«Días Perfectos»: destellos de vida y juegos de sombras

«Días Perfectos»: destellos de vida y juegos de sombras
4 abril, 2024 por Redacción La tinta

Por Sasha Hilas y Gonzalo Escamilla para La tinta

Tal como suena:
nombre no tengo; cuido
crisantemos

Haiku de Natsume Sōseki

Es un día cualquiera y el señor Hirayama, un trabajador de la empresa The Tokyo Toilet, está trabajando durante su turno cuando, en uno de los baños que le han sido asignados, encuentra una hoja de papel con un juego conocido por todo el mundo: el ta-te-ti. Al principio, descarta el papel como lo hace con el resto de la basura, pero, antes de irse, decide regresarlo al lugar en donde estaba y seguirle el juego. Saca una lapicera, hace su movida, deja el papel y continúa su jornada. Pasan los días y los movimientos entre Hirayama y la persona desconocida se van sucediendo hasta que terminan los turnos y el juego, entonces Hirayama lee al final un agradecimiento por la diversión proporcionada: «Thank you!». Se puede salir de ver Días Perfectos con la impresión de que esa escena resume el leitmotiv de la película.

Días Perfectos es la última película del aclamado director alemán Wim Wenders, en coproducción con Kōji Yakusho, la cual fue elegida para representar a Japón en los recientes premios Oscars. La cinta, que comenzó como una idea publicitaria para la empresa The Tokyo Toilet en su proyecto de remodelación de los baños públicos de Shibuya, tomó la forma de un poema cinematográfico, una especie de documental que sigue la vida sencilla de un trabajador. De algún modo, podemos tomar a Días Perfectos como un objeto artístico completo en sí mismo, que no busca complicidad con el espectador, sino que lo invita a ver lo mismo que la cámara registra y averiguar qué surge de aquello.

Todos los mundos 

Hirayama (interpretado por Kōji Yakusho) se despierta un día como todos los días, prácticamente sin dificultad. Pliega su futón, se asea, revisa y atiende concienzudamente su colección de bonsais de arce, se pone su uniforme y está preparado para salir. Recoge sus elementos: monedas para la máquina expendedora, su compacta Olympus, su celular y sus llaves. La ausencia de diálogos y de explicaciones sobre lo que vemos nos obliga a prestar atención: los detalles están allí, esperando a ser recogidos para entrar en la vida de Hirayama. Se nos ofrece una de las primeras claves sobre el protagonista minutos después de comenzar la cinta: abre la puerta, mira el cielo y, como agradeciendo un nuevo día (la luz que se sospecha, el clima agradable, un rocío que persiste, algún perfume a amanecer), suspira gentilmente. Un detalle y gesto sobre la personalidad de Hirayama, y un dato que lo mancomuna a una generación de trabajadores japoneses, alrededor de una educación y formación que, veremos, contrastará con el de otras generaciones.

La película parece, a primera vista, girar en torno a nada. De hecho, no hay giros ni conflictos en el argumento, no vemos la disconformidad de un trabajador que asea baños públicos ante la indiferencia de muchos y el agradecimiento de pocos, relaciones concretas, explicaciones, comentarios o reproches. En efecto, Hirayama apenas habla y debemos atender a sus gestos para seguirle el rastro. Los días de su rutina se parecen, tanto dentro del turno como en su tiempo libre. Lo único que contrasta verdaderamente son sus sueños, imágenes surrealistas y oníricas en blanco y negro que recuperan retazos del día y forman composiciones con ellas.

Tal vez gracias a esta repetición de lo casi igual como telón de fondo podemos acceder a la belleza que Hirayama ve en el mundo. Nos damos cuenta de que no es que no vea algunas mezquindades de la sociedad; entre otras, recordamos la escena de una madre que encuentra a su hijo después de que Hirayama lo ayuda y, en lugar de agradecer, hace caso omiso del protagonista y limpia las manos del pequeño con toallas con alcohol. La cuestión es que la respuesta de Hirayama es ponerle bondad. De modo que el Hirayama que saluda tanto al niño como al vagabundo que vive cerca de unos baños es el mismo que saca fotografías en película blanco y negro al árbol bajo el cual almuerza. Es en muchos de esos momentos que lo vemos sonreír y hacer un pequeño movimiento de agradecimiento con la cabeza. Dentro de lo que parece una rutina pesada de un trabajador de The Tokyo Toilet, hay más que eso. Hirayama está abierto a lo que el día pueda deparar, porque presta atención a la belleza que le rodea, entiende que ella puede tener múltiples formas. Quizá sea el único modo de vivir que conozca o, con más precisión, el único posible para él. Sospechamos entonces que no es que esté romantizando su vida ni tampoco se trata de un trabajador alienado, sino que ese es su modo de vivir.

La vida de Hirayama es como la de muchos trabajadores japoneses educados en formas que hoy comienzan a cambiar. En esas formas, hay un profundo valor en servir a la comunidad, sentir agradecimiento por cada día y ver la propia vida con cierto sentido de la proporción, sin creerse más importante que otras personas. Estas costumbres y formas de educación parecen ser distintas a las de algunos jóvenes contemporáneos, como Takashi, el subordino (o kohai) de Hirayama.

Aunque Días Perfectos nos muestra los gustos y hábitos sencillos, pero específicos de Hirayama, no nos ofrece un protagonista que haga un culto de su propia vida. Tiene sus días de trabajo, de limpieza, de ocio y de oración. La película, casi como un documental, no juzga ni enaltece. Tal como registra la escena final, el cotidiano de Hirayama es feliz y triste, como la vida. Tiene sus felicidades particulares y sus pesadas tristezas. Entiende la impotencia de Takashi por quejarse de que es imposible estar enamorado sin dinero y lo ayuda, sin esperar nada a cambio; ve el baile de un vagabundo y recibe su saludo y agradecimiento; recibe a su sobrina sin quejas y le comparte su mundo; vuelve a verse con su hermana y le ahorra explicaciones; disfruta de jugar a la mancha con Tomoyama por cuyo destino se entristece sinceramente.

Cuando nos percatamos de que su vida sencilla como limpiador de baños es fruto de una elección, nos intriga saber qué clase de elección fue. Su mundo y el de su hermana, Keiko, no se tocan: mientras él vive de forma sencilla y analógica (cámaras a rollo, cassettes, celulares viejos, libros usados), su hermana se baja de un auto lujoso con chofer. Ella le pregunta si irá a ver a su padre, quien ya no reconoce a nadie, tratando de convencerlo al mencionar que ya no lo maltratará. La negativa de Hirayama corta los finos hilos restantes. No tenemos más información, la película solo sigue el silencio del protagonista y su tristeza.

Sin embargo, sabemos entonces su origen. Entre soportar una familia muy adinerada y sus violencias, Hirayama eligió limpiar baños públicos, espacios de los que todo el mundo hace uso: un niño perdido, un trabajador apurado y con resaca, una adolescente indiferente, un vagabundo agradecido. Una pregunta queda flotando: ¿es acaso una forma de redención?

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Kondo wa kondo, ima wa ima

Hirayama también nos convida otros puntos de vista. Como Guillermo Hilas supo ver, mientras la mayoría está de pie y erguida, él, por la naturaleza de su trabajo, está en cuclillas. Sus fotografías son tomadas desde abajo, sus muebles son bajos y duerme en un futón sobre tatamis (habitando cierta arquitectura tradicional) y pasa sus ratos libres a la altura del piso, ya sea leyendo o escuchando música. Estos puntos de vista no solo refieren a otra altura, sino también a otros mundos. Paseando en bicicleta con su sobrina Niko, quien al fugarse de su hogar cae en su casa como parte de su plan de escape (“siempre fuiste parte de mi plan”, le dice), hablan sobre el abismo que separa a Hirayama de su hermana.

Hay muchos mundos, reflexiona Hirayama, algunos se conectan y otros no, y el mío es muy distinto al de tu madre. Niko tiene dudas y le pregunta dónde está el mundo de ella, sabiéndose más cerca de su tío que de su familia. Sin que haya respuestas, como nos tiene acostumbradxs esta película, Hirayama y Niko ven el sol al final de la tarde. Ella quiere hacer planes de ir a la playa, pero Hirayama le dice que será la próxima vez. Pero ¿cuándo será, específicamente, esa próxima vez? Niko escucha y repite las palabras de su tío, “kondo wa kondo, ima wa ima”: la próxima vez es la próxima vez, ahora es ahora. Una clara invitación a vivir el presente, no solo con ambos pies en él, sino con un agradecimiento tranquilo por el momento, y también a hacer las cosas como un fin en sí mismo, ya que a veces es lo único que uno puede hacer. Una vez más, decimos junto Niko y Hirayama: “kondo wa kondo, ima wa ima”, mientras se alejan en bicicleta.

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Muchos han cifrado el arte de narrar en la ausencia de explicaciones psicológicas (podemos pensar en Walter Benjamin, pero más atrás está Franz Kafka, los cuentos rusos de Nikolái Leskov y los mismos cuentos del folclore japonés). En Días Perfectos, no sabemos exactamente qué piensan sus personajes, qué les duele y qué les alegra. Solo podemos seguir sus huellas a través de gestos y palabras, e insistir en algunas sospechas. La escena final nos reserva un Hirayama yendo al trabajo con el sol naciente de frente. Está escuchando a Nina Simone conmovido, ¿en qué piensa? ¿Acaso lo conmueven los recuerdos de la noche anterior? ¿Algo cambió? ¿Extraña algo? ¿O solo lo conmueve la luz de esa mañana? Kōji Yakusho nos obsequia unos minutos sublimes. Su rostro pasa de la alegría a la tristeza en un pestañeo, como si su mundo interior fueran olas dirigidas por una marea tempestuosa. Antes de hacer cualquier interrogación más específica, convendría preguntar: ¿qué sentimientos mueven el corazón de Hirayama?

En Días Perfectos, lo que toca es ajustar la vista, como dice Ianina Moretti Basso. Adoptamos el gesto facial de Hirayama al mirar la luz a través de las hojas de los árboles y sus juegos de sombra. La película no ilumina ninguna realidad ni, por cierto, la oscurece. Nos ofrece otras tonalidades, juegos de luces y sombras que yuxtaponen eventos, momentos del día y gestos, como en los sueños de Hirayama. Asimismo, una forma de ver Días Perfectos es atender a lo que puede ofrecernos en sus propios términos. Por ello, lejos de querer encontrar alguna luz o una oscuridad que dispersar, creemos que, al ver esta cinta, debemos adoptar otro tono sensible y, posiblemente, otra pretensión epistemológica. Se puede seguir aquí la pista del maestro Junichirō Tanizaki, para pensar desde las opacidades y encontrar valor en la sombra. El final de su obra El elogio de la sombra abre el juego de esta práctica: «Y para ver cuál puede ser el resultado, voy a apagar mi lámpara eléctrica».

*Por Sasha Hilas y Gonzalo Escamilla para La tinta / Imagen de portada: Días perfectos (2023).

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Palabras claves: Cine, película

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