La Rusia de Putin: el retorno de los vencidos
El miedo occidental emerge ante un neoliberalismo en crisis y el fracaso de la globalización. La hegemonía estadounidense está dando paso a un mundo multipolar en el que Rusia ha dejado de ser un mero actor secundario para volver a ser un Estado con iniciativa propia en la geopolítica mundial.
Por Santiago Mayor para Notas Periodismo Popular
El 9 de agosto del 1999 el presidente ruso Boris Yeltsin, declaró: “He decidido nombrar a la persona que, en mi opinión, es capaz de consolidar nuestra sociedad, garantizar la continuación de las reformas en Rusia con el apoyo de las más amplias fuerzas políticas. Él será capaz de ponerse al frente de los que en el nuevo siglo XXI tendrán que renovar nuestra gran Rusia”.
Hablaba del desconocido director del Servicio Federal de Seguridad de la Federación Rusa, Vladimir Putin, al cual acababa de nombrar primer ministro. Apenas un año después sería electo presidente por primera vez.
La Rusia humillada de los oligarcas
Con el desmembramiento de la Unión Soviética la nación rusa no sólo vio cómo los países bajo su control se independizaban, sino también un avance imparable de Occidente en su histórica zona de influencia tanto en Europa del Este como en Asia Central.
La Rusia que recibió Putin era una ex potencia decadente, alejada de la supremacía que había tenido en el contexto de la Guerra Fría, pero también de su histórico rol geopolítico antes del siglo XX. El país estaba controlado por una oligarquía de ex burócratas comunistas devenidos empresarios multimillonarios, corruptos y mafiosos, que poseían bajo su control casi todos los resortes del Estado.
La tasa de mortalidad superaba a la de natalidad desde 1992 y la deuda externa alcanzaba el 78% del PBI.
Poniendo la casa en orden
En el marco de los conflictos nacionalistas surgidos al calor de la desintegración del bloque comunista, Putin tuvo que afrontar ni bien asumió como primer ministro una situación realmente compleja.
Chechenia, unas de las repúblicas que integran la Federación Rusa, había retomado en 1991 su lucha por independizarse de Moscú. De hecho fue un Estado autónomo de facto hasta 1999. Ese año tropas chechenas invadieron la república de Daguestán (también parte de Rusia).
El nuevo mandatario ruso decidió garantizar la integridad territorial del país y las Fuerzas Armadas atacaron Chechenia llegando hasta Grozni, la capital, recuperando el control de todo el territorio para mayo de 2000.
Un hecho similar se dio en 2008 cuando el gobierno de Georgia invadió Osetia del Sur, república reconocida por Rusia pero no por el resto de la comunidad internacional. Este territorio, que contaba en aquel momento con un 90% de población con pasaporte ruso, está étnica e históricamente ligado a Osetia del Norte (otra entidad subnacional dentro de la Federación Rusa). En ese marco las tropas de Moscú se movilizaron para defender la autonomía de los osetios imponiéndose sobre los georgianos que contaban con el respaldo de Washington.
Ambos conflictos fueron vistos por Rusia como un intento de Occidente de reducir su influencia en la estratégica zona del Cáucaso que cuenta con importantes reservas de petróleo y gas.
A estos triunfos militares Putin sumó éxitos en materia económica como haber vuelto a poner a Rusia entre las economías más importantes del mundo, convertirla en la segunda exportadora de petróleo detrás de Arabia Saudita y haber bajado la inflación de un 20% anual en 2000 a un 5,3% en 2016. Además revirtió la tasa negativa de natalidad en 2013 y redujo la deuda externa al 10% del PBI.
Por otra parte, en una política que incluyó acuerdos y confrontaciones, logró “ordenar” a los grandes oligarcas y encauzarlos en función de sus objetivos.
Sin embargo estos éxitos no lo han eximido de denuncias de cierto autoritarismo, principalmente en lo relacionado a las libertades individuales.
La línea roja de Moscú
Cuando Mijaíl Gorbachov, el último jefe de Estado soviético, aceptó que la Alemania reunificada fuera parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), acordó con los mandatarios occidentales que esa política no se extendería hacia el resto de Europa oriental.
Sin embargo en 1999 fueron incorporadas a esa entidad Hungría, Polonia y la República Checa. A las que se sumaron en 2004 Bulgaria, Eslovaquia, Rumania, Eslovenia y -quizás lo más importante-, las tres repúblicas bálticas: Lituania, Letonia y Estonia. Esto implicó poner a las fuerzas militares atlantistas en la misma frontera rusa. Un proceso similar y simultáneo se dio con la expansión de la Unión Europea incorporando antiguos Estados integrantes del Pacto de Varsovia.
Todo fue acompañado de un fenómeno muy particular que se dio a comienzos de la década del 2000: las llamadas “revoluciones de colores” teorizadas por el filósofo anticomunista Gene Sharp. Se trató de manifestaciones presuntamente pacíficas contra gobernantes autoritarios, pero en realidad buscaban el cambio autoridades afines a Moscú por gobierno pro-occidentales. Las más recordadas por su éxito son las de Georgia (2003) y Ucrania (2004). Aunque hubo otras fallidas como la de Bielorrusia en 2006.
Como si esto no fuera suficiente, la OTAN desplegó su famoso “escudo antimisiles” en países como Rumania y Polonia, a distancia de fuego de Moscú.
Pero la gota que rebalsó el vaso fueron las protestas en 2014 del llamado Euromaidán en Ucrania, apoyadas desde Bruselas y Washington, que derrocaron al presidente Víktor Yanukóvich -que rechazaba ingresar a la Unión Europea-, eliminaron el sistema federal de gobierno y prohibieron la enseñanza del ruso como segundo idioma.
La reacción de Moscú fue intervenir para buscar una solución al conflicto, sin caer en la provocación de comenzar una guerra abierta. Putin actuó como mediador en la conferencia de Minsk que estableció 13 puntos para la paz en el país y abogó por una Ucrania federal que reconociera la autonomía de las regiones orientales de mayoría rusa.
Asimismo reincorporó Crimea (cedida a Ucrania en 1954) al territorio ruso poniendo sobre la mesa el derecho a la autodeterminación utilizado por la propia Ucrania cuando decidió independizarse de la URSS en 1991. Este fue quizás el punto más álgido de la nueva política internacional del Kremlin. En una acción contundente pasó a la ofensiva marcando un límite, la “línea roja” ante la avanzada occidental, en sus propias fronteras.
Si bien no se puede relacionar directamente, esta vuelta a la escena internacional ha sido acompañada de algunos logros políticos de Moscú en Europa Oriental como se vio en las elecciones de Bulgaria y Moldavia de 2016, donde candidatos afines lograron imponerse.
Esto ya ha generado paranoia en las autoridades europeas que el año pasado emitieron una resolución de censura a los medios rusos por temor a su influencia dentro de la Unión.
A pesar del estupor con el que muchos medios de comunicación informan sobre la política exterior rusa, cabe recordar que las tropas de la OTAN están apostadas en su frontera europea, flotas militares estadounidenses se pasean por sus costas orientales en el Pacífico y Washington posee bases militares en Asia Central y tropas en Afganistán.
Como contrapartida, el Kremlin no despliega su armamento sobre las costas estadounidenses sino que marca el límite en su zona de influencia y lo hace como repuesta a la agresión de otras potencias. En ese sentido cualquier planteo de poner en igualdad de condiciones las acciones de uno y otro lado, resultan -por lo menos- superficiales.
*Por Santiago Mayor para Notas Periodismo Popular.