Es inexacta la imagen de la vejez, La Habana reverbera vitalidad
Por Fernando Vanoli para La tinta
Aterrizamos en los minutos previos al inicio del año, el 2017 nos recibió en un aeropuerto atípico: pocos vidrios y muchas paredes pintadas de un barniz rojo. Un color impropio para la solemnidad high-tech que presumen estos lugares, pero eficaz para dar la bienvenida a una Cuba triunfante.
Afuera del edificio, la gente formaba una fila interminable en busca de un taxi, tan larga que durante esa espera cambió el año. De un momento a otro, con la misma carga de impaciencia y entusiasmo que caracterizan a los turistas, la gente comenzó a aplaudir recibiendo al nuevo año mientras desfundaban las botellas adquiridas en algún freeshop para brindar. Afloraban los saludos entre grupos familiares, contingentes, amistades y desconocidos que asomaban entre montañas de equipaje y algunas reposeras que habían desplegado para la espera.
Si algo en común teníamos con toda esa gente era la mezquindad de no pagar un poco más para disfrutar el comienzo del año en algún lugar de mayor comodidad. Pero mis preocupaciones apuntaban a otra dirección: el primero de enero, se conmemora el aniversario de la Revolución Cubana; todos los años, se organiza un acto celebratorio y este era uno demasiado especial: el primer aniversario de la revolución sin Fidel Castro. Había muerto el 25 de noviembre del 2016, dos meses después de que compramos los pasajes. Mis expectativas de viajar a Cuba y pisar la Plaza de la Revolución para presenciar aquel homenaje eran cuantiosas.
Esquivamos el festejo improvisado y conseguimos colarnos en una trafic que repartía personas por hoteles. Recorrimos 20 lentos kilómetros que enmarcaron un paisaje cambiante a través de la ventanilla: rutas que se transformaban en robustas avenidas y monumentos; barrios de casonas pomposas y bulevares; callejones angostos asfixiados por edificios bajos y densos. Estábamos en La Habana Vieja, pero el recorrido no había terminado. El barrio era enorme y revelaba su decadencia. La oscuridad de la noche y la escasez de luz en la vía pública le daban un aspecto sombrío, podía ser el escenario de una película italiana de los años 60.
Éramos los últimos en el vehículo y el conductor que no lograba encontrar el lugar nos hacía preguntas sobre la dirección. Me inquietaba ser el recién arribado que despliega tecnología para resolver el primer obstáculo, pero, previo a viajar, había descargado una aplicación de mapas de la isla sin conexión que utilicé para mostrarle dónde debíamos doblar. Luego de un par de vueltas, paró en medio de una calle acotada y anunció que estábamos en el lugar correcto.
Estábamos en Damas, entre Luz y Acosta, como tenía escrito en mi cuaderno. Perplejo por el paisaje, esquivamos algunos charcos en el suelo irregular para buscar las mochilas y enfilamos hacia una escalera interna del edificio que suponía ser nuestro alojamiento. Mientras subíamos, una mujer nos recordó que era primero de enero. Alegre, intentaba bajar aferrada a la baranda y a su ron, aprovechamos su saludo para preguntarle si conocía el departamento de nuestros anfitriones.
-¡Asere! ¡Feliz año nuevo!
-¡Feliz año! Disculpá, ¿sabés si Neilsa y Ángel viven por acá?
-No sé, mis brothers, permiso, ¡feliz año nuevo!
-¿Este es el número 73?
-…
No obtuvimos ninguna respuesta más que sus buenos deseos. Tan mal no resultaron, luego de varios intentos de golpear la primera puerta que vimos, una chica somnolienta nos abrió y nos hizo pasar: era el lugar indicado. Se podía reconocer la belleza de una casa neoclásica, era amplia, pero con pocos ambientes y la luz tenue de la calle dejaba ver algunos vitrales en lo alto de las aberturas. La mujer nos indicó con indiferencia cuál era nuestro cuarto y volvió al sillón donde estaba durmiendo.
Al ingresar al cuarto, quedaron atrás las tradiciones arquitectónicas, era compacto y modesto, denotaba características de una ampliación funcional. Tenía tres camas cuchetas que ocupaban casi todo el espacio y ninguna ventana. Una puerta interna se extendía a un baño privado, algo que, más adelante, entendimos como un privilegio. Estábamos agotados, sin dudarlo, nos dispusimos a dormir sin acomodar mucho, solo atentos a programar la alarma para levantarnos temprano y asistir al aniversario de la Revolución.
Veía mis pies andar sobre un suelo blando, parecía arena, pero mis pasos se hundían como en una goma, una muchedumbre caminaba efusivamente hacia una sujeto que tenía el aspecto de Fidel Castro. El golpeteo de sus pasos hacía retumbar el piso, cada vez más fuerte y con sonidos que parecían golpes sobre una madera; el movimiento me sacude hasta hacerme caer. Una discusión me despierta, era plena madrugada y alguien desde la puerta de nuestro dormitorio había estado golpeando sin parar, reclamaba que una de nuestras camas era de ella. Apuntó hacia la mía, dormido, me aferré a mi almohada sin poder emitir palabra, uno de mis amigos le dio fin al asunto y cerró la puerta nuevamente.
El despertador sonó a las siete de la mañana, no teníamos información certera sobre la hora del acto ni dónde era y, a decir verdad, tampoco de qué se trataba. El resplandor del día y el descanso habían vuelto todo más luminoso, ahora los vitrales revelaban con plenitud sus colores. Nos dispusimos a caminar cinco kilómetros hasta la Plaza de la Revolución, es probable que la euforia del primer recorrido por la ciudad nos haya estimulado a magna excursión.
Teníamos que ir casi directo por la avenida Salvador Allende, itinerario que incluía paseos atractivos para realizar: atravesar La Habana Vieja, recorrer la Plaza de Armas, ver puestos de libros y observar la vida cotidiana de algunas calles menos glamorosas. Era una mañana estupenda hasta que comenzamos a ver un movimiento sospechoso de personas que caminaban en sentido contrario al nuestro: era gente volviendo del acto que ya había terminado.
Demasiado cómodos con la impuntualidad de América Latina, subestimamos la disciplina cubana. La excepción a todas las reglas del continente. Quizás, la mayor, la de una revolución vigente, que a contrapelo del acontecimiento es un cotidiano repleto de hábitos insospechables: dos albañiles sentados en un cordón hablando de Marx, gélidos monumentos mirando el mar tropical, esperas eternas que se sacuden al son de la rumba, vacíos del tiempo que se ocupan jugando al dominó, plazas nocturnas atiborradas de celulares conectados al wifi público, colores y olores que se escabullen entre himnos solemnes y discursos heroicos. Del atavismo soviético, se fugan las virtudes de un caribeñismo agudo, un país que se desentiende de la contradicción.
Todavía lejos de la plaza, organizamos otro recorrido para aquel primer día. Caminamos por la calle Obispo hasta topar con el Capitolio, su enorme cúpula se ocultaba tras los andamios de una eterna restauración. Luego, almorzamos en el Parque Fraternidad, cruzando una de las calles laterales del inmaculado edificio. Descansamos en un banco y continuamos por la calle San Rafael luego, hasta llegar a un lugar que nos habían recomendado: el callejón de Hamel. Un lugar diferente de lo que habíamos visto hasta el momento, un recoveco urbano con intervenciones de arte callejero y repleto de juventud rapeando. Cierto homenaje a la cultura afrocubana se hacía presente. Cansados y aturdidos, nos desplomamos en unos asientos improvisados del callejón. Gente muy predispuesta a socializar en una mezcla de baile, música, alcohol, turistas; todavía era primero de enero, no estaba dispuesto para ese asedio, preferí observar de lejos y me distraje sacando fotos a unos gatos que merodeaban.
Decidimos volver acompañados por el mar. El malecón vibraba con los últimos rayos de sol y el cansancio sereno nos mantenía en silencio, en mi cuerpo brillaban la brisa húmeda y el olor a mar. La amplitud de las vistas da una panorámica única de la ciudad. Estaba en Cuba. El recorrido acabó donde resiste al tiempo una fortaleza de piedra desde hace cuatro siglos: el Castillo de la Punta observa el devenir de la historia, por ahora, la Revolución Cubana es un breve tiempo que acontece ante su mirada robusta.
Reincido en el argumento de proponer a La Habana a partir de imágenes de una ciudad detenida en el tiempo, la permanencia de un ambiente analógico es evidente: carteles pintados a mano con eslóganes revolucionarios, edificios de paredes densas, murallas de piedra, autos enormes y de carrocerías pesadas, todo remite a una solidez descartada en otras geografías. Es inexacta la imagen de la vejez, La Habana reverbera vitalidad.
El sol se había ocultado, pero todavía no había oscurecido: estábamos de nuevo en el punto de partida, en la Plaza Vieja donde decidimos acertadamente sentarnos a tomar una cerveza. Todavía puedo sentir su frescura. Un hambre voraz me invadía, recordamos haber visto una esquina cercana donde vendían pizzas que resultaron de poco queso y tamaño individual, pero efectivas. Comimos sentados en el cordón de la vereda cuando José Luis, un cubano asiduo de esas calles y conversador con turistas, se sentó con nosotros y, de un modo amable, nos convenció de comprarnos un ron, le dimos algunos pesos cubanos y volvió con un ron en caja, de mucho menor costo, pero entendimos que esa era su changa.
A pesar de nuestro agotamiento, persistía la ansiedad por entablar diálogos que pudieran darnos respuestas sobre la vida en Cuba. Hicimos el esfuerzo con José, pero sus réplicas eran ambiguas y neutralizaban nuestro entusiasmo. Son muchas décadas, la revolución es un acontecimiento, lo que perdura en el tiempo ya tiene otros nombres. Al comienzo, no lograba entender hacia dónde iban sus respuestas, pero, con los días, fui comprendiendo ese relato cubano que siempre contiene vacíos. Nos despedimos amablemente dispuestos a volver a dormir, pronto se cumplirían nuestras primeras veinticuatro horas en La Habana.
*Por Fer Vanoli para La tinta / Imagen de portada: Fer Vanoli.