Revolución tecnológica, el arma de doble filo
“Los robots no hacen paro”. La frase me quedó resonando en la cabeza. Sabía de algunas dificultades que podía estar trayendo la “revolución tecnológica” pero nunca había podido ponerlo en palabras tan claras, sintetizarlo con tanta precisión, tomar verdadera dimensión sobre el fenómeno, su significado y efectos.
Por Tomás Allan para La tinta
Quien haya podido ir a alguno de los aeropuertos de las ciudades más grandes de los países de Europa occidental, tales como París o Amsterdam, seguramente ha podido observar algo bastante significativo: el check-in y el despacho del equipaje ya no están a cargo de una persona atrás del mostrador. Te acercás a una telepantalla, seguís los pasos, te dan el ticket de vuelo o por internet previamente, te dirigís a la zona de despacho de equipaje en donde una máquina te recibe con los brazos abiertos para que apoyes sobre ella tu valija y la succiona luego de corroborar que no exceda el peso permitido. Allí donde antes se podía ver a una veintena de personas tras el mostrador para realizar la tarea, sólo se encuentran dos para asesorarte en caso de que tengas dificultades con el manejo de la máquina succiona-valijas.
Una semana antes de ver esto había leído una nota sobre cómo en China desde hace un tiempo se fabrican partes de casas con… impresoras 3D. Mientras tanto, en los McDonald’s euro-occidentales ya no es necesario hacer el pedido en la caja: de nuevo, una amistosa telepantalla te toma el pedido para luego simplemente retirarlo y sentarte a comer. Allí donde antes se podía ver a cinco o seis personas para atenderte, sólo hay paneles inteligentes esperando recibir las órdenes de tus dedos. Y cuando pienso que esto se termina ahí, me entero de la existencia de robots fabricantes de ventanas que hacen el trabajo que antes hacían veinte personas.
Para quienes vivimos de este lado del mundo, en donde el avance tecnológico llega con delay, ver estas cosas se hace más extraño. No tenemos demasiada conciencia de lo que se viene, de cómo la tecnología está irrumpiendo en el mundo del trabajo, modificando relaciones de fuerza en el ámbito económico, político, laboral, comunicacional y social, entre otros. Quizás pocos ámbitos estén exentos de este fenómeno.
¿No estamos acaso ante una situación muy similar a la de la Revolución Industrial de hace ya aproximadamente 200 años?
Por otro lado hay quienes dicen que la tecnología crea trabajos nuevos. No está muy claro como vaya a seguir esto pero es cierto que hoy día representa un dilema que se ha ganado con fuerza uno de los primeros puestos en las discusiones socio-económicas en diversas partes del mundo.
En una interesante nota de la BBC titulada “¿Está la desigualdad en el mundo a punto de empeorar hasta niveles impensables?”, Yuval Noah Harari, profesor del Departamento de Historia de la Universidad Hebrea de Jerusalén, da el siguiente ejemplo:
“En la industria del transporte existen miles de conductores de camiones, taxis y autobuses. Cada uno controla una pequeña parte del mercado, algo que les da poder político. Si se organizan a través de sindicatos, pueden convocar huelgas cuando el gobierno haga algo que vaya en contra de sus intereses y bloquear el sistema de transporte por completo. Pero si dentro de 30 años todos los vehículos son autónomos y carecen de choferes, su control dependería de un algoritmo controlado por una empresa. Es decir que toda la industria del transporte y ese poder económico y político que antes se repartía entre miles de personas pasaría a las manos de una sola corporación”.
Estaríamos entonces ante una situación de enorme peligrosidad, en la cual la herramienta primordial de lucha de la clase obrera para exigir mejoras, que consiste en retirar su fuerza de trabajo para paralizar la producción (la huelga o paro), se volvería, en el peor de los casos, obsoleta: ¿si ya no se necesitara la fuerza de la clase obrera para producir, qué relevancia tendría retirarla? Mejor dicho, ¿cómo retirar algo de lo que se prescindiría? Dejaríamos entonces de tener importancia económica aquellos que no poseemos los medios de producción ni controlamos las nuevas tecnologías. Y como bien señaló el profesor “carecer de utilidad es muy peligroso”.
Además, sostienen algunos economistas, quienes más sufrirán este fenómeno de expulsión son aquellos que en el llamado “mercado laboral” (no me gusta el término) desarrollan trabajos “poco calificados” (o directamente no encuentran). O sea, los más expuestos serán aquellos que no pudieron completar secundarios y que su abanico de posibilidades de trabajo es más limitado, ocupando generalmente empleos con alto grado de automatización y poca sofisticación técnica, que son, justamente, los que la tecnología viene reemplazando; condiciones que parecieran darse más en América Latina que en el hemisferio norte, en donde lo que hagamos con nuestro sistema educativo va a jugar un rol determinante como factor de inclusión social y laboral.
¿Y entonces? ¿Lo frenamos o lo dejamos avanzar? ¿Lo dejamos fluir y nos limitamos a brindar protección social? ¿Lo dejamos en manos del mercado, o del Estado, o abogamos por una revolución?
Bueno, las propuestas son varias. Desde la siempre latente idea de una revolución socialista hasta la inoxidable teoría liberal del laissez faire (“dejar hacer, dejar pasar”, y que sea lo que el mercado quiera), pasando por un gran campo intermedio muy heterogéneo en el cual se proponen distintos grados y formas de intervención del Estado tanto para regular la actividad económica propiamente dicha, como para garantizar protección social.
Dentro de este campo se encuentra, entre otros, Levy Yeyati, reconocido economista argentino y Decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella, quien hace ya tiempo viene sugiriendo la idea de una renta básica universal (la cual se está experimentando en otros países como, por ejemplo, Finlandia) que por un lado compense la pérdida de ingresos por la desaparición de puestos de trabajo y, por otro, garantice un poder de negociación mayor para los trabajadores, ya que con el ingreso sus condiciones para decir “no” a un trabajo de salario basura y malas condiciones laborales, se verían notablemente favorecidas que ante la falta de dicha renta. Sería, por qué no, una forma de devolver ese poder político perdido y de brindar protección social.
Paul Mason, periodista económico británico de formación marxista, pero apartado de la idea de una revolución socialista, también propone renta básica universal, combinada con una reducción de la jornada laboral. Describe una sociedad en la que todos trabajemos menos, repartiéndonos los puestos de trabajo existentes y dejando otra buena parte de las tareas a los robots. Desarrolla de esta forma lo que él llama el “postcapitalismo”. Pero ¿cómo llegamos a eso?
Daniel Schteingart, mágister en sociología económica, quien trabaja para el IDAES y el Instituto Estadístico de los Trabajadores, también ve con buenos ojos la idea de una renta básica para todos, y no es para nada reacio al progreso tecnológico. Por el contrario, lo promueve, pero con una notoria advertencia: un rol muy activo del Estado para ponerse a la cabeza de ese proceso, lo que permitiría agregarle valor a nuestras materias primas y productos exportables, así como generar fuertes encadenamientos productivos (vinculación de distintos sectores de la economía), resultando en un aumento de productividad, valor y calidad, a la vez que se crearían puestos nuevos de trabajo y se evitaría la concentración de la tecnología en manos privadas.
Teniendo en cuenta que la desigualdad viene aumentando en el mundo, según muestran numerosos estudios sobre el tema, al punto de encontrarnos en la situación de que 8 personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la población mundial (como marca el informe de Oxfam Intermón -2016) y con grupos económicos e individuos que manejan varios PBIs de países juntos, resulta fundamental comenzar a preguntarnos y preocuparnos acerca de cómo haremos para que la tecnología pueda ser puesta al servicio de las personas y no contra ellas; cómo haremos para democratizar lo más posible su acceso y evitar una concentración de la misma que convelle consecuentemente concentración de poder tanto económico como político.
Uno de los argumentos más escuchados por los enamorados del capitalismo refiere a cómo gracias al mismo se lograron notorios avances en tecnología (atribución discutible y que da para debate) y cómo este fenómeno lleva a mejorar la productividad y la calidad de vida de la gente en general. Pero resulta curioso luego ver cómo algunos de esos mismos exigen subir la edad jubilatoria, bajo el pretexto de que cada vez hay más cantidad de trabajadores inactivos (jubilados) por trabajadores activos (en condiciones de trabajar), lo que, según ellos, implica cada vez una mayor e insostenible carga tributaria sobre estos últimos para sostener a los primeros, terminando por ahogar la economía. ¿No se supone que todos estos avances tecnológicos tendrían que facilitarnos la vida? ¿No sería acaso más lógico estar discutiendo sobre empezar a trabajar cada vez menos horas y menos tiempo, en vez de más?
Personalmente, no creo que el progreso tecnológico sea malo per se, es decir, en sí mismo, ni creo que haya que detenerlo como se plantea desde algunos sectores. Creo que el punto pasa por quién lo posee y se apropia de sus rentas, quién lo controla, que función se le da y bajo qué sistema, y por lo que germine a su alrededor, siempre con miras a que tienda a facilitarnos la vida y no a complicárnosla.
Podríamos, por ejemplo, liberarnos de hacer trabajos automatizados y/o no muy agradables que casi nadie quiere hacer pero que necesariamente hay que hacerlos, repartirnos el trabajo existente y así comenzar a reducir las jornadas laborales, bajar la edad jubilatoria, seguir extendiendo la esperanza de vida y empezar así a tener mayor tiempo libre para dedicarlo a lo que cada uno quiera. Obviamente, sin intenciones de caer en la absurda utopía de que esta sociedad va a llegar mágicamente y, por supuesto, sin esperanza alguna de que aquellos que concentran la mitad de la riqueza mundial cedan voluntariamente a perder capital y ganancias para el bienestar de todos.
Podríamos decir entonces, como mínimo, que es dudoso y diría bastante improbable –por no decir imposible- que las pocas manos que concentran y controlan esta tecnología y riqueza decidan voluntariamente introducir cambios paradigmáticos, a menos que “las papas quemen” y el capitalismo necesite una nueva reconversión para preservarse.
Quizás un renovado marxismo –o no- tome fuerza nuevamente, como aquella vez ante el surgimiento de los avances industriales y la irrupción de la maquinaria fabril, proponiendo o sosteniendo una estrategia para cambiar el orden social y económico imperante. Podría pensarse, por qué no, que a través de cierta intervención y controlando puntos estratégicos de los avances mencionados, sea el Estado quien lleve adelante las reformas y garantice ciertos niveles de inclusión social. Otros, seguirán pensando que el mercado acomodará todo. Lo cierto es que no podemos predecir con exactitud el porvenir, pero sí advertir que aquel está quizás más cerca de lo que pensamos.
*Por Tomás Allan para La tinta