El segundo disparo

El segundo disparo
24 febrero, 2017 por Redacción La tinta

Hablar de los alcances de la fotografía y sus verdades es una discusión obsoleta: tras la aparición de los programas de edición y retoque y de las redes sociales, la imagen ha ido transformándose en un nuevo ser.

Por Revista Marco

Una de las principales características de la fotografía analógica era que coexistía dentro de un marco en donde la referencia con la realidad era brutalmente necesaria. Contemplar lo real y representarlo según los intereses del fotógrafo o del medio de comunicación implicaba intrínsecamente captar el mundo exterior, lo que nos rodea. Sin los hechos no había fotografía. Más allá de los retoques que se le podían aplicar en el proceso de revelado, la huella del mundo era quien nos daba la certeza de realidad. El instante decisivo, pilar fundamental de la carrera de Cartier-Bresson, no consistía solo en obturar en el momento preciso sino en encontrar una conjunción espacial y temporal que hacía al relato fotográfico algo único. Quienes lo siguieron encontraron en los haluros de plata el límite moral para sus imágenes: documentar el mundo era sostener la premisa de lo que existía.

Es ahí donde el proceso de documentación comienza la carrera por la verdad. Para fotografiar algo eso tenía que estar allí. Si se quería utilizar a la fotografía para mentir, lo que se manipulaba era la realidad. La química era la misma en cada proceso de revelado. Hoy, entre códigos binarios, no es necesario ningún instante, ni mucho menos que sea decisivo: el software tiene el poder de hacer lo uno o lo otro. Para Fontcuberta, vivimos en el tiempo de la post-fotografía, es decir, una nueva era en donde nuestra relación con las imágenes es distinta a cómo la vivieron nuestros antepasados analógicos. Lo digital permite crear mundos que no existen, manipular la naturaleza de la fotografía, que si bien nunca fue ingenua -hay evidencias del retoque que datan desde 1930- lo que vemos hoy es que la dimensión moral ha sido reformada por valores que no contemplan esa aspiración a la verdad.

Cuando el fotógrafo alemán Andreas Gursky realiza su grandilocuente fotografía del Rheim (que fue adquirida por un propietario anónimo alemán por la suma de 4,3 millones de dólares) quita a dos personas y a un paseador de perros que estaban caminando por el lugar sin dejar ninguna huella. Una impresión de 1,9 x 3,6 metros donde es imposible descubrir algún indicio de figuras borradas de forma digital. El autor de la fotografía más cara de la historia quiso “proveer una imagen precisa de un río moderno”. La post-producción digital permite licencias que transgredieron los códigos de la confianza: hoy no es posible precisar si lo que vemos existió alguna vez. Si bien Gursky jamás se definió a sí mismo como un fotógrafo documental, al ver ese escenario alguien podría pensar que eso fue lo que vio el autor.

El concurso fotográfico World Press Photo -vanguardia del fotoperiodismo- tampoco ha estado exento de polémica. En el año 2013 el primer premio lo llevó Paul Hansen, un fotógrafo sueco que captó el momento en donde un grupo de personas cargaban los cadáveres de dos niños asesinados en Gaza por un bombardeo israelí, suceso que también mató a su padre y dejó malherida a la madre de los chicos. Lo polémico no fue lo conmovedor de sus rostros o lo impactante de la escena, sino su iluminación. Tras varias sospechas, un análisis digital encontró que a la imagen le habían mejorado la luz usando otras fotografías del mismo sitio: el mismo autor reconoció, luego, que utilizó tres imágenes distintas para construir la pieza final que le daría el premio. Lo que vemos en la fotografía de Hansen no era la veracidad periodística que el concurso exigía.

Hoy la fotografía convive con la post-producción, cualquier imagen digital pasa por un software de edición: el proceso fotográfico nace con el disparo y termina con el revelado digital. El grado de intervención es relativo y se acopla a las necesidades. La barrera plausible es, hasta el momento, la que contempla no romper el “código de confianza” que se establece con el espectador. En la ficción fotográfica está por sobreentendido que el retoque es total; en lo documental, la ambigüedad abunda.

Rheim II, Andreas Gursky, 1999. El entierro de Gaza, Paul Hansen, 2012.

Los conflictos existenciales de la fotografía documental no solo afectan a quienes hacen de esto su oficio, sino también al fotógrafo aficionado que pulula por las redes sociales. Lo importante es sacar fotos, dar rienda suelta a nuestra capacidad de decirle al mundo que estuvimos ahí: hoy la fotografía no es documental, es autobiográfica. Fontcuberta tiene razón: es más importante el “estuve allí” que el “pasó esto”. El diálogo fotográfico ya no es más propiedad de una elite de artistas sino que forma parte de una masa activa en los nuevos lenguajes, sin necesariamente tener consciencia de lo que esto implica. Disparar fotografías es simple, es fácil, por lo tanto intrascendente.

No estamos en condiciones de afirmar que la fotografía documental ya no existe. No es posible saber a ciencia cierta si una imagen fue retocada y en qué grado. Lo único que nos queda es la confianza del espectador, fortalecer el código de credulidad. La construcción fotográfica documental no es novedosa en sí misma sino que tiene que contemplar la aventura de los nuevos formatos que se imponen en el mercado, sin olvidar –por supuesto- las raíces que le dieron a este tipo de fotografía su grandeza de antaño: el sentido social.

 

*Publicado en revistamarco.com

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