque creemos que la medicalización de la infancia revela fuertemente, la ética de los estudios neurocientíficos, biologicistas y reduccionistas. Reducir las causas de los procesos diversos y heterogéneos de aprendizaje de niños y niñas a “razones” orgánicas medicamentalizables, no hace más que silenciar opulentamente síntomas que molestan en los espacios de enseñanza. Y esto teniendo en cuenta que los medicamentos distribuidos, como la ritalina (metilfenidato) para trastornos de déficit de atención, no tienen un sustento fuerte desde la neurociencia como el que es expuesto, sino que responden más a construcciones sociales soportadas en la ideología.
Así, la ética neurocientífica hegemónica se presenta como la reflexión de que el bien óptimo al que se aspira debe soportar normas, dogmas y prácticas que no se sostienen más que por creencias enmascaradas de verdades científicas. El silencio aquí es la ética del escenario: calle, aprenda y obedezca, nosotros sabemos lo mejor para usted.
Difusión, normalización y malestar
La reducción explicativa a nimios factores cerebrales simplifica vorazmente lo que puede ser una problemática de complejidad inmensa cuyas causas radican en factores sociales, culturales, psicológicos -y también- biológicos. Normalizar la explicación neurocientífica, como cuerpo de conocimientos hegemónico sólo servirá para reducir las problemáticas sociales a circuitos neurofisiológicos -y “solucionarlas”, como ya mencionamos, mediante alguna píldora mágica-.
Los principales productos del neoliberalismo son la disciplina y la educación. Domingo Faustino Sarmiento resume muy bien esta idea de Michel Foucault en una frase: “Disciplinar no sólo la mente, sino aún, los deseos y el corazón”. Quizá esto nos ayude a pensar por qué quieren educar nuestros cerebros.
Este proceso normalizador nos hace olvidar de lo esencial. Nos olvidamos de lo artesanal, del cara a cara, del valor de la palabra. Nos olvidamos del proceso singular, del proceso verdaderamente terapéutico, ese que permite que una persona pueda encontrarse y dialogar con su angustia, no aquel que la disfrace y la silencie -la oprima-. Oprimimos el síntoma con una pastilla y seguimos, sin preguntarnos por la calidad de vida y la complejidad de las circunstancias que causan ese síntoma, callamos el síntoma sin escuchar qué es lo que nos está queriendo decir.
Es necesario preguntarle a la Angustia qué es lo que nos advierte sobre la calidad de vida y sociedad que tenemos. Sociedad del todo-ya, sociedad que no escucha, sociedad individualizada. Malestar en la cultura. Queda en nosotros elegir qué queremos para nuestra vida: ¿Fármacos que oprimen o Angustia que nos habla?
* Por Manuel Figueroa, Adrián Lavaroni, Facundo Ortega y Marcelo Piñeyro para La tinta