El poeta de cabotaje
Se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Vicente Luy y las palabras no son nada hoy.
Rebelde y sexual. Crudo y reflexivo. Valiente, romántico y extremandamente generoso. Suicida. Un tipo jugado, que gustaba de incomodar. Indomable, incategorizable.
Vicente Federico Luy nació el martes 3 de mayo de 1961, acá en Córdoba. A los cinco meses sus padres mueren en un accidente aéreo. Vivió con varias familias adoptivas hasta los 7 años que se muda con su abuelo, el poeta español Juan Larrea. Con él conoció la literatura de los malditos: “Con mi abuelo hablábamos mucho de César Vallejo, porque él fue muy amigo de Vallejo y publicó varios libros sobre él. Y me contaba todas sus historias parisinas y su exilio en México, laburando con Buñuel”. A los 14 empezó a escribir y abandonó el colegio. A los 18, en plena colimba, muere su abuelo de cáncer. Vicente queda solo y con una fortuna que le permitió dedicarse a su obra. Nunca se recuperó de esa muerte, ni de todas las ausencias.
“Lo que está mal está mal.
Pero lo que está bien
también está mal.
Charlalo con tus padres”
La obra de Luy exige relectura, reflexión, análisis, comprensión y hasta a veces humildad para aceptar la derrota. Porque Vicente es inclasificable. No tenía modo más que el suyo propio. Y no respetaba un patrón único. En una entrevista realizada por Juan Manuel Daza aclaraba sobre la naturalidad de su obra:
-Mi poesía, básicamente, es de cabotaje. No usa metáforas, sino ejemplos. Entonces, me meto con la argentinidad para dar ejemplos. Y luego, es una poesía que muere rápido y que afuera de este lugar, no sería entendida. No es una poesía para ser producida o que vaya a perdurar. Trabajo en la construcción del ahora. Por eso, es tan interesante esta propuesta de publicar el libro allá (en Buenos Aires).
-¿Por qué escribís poesía?
-Escribo porque me es natural, como lo era jugar al futbol… cuando podía. Y… tengo un complejo mesiánico que va y viene porque soy medio bipolar o algo parecido.
–En tu poesía hay varios Vicentes, varios enunciadores, ¿no? ¿Vos tenés identificados a algunos?
-Básicamente hay un “Vicente habla al pueblo”.
–¿Y ese, por ejemplo, qué poemas escribe?
-Concientizadores, de base, simplones…
-¿Y ese Vicente que le habla al pueblo, es también ese Vicente que se mete en la cosa de cabotaje?
-Sí, porque el Vicente que le habla al pueblo, le habla de economía o de justicia o de cosas por el estilo. Entonces, hay un poema que dice: “veo hasta donde bajo”. Porque yo veo que bajo hasta determinados lugares. Y si tengo un poema que sea útil aunque no sea bueno, voy para adelante con él. Y voy, naturalmente, como las cosas que salen o que fluyen de mí: así, solas. A mí el lenguaje me viene como un río y lo voy siguiendo. Y me es difícil salir ya, por el porro. Pero me es difícil también escribir si no fumo.
“Si va a morir gente
votemos quiénes”
No le quedó nada pendiente. Escribió sobre todo lo que quiso, sin condicionarse, sin medirse. Nunca se guardó una opinión. Fue grosero, explícito y sincero. Polémico. Empapeló la ciudad con un afiche en el que aparecía desnudo junto a algunos de sus amigos y la frase: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Provocador sin igual. Promocionó un sitio de apuestas online con frases como: “Apuesto 100 a que el Papa se muere antes de fin de año”. Perdió toda la plata que le había dejado su abuelo.
Participó en Verbonautas, un grupo de poetas y artistas que pretendían poner el cuerpo en escena, hacer carne el poema. Buscó trabajar en colectivo, el encuentro y reconocimiento de los demás. Amó profundamente las cosas simples.
Utilizó todos los medios a su alcance para lograr una imagen real en su obra: puso un poema dentro de otro, los repitió, los reescribió, pegó recortes, fotos, dibujos y hasta cartas. Su poesía es un collage minado.
“¿Venderle el alma al diablo? Sí, pero cara.
Y si se puede, venderle también otras cosas.
Y venderle a Dios lo que el diablo no compre”.
Estaba enfermo. Estuvo internado en hospitales siquiátricos y se escapó. Varias veces intentó suicidarse. Incluso tomó veneno. Pero lo consiguió en febrero de 2012, cuando saltó en Salta de un séptimo piso en alquiler que había ido a visitar haciéndose pasar por un inquilino interesado.
Tenía 50 años y casi una decena de libros. Marcó a una generación en Córdoba.
Sobre su muerte, nos dijo que “A veces, no caí en cuenta y me dejé morir, creyendo que moría. Sobre todo, cuando me tomé las 180 pastillas. Ahí, pensé que me moría. Y cuando me tomé las primeras treinta, también. ¡Estos culiados no sé a qué le llaman sobredosis! ¡Tenés que comprar toda la farmacia para poder matarte! Y después, la cosa se me complicó porque no soporto el dolor. Entonces fui a tratar de tirarme desde un noveno piso y no pude. No me dio el cuero. No tiene sentido. ¿Está todo mal acá? Está todo mal. Y me van las cosas mal. En lo económico, me va pésimo. En mi trabajo, me va mal. No tengo reconocimiento. Yo quiero que, a cada lugar que vaya, que me inviten un trago, loco. ¿Entendés? Aspiro a poco. A un poco de amor humano, un poco de relajarnos, tener una mujercita que me quiera y a la cual yo poder amar. Tengo el corazón bastante cerrado”.
Dejó varios poemas inéditos desperdigados entre sus amigos y tildó este como el mejor de los suyos:
“Inconscientemente vamos por un camino, y conscientemente
nos ponemos a buscar otro camino, en vez de hacer
consciente el camino por el que vamos”